Los discursos del miedo
Contribuir a que los sentimientos se apoderen del debate político es un ejercicio de irresponsabilidad por parte de los partidos en liza. Las emociones han de gestionarse con prudencia. Movilizan y animan, pero también dificultan la capacidad crítica
Alejandro Lillo 22/06/2016
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El miedo es una de las emociones más complejas y poderosas que conoce el ser humano, el trastorno más antiguo de nuestra especie. “El miedo es algo terrible, la sensación atroz de que el alma misma se desgarra y un fuerte dolor te sacude la cabeza y el cuerpo de tal manera que solo de pensarlo ya te sobrecoge”. Así describe esta emoción Guy de Maupassant en uno de sus relatos. “Es un sentimiento que nada tiene que ver con la valentía de cada cual ni con la situación en la que se encuentre”, continúa el escritor francés. Cuando se nos presenta en toda su crudeza, es casi imposible combatirlo. Dominados por el terror, no hay razonamiento válido, no hay argumento que pueda ser invocado para aplacarlo. Sometidos a él, actuamos casi instintivamente para conjurar el peligro, para hacer desaparecer (corriendo o golpeando, con los métodos que sean) el origen de ese pavor que nos angustia y descompone.
La especie humana, durante milenios, se ha valido de ese sentimiento para subsistir, para eludir peligros y salvar la vida. Pero el miedo también ha sido el responsable de algunas de las mayores atrocidades cometidas por los hombres. Digo bien: los hombres. Cuando se combina con otras emociones, como el odio o la rabia, destapa lo peor que hay en cada uno de nosotros.
Así es como el miedo, experimentado desde un punto de vista individual, puede ser una valiosa herramienta de autoconservación. Sin embargo, cuando es empleado y potenciado socialmente, se convierte en un arma temible. Si penetra y cala en la persona, ésta queda a merced de una fuerza íntimamente relacionada con la supervivencia, con la parte más primitiva de su ser. Quizá por eso, por su capacidad para obnubilar el pensamiento y liberar nuestros instintos primarios, el miedo ha sido manejado a lo largo de la historia como un potente instrumento político. Más si cabe en los últimos dos siglos, momento en el que se convierte en una de las emociones dominantes de nuestra sociedad.
Son varias las fuerzas políticas y los agentes sociales que en la presente campaña electoral están empleando el miedo para tratar de influir sobre la ciudadanía. Los líderes del Partido Popular, por ejemplo, apremian así al votante, apelando a la alarma social y al peligro, para que apoye su opción política y no otra. Se trata de una actitud muy peligrosa, pues el miedo, como ya se ha dicho, nubla el entendimiento y arrincona el pensamiento racional. Invocarlo en los temas que nos conciernen a todos nos aleja de la política, entendida como un espacio de discusión de los asuntos públicos en el que se mezcla lo racional y lo emotivo, pero siempre en unas proporciones adecuadas. Contribuir a que los sentimientos se apoderen del debate político es un ejercicio de irresponsabilidad por parte de los partidos en liza. Las emociones han de gestionarse con prudencia. Movilizan y animan, sí, pero también dificultan la capacidad crítica de la ciudadanía. No convendría abusar de ellas.
Cuando nuestros representantes recurren al miedo, ese sentimiento tan poderoso, el equilibro entre razón y emoción corre el riesgo de desvanecerse. El miedo, entonces, amenaza con inundarlo todo, con cegarlo todo. Recurrir a él indica desesperación, pero también la falta de empuje de las ideas y las propuestas políticas de quienes lo invocan. Vienen los malos, nos dicen, el enemigo y el caos. Interpelado así, el votante sensible se asusta, se recluye, se encierra sobre sí mismo colocándose a la defensiva. Evita el contacto y la proximidad y comienza a generar sentimientos de rechazo, de animadversión hacia ese supuesto enemigo.
Otros agentes sociales y otras fuerzas políticas también usan el miedo en su propio beneficio. Sucede con distintos comentaristas, analistas y políticos favorables a Unidos Podemos. Repiten una y otra vez que quien no quiere el cambio político en España es porque tiene miedo. La estrategia es similar a la explicada más arriba. El resultado, una nueva división en la sociedad, una separación tajante y clara entre los que quieren el cambio y los que lo rechazan, entre los que tienen miedo y los que no. Esa apelación al miedo, entendido como renuencia al cambio, es una forma de clausurar la discusión política, de poner fin a la legítima controversia, al matiz. Si no piensas como nosotros, aunque defiendas otras opciones de izquierdas, es que no quieres el cambio. Puedes argumentar o razonar como te plazca: a ti te mueve el miedo y lo que buscas son excusas para no abrazar la transformación auténtica, la verdadera, la única posible.
Resulta difícil salir de esta dinámica, de esta perversa espiral argumentativa que para lo único que sirve es para fijar, de forma inamovible, las posiciones de cada uno. Los discursos del miedo dividen en dos extremos a la sociedad y vencen, con relativa facilidad, cualquier intento de razonamiento que ponga en cuestión los postulados de las distintas fuerzas políticas. La emoción, entonces, se apodera de nosotros: o estás con los buenos o con los malos; o estás con los valientes o con los cobardes. O estás conmigo o contra mí. Entonces el enfrentamiento está servido, no habrá posibilidad de acuerdo.
El miedo nos silencia, nos intimida y nos degrada. Deberíamos resistirnos a ser manipulados por él, pues zanja de manera abrupta cualquier debate. Hay que repetirlo: el miedo, utilizado socialmente, solo produce división, enfrentamiento y ruptura. Y a mí me invita a salir corriendo.
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Alejandro Lillo es doctor en Historia.
El miedo es una de las emociones más complejas y poderosas que conoce el ser humano, el trastorno más antiguo de nuestra especie. “El miedo es algo terrible, la sensación atroz de que el alma misma se desgarra y un fuerte dolor te sacude la cabeza y el cuerpo de tal manera que solo de pensarlo ya te sobrecoge”....
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