GENTES DE MAL VIVIR
Marlon Brando: todas las caras del animal
Considerado el mejor actor de la historia, la interpretación fue para él, entre otras cosas, una gran coartada para desafiar al mundo y negociar con sus demonios
Miguel Ángel Ortega Lucas 29/06/2016
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La cámara se acerca de costado, casi a traición, hacia la figura de un hombre apuesto de mediana edad que se tapa los oídos, cerrados los ojos, algunos metros por debajo de una vía que cruza el cielo de la ciudad. El hombre ha estado esperando el paso del tren, hasta el momento de mayor estrépito, para levantar la cabeza y poder vomitar un aullido que acaso le rompa la garganta. (Fucking God, grita. Puto Dios). Al cabo continúa andando bajo su gabán, lentamente, con la mirada vacía en una tarde turbia de París.
En otra escena de la misma película [El último tango en París; B. Bertolucci, 1972], ese hombre masculla ensimismado, sobre el colchón de un apartamento clandestino:
Mi padre era un borracho. Rudo, camorrista de bar, putero. Mi madre era muy poética, y también una borracha. Vivíamos en un pequeño pueblo granjero. Yo solía ordeñar una vaca. Recuerdo una vez que me vestí con mis mejores ropas para ir con una chica a un partido de baloncesto. Estaba a punto de salir y mi padre dijo: ¿Podrías ordeñar a la vaca?. Yo le dije: ¿Podrías por favor ordeñarla tú?. No, mueve el culo hasta allí. No tuve tiempo de cambiarme los zapatos; así que me los manché de mierda de vaca, y de camino al partido olía a mierda de vaca en el coche.
Los mayores enigmas son transparentes. Los misterios más reacios a desvelar su rostro suelen pasearse en cueros a la luz del día. El alma humana es uno de ellos; así se abra uno en canal y exponga sus vísceras encima de la mesa (del escenario) para fascinación del respetable, para mayor extrañamiento propio. El alma conocida en nuestro tiempo como Marlon Brando –alma animal, cuerpo apolíneo animado por una bestia– es uno de los mejores ejemplos de ese enigma.
Entre el hombre de 48 años llamado Marlon Brando nacido en Omaha, Nebraska (ese pequeño pueblo granjero), que se supone actúa ante la cámara de Bernardo Bertolucci, y el hombre irreal que vive en la película de Bernardo Bertolucci, empeñado en no tener nombre (Yo no tengo nombre y tú tampoco. Sin nombres), huido de sí mismo para montar una orgía secreta entre una veinteañera y sus demonios: ¿dónde está la frontera? Quizás sólo en lo que uno esté dispuesto a creer, empezando por Marlon Brando.
“Si no tuviera la suerte de ser actor no sé qué hubiera sido. Probablemente estafador, un buen estafador”, confiaba en uno de los audios que grabó durante años, sólo para sí mismo (y que componen el admirable documental Listen to me, Marlon [Stevan Riley, 2015]). Porque, en realidad, “actuar es sobrevivir. Incluso de niños tiramos cosas al suelo para llamar la atención de nuestra madre”. Pero él tuvo que acostumbrarse a que no apareciera, por muchas cosas que tirase al suelo. Su madre, “una persona magnífica. Ingeniosa, muy artística”, con la que se reía mucho y le transmitió “su sentido del absurdo”. Incluso le “encantaba el olor a licor de su aliento, muy dulce”. “Era alcohólica. La borracha del pueblo. Solía tener que ir a por ella a la cárcel. Aún hoy me avergüenza recordarlo”.
Si no tuviera la suerte de ser actor no sé qué hubiera sido. Probablemente estafador, un buen estafador
También le avergonzaba, íntimamente, no ser buen estudiante, que nada pareciera dársele bien; que su padre le abofeteara “sin razón”; que su padre abofeteara a su madre. Hasta que un día amenazó con matarlo si volvía a hacerlo. A los 18 años, aquél le envió a una academia militar en Minnesota: le expulsaron por colocar una especie de bomba con petardos en el umbral del dormitorio de un profesor (se quedó allí tranquilamente, mirando cómo ardía el suelo de madera). Llegó a considerar meterse a cura. A los 19 consiguió que el padre –comercial de cierta holgura económica– le pagara el ingreso a The New School for Social Research, donde también estudiaban sus hermanas mayores. Pero no tenía en realidad ni la menor idea de adónde se dirigía.
El buen salvaje
Era guapo de manera catastrófica. El niño al que cualquiera sonríe espontáneamente; el jovencito cuya sonrisa conquista a los hombres con camaradería, y a las mujeres tirando la puerta abajo. Pero algo sospechoso vería siempre el muchacho en ese rostro privilegiado del espejo: como un envoltorio bellísimo ocultando una siniestra caja de Pandora. Llegó a Nueva York lleno de furia y hambre; no tanto por triunfar como por que el triunfo constituyese una especie de redención –o venganza–. “Llegué a Nueva York con agujeros en los calcetines y agujeros en la mente”. Pero también “con una insaciable curiosidad. Me gustaba mirar las caras de la gente por la calle, tratar de adivinar lo que ellos no sabían de sí mismos (lo que escondían de sí mismos)”.
Bajo el influjo de la poderosa actriz y teórica de la interpretación Stella Adler, a cuyo taller de teatro acudía, estudió filosofía, francés, danza, esgrima y yoga. Ella le inició en el método Stanislavski: corriente interpretativa europea que proponía una plena adhesión sentimental con el personaje. Algo que cambiaría desde entonces la manera de afrontar la actuación. Más exactamente, a partir de Marlon Brando.
Si tengo que representar una obra y estar enfadado, recuerdo a mi padre pegando a mi madre cuando yo tenía 14 años
Se sentía acomplejado por su pasado, por sus carencias educativas, pero Adler le animaba: “No tengas miedo; tienes derecho a ser como eres, a estar donde estás, a ser quien eres”. “Nunca había hecho algo que alguien dijera que era bueno”, según él; ella le decía: “No te preocupes, mi niño; lo que yo he visto en ti, el mundo entero lo verá”. Lo vio finalmente, revolucionando tanto la interpretación como la manera de llevar una camiseta blanca, en Un tranvía llamado deseo (1951), obra de Tennessee Williams llevada al cine, con la que ya había triunfado en Broadway, en la que el tranvía era él, más bien. “Si tengo que representar una obra y estar enfadado, recuerdo a mi padre pegando a mi madre cuando yo tenía 14 años”.
Hay una potencia innata en Brando, constante desde su debut [Hombres, 1950], que remite siempre a lo telúrico, a lo animal. Se le contempla como a una especie de tormenta embrionaria a punto siempre de estallar por uno u otro flanco del horizonte. Lo cual era exactamente su objetivo, según confesase luego en sus grabaciones: salirse del cliché, madrugarle el golpe al espectador por donde no lo fuera a oler. No sólo por su físico se le emparentaba fácilmente con una efigie griega, no sólo por su gesto se vislumbra a un Hamlet en perpetua guerra con sus entrañas. Si todo el mundo actúa, como él mismo repetía; si incluso ante sí mismo actúa uno, cualquiera, cuando está solo, cabe imaginarse a Brando mirándose en el espejo y componiendo la mueca exacta de un hombre que no se fiará nunca de sí mismo, preguntándose si el hombre del espejo está a la altura del espejo en que se mira.
Para cuando ganó su primer Oscar (en 1954 por La ley del silencio) tenía apenas 30 años y otras tres obras maestras interpretativas [¡Viva Zapata!, Julio César, Salvaje] en las que quedaba sellado su propio método: canibalizar a sus personajes para ser ellos, y ellos él –así como algunas tribus devoraban el corazón de sus enemigos–, y un magnetismo físico que sólo se da cuando los dioses quieren.
Y sin embargo era la furia, el minotauro triste y desolado del corazón del laberinto, lo que alentaba en el fondo de su genio. Como un Gatsby que quisiera vengar el frío de la infancia y llegar a la cima sólo para decir –como el memorable ciego de Al Pacino en Esencia de mujer–: “Hijo, todo es porquería”. O como un anciano que le confiara a Al Pacino, de vuelta ya de casi toda fatalidad humana: “Aquel que quiera organizar la reunión, ése será el traidor”.
“Estafar”
Marlon Brando cumplió, sí, el viejo sueño americano del pillo de barrio devenido en patriarca (o padrino). Para acabar despreciando tal honor desde que Hollywood, el público, la crítica, el Espíritu Santo, acudieran unánimes a besar su mano y reconocerle como el actor más prodigioso del mundo.
Llevaba años sin conceder entrevistas (“Tardé mucho en darme cuenta de que el dinero era la motivación principal. Soy una mercancía aquí sentada”) cuando, en junio de 1978, el periodista Lawrence Grobel, de Playboy, consiguió pasar con él diez días de conversación en la isla tahitiana de Tetiaroa, propiedad de Brando desde que cayese embrujado por el entorno durante el rodaje de Rebelión a bordo (1962).
Tenía 54 años y ya no creía en casi nada de lo que llamamos sistema; apoyaba distintas causas civiles (a veces arriesgando la vida) y sólo interpretaba ya por cuestiones mercenarias. En 1973 había enviado a una india norteamericana a recoger el Oscar por su Vito Corleone: “Ningún grupo humano ha suprimido jamás a otro de manera tan contundente y cruel como los norteamericanos a los indios”, dijo a Brobel. Si rara vez atendía a un medio de comunicación, era sólo para hablar de este tema.
Quieren leyendas, ver el bien y el mal presentados de una manera clara. La gente está tan cansada de vivir en un mundo ambiguo
Pero habló más, esa vez: “La única diferencia entre un actor profesional y un actor de la vida real es que el profesional conoce un poco mejor el tema. Actuar no es más que estafar. (…) En lo más recóndito de su corazón, usted sabe perfectamente que las estrellas de cine no son artistas. (…) La gente dice oh, Dios mío, qué escena maravillosa, Marlon, blabla. No era maravillosa en absoluto. Lo que era maravilloso era la situación. Todos notan una sensación de pérdida en sus vidas. Eso fue lo que les emocionó”. (…) “Quieren leyendas, ver el bien y el mal presentados de una manera clara. Porque la gente está tan cansada de vivir en un mundo ambiguo, es un gran alivio ver algo que es o bueno o malvado”. Sin embargo, “tenemos que descubrir la anatomía del odio, para poder entenderlo”.
“Es posible que su deslumbrante carrera como actor no tuviera otro objetivo que poseer una isla propia en el sur del Pacífico”, escribía Maruja Torres hace décadas. No iba desencaminada. Pero no porque “sólo le interesaba el dinero”, sino porque sólo le interesaba el tiempo que el dinero podía comprar, y alejarse de paso de un mundo cuyas reglas desafió siempre, por no entenderlas en absoluto. Fueran la guerra de Vietnam o lo arbitrario de la propia vida (el Brando que grita “¡Stellaaaaaaaa!” en Un tranvía llamado deseo es el mismo que casi revienta a hostias una puerta del hostal de París ante la pregunta de su suegra de por qué, por qué se suicidó Rosa).
Pero ni Marlon Brando –él lo sabía bien– podía escapar a esas preguntas, al terror moral del que hablaba su último papel de leyenda, el coronel Kurtz de Apocalipsis Now (“el horror, el horror”). El 16 de mayo de 1990, su hijo mayor, Christian [llegó a tener, dicen, 3 matrimonios y 11 hijos], que tenía problemas con el alcohol, asesinó de un disparo en la casa familiar de Los Ángeles al novio de su hermanastra Cheyenne –la hija tahitiana de Brando–, después de que ésta le contara que aquél la maltrataba. Christian acabó en la cárcel, y Cheyenne se suicidó cinco años después.
Obeso, anímicamente deshecho, con dudosa reputación sobre su comportamiento familiar y profesional, dicen que también vivió arruinado
Obeso, anímicamente deshecho, con dudosa reputación ganada en su última etapa entre verdades y mentiras sobre su comportamiento familiar y profesional, dicen que también vivió arruinado sus últimos años. Murió el 1 de julio de 2004. Hay más zonas de sombra, como las acusaciones de María Schneider, su compañera en El último tango en París, de no saber en qué consistiría la célebre escena de la mantequilla hasta que ya estuvo consumada. Lo corroboró luego Bertolucci, con la explicación de que pretendían darle a la cosa la mayor “veracidad” posible: una pena que haya que llamar también a Brando, entonces, animal en un sentido más amplio.
La escena final, en cualquier caso, se cierra de igual forma: con la cámara alejándose de un balcón de París en el que yace ese hombre del principio, ovillado sobre el suelo. Muerto por un disparo, pero devorado mucho antes por los furiosos demonios del alma.
La cámara se acerca de costado, casi a traición, hacia la figura de un hombre apuesto de mediana edad que se tapa los oídos, cerrados los ojos, algunos metros por debajo de una vía que cruza el cielo de la ciudad. El hombre ha estado esperando el paso del tren, hasta el momento de mayor estrépito, para levantar...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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