Al salir de la ciudad de Sravasti, el Buda tuvo que atravesar una dilatada llanura. Desde sus diversos cielos, los dioses le arrojaron sombrillas para resguardarlo del sol. A fin de no desairar a sus bienhechores, el Buda se multiplicó cortésmente y cada uno de los dioses vio un Buda que marchaba con su sombrilla.

Este relato oriental, del austriaco Winternitz (admirado por Borges), lo leí un día lluvioso en mi ciudad. Al salir a la calle y ver el sinnúmero de paraguas, me vino a la mente cambiar por paraguas lo que en el relato eran sombrillas. Y en vez de Buda en actitud multiplicadora, los paseantes eran ciudadanos, diferentes entre sí, como somos todos los moradores de ese lugar de pájaros y móviles.

Fuera de los guarecidos bajo paraguas, deambulaban por las calles quienes lucían gorros de fieltro, convirtiéndose en valientes frente a la tiranía aguada.

En esos valientes contra el aguacero, me pareció ver una vuelta a la adolescencia, ese territorio vital, libre de obligaciones serias y paraguas opresores.

En la adolescencia, el paraguas era un símbolo impositivo, transformándonos en personas mayores, sumisas a los dioses que rigen los destinos del mundo. Pasado el tiempo, ahí están ahora los dioses modernos: poder político-capitalismo-prima de riesgo-fisco-avales bancarios. Más una larga suma variopinta de paraguas, sombrillas, pájaros, móviles.