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Lo decía Peggy Guggenheim y, desde luego, lo dice su biógrafa, la también norteamericana Francine Prose, en Peggy Guggenheim. El escándalo de la modernidad, que acaba de publicar Turner. Para ser alguien, las mujeres tienen que ser bellas o ricas. Como la riqueza es siempre comparando con quien, pero la belleza es indiscutible para cada momento vital e histórico, Peggy, que no era tan rica como sus familiares ni tan guapa como sus hermanas, tuvo que meter bonos. A ver: ingenio, inteligencia y… buen uso de su dinero, que, comparando con los pelagatos –por muy genios del arte contemporáneo y la vanguardia del XX que fueran-- que la rodeaban, era bastante mucho. Y todos se creían que más.
Peggy quería titular su autobiografía Cinco maridos y algunos hombres más, pero pareció demasiado escandaloso a sus amigas y a sus editores, y terminó titulándose Out of This Century, jugando con el nombre de su gran galería (cambia Art por Out) y aunque ella nunca hubiera estado precisamente out. Vean, como aperitivo, el perfil que incluye Victoria Combalía en su reciente Musas, mecenas y amantes. Mujeres en torno al surrealismo (Elba), en el que muestra su poderío, su papel artístico de primerísimo orden, y también su papel salvador de personas y obras, asediadas todas ellas por el nazismo. Pero apunta ese carácter tan especial, tan difícil, diríamos: provocador, aventurado y básicamente libre.
La provocación en el mundo surrealista era fundamentalmente sexual
La provocación en el mundo surrealista era fundamentalmente sexual. Y, por lo que cuenta Francine Prose, a Peggy se le daba bien. Sin embargo, y por lo que cuenta su biógrafa, su dependencia de los hombres, de la figura masculina a la hora de tomar decisiones, le llevó a establecer relaciones complicadas, a autodespreciarse intelectualmente, y fue a menudo víctima de la violencia de sus machos. Víctima física, con numerosas escenas con sangre, en las que aquellos genios perdían los nervios... Un poquito inesperado en ese mundo tan sofisticado, en el que muchos (sus maridos, por ejemplo) le debían mucho. Y no sólo dinero. No, no menciono a los maltratadores, aunque uno fuera el padre de sus hijos, porque no me da la gana. De aquellos polvos (aunque me quede ordinario decirlo) vienen los lodos transversales que padecemos hasta hoy. Y no por su libertad sexual soberana, que esa es ni más ni menos que el derecho y lo que hay. Es por la asunción, en su caso nada silenciosa, en otras calladita que es mejor, de la superioridad del varón. En fin, lo dicho.
Prose hace mucho hincapié en la falta de autoestima de Peggy, y apunta a algunas amigas, como Djuna Barnes, que, la verdad, para amigas así, mejor se deja. Cómo sería la cosa que Djuna, que no le gustaban los señores, se ponía provo con su marido, que la admiraba literariamente, sólo para fastidiarla… Complejo de inferioridad, dice continuamente Peggy Guggenheim en su autobiografía, titulada en castellano Una vida para el arte. Confesiones de una mujer que amó el arte y los artistas, publicada por Parsifal en 1990. Peggy tenía complejo de inferioridad, quizá sugerido por el propio Freud que la trató, y al que ayudó en su fuga a Londres, y según las palabras de moda de mediado el siglo XX (ahora ya nadie habla de eso). Y se muestra irónica y sumamente agradecida a sus hombres por todo lo que le van enseñando. Por ejemplo, a llorar.
Asistimos a la necesaria recuperación de mujeres ocultas. Muchas de ellas eran ricas, porque el dinero deja huella y, sobre todo, les permitía ser libres. O más libres
A mí me hubiera gustado que se titulara como Peggy pensó al principio, pero ella no confiaba demasiado en su inteligencia, que probó, ni en su gusto espléndido, que probó, ni siquiera en su generosidad, que ¡vaya si probó! Pues tenía fama de tacaña. Me hubiera gustado aunque tanto los maridos como esos hombres más vienen a dar un autorretrato cruel y ninfómano del personaje, y un punto masoca, y de sus aventuras sexuales: lo del amor fue una suerte de quimera en su vida, aunque, por citar sólo dos nombres, en ella estuvieron Max Ernst y Samuel Beckett, entre otros, como Marcel Duchamp. Y entre sus protegidos, André Breton, al que sacó con su familia de la Francia invadida por los nazis. Como a tantos otros. Y a sus obras degeneradas.
Hay una escena que me impresiona especialmente. Están en Marsella todo el grupo a punto de huir. Unos son judíos --como la propia Peggy--, otros comunistas, otros las dos cosas. La colección de arte degenerado comprada por Peggy a los artistas de París viaja por mar. Ella tiene el dinero para los pasajes y etcétera. La segunda mujer de su exmarido le anuncia a Peggy que el barco en el que va su colección ha sido hundido en el Atlántico. Como el Titanic, en el que murió su padre. La deja desesperarse mucho tiempo, antes de decir que era una broma. El que se estamparan platos y vasos contra el suelo del restaurante no era raro. Pero adivinen quién los pagó.
Ahora asistimos a la necesaria recuperación de mujeres ocultas. Muchas de ellas eran ricas, porque el dinero deja huella, permite dejar huella, y, sobre todo, les permitía ser libres. O más libres. Ahora, las cosas estaban cambiando, por la vía de la igualdad de oportunidades para el saber y la excelencia. Pero, y naturalmente no es un consuelo, en todas las que vamos viendo, y más que veremos, hay siempre la sombra de la desigualdad. Aunque tuvieran, como Peggy Guggenheim, la sartén por el mango, las ricas también lloraron.
Lo decía Peggy Guggenheim y, desde luego, lo dice su biógrafa, la también norteamericana Francine Prose, en Peggy Guggenheim. El escándalo de la modernidad, que acaba de publicar Turner. Para ser alguien, las mujeres tienen que...
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Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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