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La idea era entrar a Europa por África, y salir de ella por Asia. Todo ello, en autobús. El repor explicaría periplos habituales de la emigración en Europa. Gente invisible, hasta el punto de que viaja en autobús. Sólo viajan en autobús los invisibles. Las chicas que viajan en autobús, por ejemplo, no llevan ese maletín metálico para el maquillaje que llevan las chicas que viajan en avión. El maquillaje, en fin, sólo es necesario cuando eres visible. El fragmento de viaje más duro, por cierto, fue el periplo Barcelona-París. El autobús estaba repleto de personas que estaban hartas de ser invisibles. El malestar y la crispación eran patentes, más cuando subía la poli a inspeccionarnos. La policía planetaria, en fin, aumenta su celo ante lo que es invisible y sabe que no puede ver. De hecho nos miraban fijamente, como si en realidad nos vieran. Era un celo inútil, ritual. Un simulación de ver lo observado. Cuando alguien invisible explota en ira, como se sabría años después, es cuando es más difícil verle. El periplo más relajado fue el que iba de Berlín a Estambul. Íbamos en dos autobuses, que nos segregaban entre turcos, por un lado, y griegos y rostros pálidos por el otro. Al entrar en territorio griego se retiraron los rótulos en turco de los autobuses. Los turcos, que en todas las paradas desde Alemania bajaban del autobús a reírse con la boca llena de dientes, no bajaron en ningún momento en Grecia. Entramos en Turquía. Hasta Estambul, las paradas eran en mitad de ninguna parte. Allí un turco o una turca recibía a un viajero del autobús, de la forma en la que todos los padres del mundo reciben a su hijo. Quizás es el mejor espectáculo del mundo. Cuando se acabe el mundo, igual sólo se nos recuerda por eso. Bueno, todas estas líneas eran para explicarles una pequeña historia que me pasó en Estambul. No es mucho, pero explica en parte la vida y su sentido.
No te acabas Estambul. Cuando la ves, sabes que es una ciudad que no está donde le corresponde a su energía. Poner las cosas en su sitio son procesos costosos y que cambian la visión del mundo. Está pasando. Pase lo que pase, pasará en breve. En Estambul tenía que hacer un trabajo periodístico serio y con datos à gogó. Mi enlace era una chica de mi edad, con la que quedé al lado de una mezquita. Ese punto de encuentro me hizo imaginarme a la chica. No coincidió con lo imaginado. Era una mujer educada en New York, sus padres eran del cuerpo diplomático. Como sucede en todo el mundo, teníamos la misma cultura –la cultura Pop; no hay otra en el planeta; las otras, si nos ponemos bestias, suelen ser vestigios y recreaciones–. Era asiática. Sus ojos eran de un verde incomprensible y sus cabello negro, pero de un negro de otro mundo. Vino con su hermana, que tenía un cargo gubernamental. Era occidental. Rubia, con los ojos azules. fuimos a cenar a un restaurante divertido. Estaban en la misma manzana que una mezquita, por lo que no nos sirvieron alcohol. Eso las irritó. Me identifiqué con ellas. En todos los países, cuando vas a cenar con alguien, hay algo de tu país que te irrita y avergüenza. Hace varias generaciones que te irrita. Nunca cambia. Tu abuelo ya quiso cambiarlo. Y perdió, por todo lo alto. Después de cenar nos reunimos con sus amigos. Nos corrimos una juerga épica. Pero esta no es la historia que les iba a explicar. La historia sucedió al día siguiente.
Tenía una cita en el Bazar. Mi interlocutor se retrasaba, por lo que empezó a darme la vara un vendedor. Era un auténtico plomo. Me empezó a vender sus productos en castellano. Al cabo, me miró, como valorando que estaba ante un público difícil. Fue entonces cuando cambió de lengua y empezó a hablarme en catalán. Iniciamos entonces una conversación. Hablábamos mezclando todas la lenguas, como el Barón Rampante –"Je aime la more wonderfull puella dans el world"–. Quería que el vendedor me explicara como me había ubicado. Esa ubicación tan rápida cambiaba la tesis de ese viaje, iniciado en África, y que había confirmado en Estambul. Cambiaba, incluso, la tesis de mi vida. Tesis: salvo que somos invisibles o visibles, lo que es una gran diferencia, todos somos razonablemente iguales. Después de mucho insistir me explicó como reconocer el país de un hipotético cliente. Es un método infalible. Científico y en las Quimbambas de las propuestas de identificación de variedades de her Doktor Goebels. Desde entonces lo he utilizado con éxito inaudito. Las personas se reconocen por sus zapatos. Puedes cambiarlo todo en la vida salvo los zapatos. Los zapatos son un fósil de un gusto anterior a nosotros. Son tu país. De hecho, no existe otra constatación de tu origen más certera. Cuando alguien les de la brasa con las originalidades cósmicas de su país, piense, por tanto, que en realidad está hablando de zapatos.
Los zapatos, por otra parte, son el método de transporte más habitual. Son lo que te llevan lejos del lugar en el que fuiste educado a comprar zapatos. La identificación que ofrecen queda, por tanto, compensada.
La idea era entrar a Europa por África, y salir de ella por Asia. Todo ello, en autobús. El repor explicaría periplos habituales de la emigración en Europa. Gente invisible, hasta el punto de que viaja en autobús. Sólo viajan en autobús los invisibles. Las chicas que viajan en autobús, por ejemplo,...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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