Es 1 de agosto y aún no he visto esa portada tan preciosa de ‘España en vacaciones’ de ABC ilustrada por la misma foto de atasco de todos los años. Que España estará de vacaciones, pero yo estoy trabajando. Y por más que me repita a mí misma que en Madrid se está muy bien en verano, que hay menos gente y que suena menos el teléfono, qué quieren que les diga, prefiero estar entregada al Albariño y paseando por por las Rías Baixas. Vamos, como Rajoy pero sin que me acompañen Ana Pastor y su marido (no, Ferreras, no, el otro).

España vacaciona y el destino ha querido que coincidamos en Madrid Felipe VI, los presidentes de los partidos políticos y esta humilde tecleadora. Como si el destino me hubiera reservado un hueco en la gobernabilidad. Lo que me faltaba.

Este año mis hijos se han encargado de recordarme que las vacaciones van a ser decepcionantes. Para empezar, sin haberme divorciado, el calendario nos lo hemos repartido como tal y ni un día coincidimos los cuatro (que pensándolo bien tampoco está tan mal, ya tenemos 11 meses para compartir techo y comida). Se me junta el gobierno, unas posibles terceras elecciones y obras en casa. Así que si en septiembre no vuelvo a dar señales de vida, llamen al 112.

Lo bueno es que al no ser un personaje público, no tengo que aguantar que me hagan fotos en la piscina y me recuerden “esos kilitos de más” que acumulo desde que tengo memoria.  Aunque en otro ejercicio de incoherencia absoluta he decidido que quiero librarme de algunos sin renunciar a esa hora sagrada del día que es el aperitivo. Y encima me acaban de poner un gimnasio en la esquina de casa. Justo enfrente de mi bar de referencia. Todo son señales. Señales de que en agosto también tengo hambre. Va por ustedes.