CINE DE VERANO
‘Revolutionary Road’: nunca nos quedará París
Hay una epidemia sorda en esta sala al aire libre; como si manara un chorro de culpa desde la sábana blanca de la pantalla
Miguel Ángel Ortega Lucas 3/08/2016
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¿Han ido ustedes solos al cine alguna vez? Seguramente no; seguro que muy pocos, o ninguno. Porque tiene su aquél: late ahí una suerte de pudor infantil, ¿verdad?, como de estar cometiendo una travesura vergonzante, impropia ya de adultos –qué risa–. Como un adulto montado solo, sin niños, en un carrusel; como acudir solo a una fiesta en la que no conoces a nadie, o sin pareja a uno de esos terroríficos bailes de instituto gringo (el Baile del encantamiento bajo el mar de Regreso al futuro, sin ir más lejos, y por seguir con los clásicos), de los que los pobres pagafantas con granos enamorados de la rubia enamorada del capitán garrulo del equipo de nosequé son biológicamente excluidos, por voluntad o fuerza. [Existe un pasaje conmovedor de Bukowski recordando aquella vez que se atrevió a ir a uno de esos bailes de los quince o dieciséis años: pegó su nariz horrible contra el cristal de la puerta del gimnasio, adivinó el planeta aquel de vestidos, perfumes y lucecitas de colores al que no pertenecería jamás; se dio la vuelta, y echó a andar otra vez bajo la lluvia.]
Como soy ya adulto –qué risa–, como ya no tengo dieciséis años, sino el doble exacto, y como la noche ha caído ya sobre la costa y la terraza de este cine, echándonos un capote negro a los solitarios furtivos, no tengo, como Bukowski, razón o excusa para darme la vuelta en el umbral. Tomo asiento, entonces, simulando calma, mirando al norte y tarareando a Nacho Vegas (Y unos me llaman chaval / y otros me dicen caballero…), después de pagar una fanta a la joven altiva (¿recuerdan?) de la tienda bajo el proyector (con una calculada caída de ojos por mi parte, al devolverme el cambio, que hasta le ha hecho –lo juro– mirarme una décima de segundo a la cara). No es que tenga agorafobia súbita, esta segunda vez; es que, a diferencia de con La gran belleza, el patio está hoy sospechosamente nutrido de parejas. Parejas más o menos jóvenes, más o menos maduras. Parejas de mi edad, quizá con niños que se han quedado un par de horas con los abuelos.
El director sabe de manera diabólica lo que quiere contarnos. La pareja protagonista está escenificando lo que tú y yo hemos vivido
La película de hoy también va de una pareja –de mi edad–: dos jóvenes hermosos que, como era menester en los años 50, a esta edad se les suponía ya una adultez absoluta y sin ironías. Vuelven a casa en coche, al principio: ella acaba de actuar en un montaje teatral mediocre en una sala de la ciudad; él lleva desde entonces tratando –con más voluntad que acierto– de animarla, de convencerla de que el problema (los mediocres) son los otros actores, no ella.
En un momento dado él se cansa de que ella no quiera ni escucharle, agotada de todo –sobre todo de sí misma–; entonces para el coche, empieza a explicarle lo que piensa realmente de la situación, y sin que tengamos apenas tiempo de entender –las palomitas distraen, la gente aún llega tarde y busca asiento– cómo ha podido supurar tan rápida y gloriosamente el odio entre esos dos (tal y como suele suceder, con simetría exacta, a este lado de la pantalla), la discusión deviene en pelea, y la pelea en esa tormenta perfecta de cuchillos sólo concebible entre gente que, puesto que se quiere mucho, sabe mejor que nadie dónde tirar a matar.
Entonces entendemos varias cosas al mismo tiempo: que el director –Sam Mendes; sobre la novela de Richard Yates– sabe de manera diabólica lo que quiere contarnos; que la pareja protagonista –Kate Winslet/Leonardo Dicaprio– está escenificando de manera diabólica lo que tú y yo hemos vivido al menos una vez (al menos unas cuantas veces) en nuestra vida; y también que no hay una sola pareja en este cine que se vaya a encontrar cómoda durante los próximos 100 minutos, con esos dos en la pantalla escupiéndose, como críos impotentes, el soterrado memorial de los agravios. (Casi que me duele la mano, como un dolor fantasma, cuando Dicaprio golpea sobre el capó del coche.) Sonrío algo aliviado, malvado incluso –lo confieso–: el patio se ha llenado de golpe de furtivos vergonzantes, de elegantes individuos en pareja recordando, con esa bofetada sangrienta de la pantalla, que allá al fondo el rey va desnudo.
Pero todo sigue el curso esperable, todo está bien, señora, ¿verdad?; respire: la cosa no llegará a mayores. Volverán al coche, volverán a la casita blanca con césped verde y cielo azul de las afueras, ahí en Revolutionary Road, donde ya duermen los niños; olvidarán ese conato de guerra civil en el arcén, se dormirán, reconciliados, abrazados incluso. Respire, caballero: ya sabe que estas cosas pasan, y mañana siempre será otro día.
Dice un viejo poema de Leonard Cohen (que no llegó a casarse nunca con Suzanne Elrod, la madre de sus hijos, pero a la que necesitó durante al menos diez años):
Lentamente me casé con ella
Lenta y amargamente me casé con su amor
Me casé con su cuerpo
en el aburrimiento y la alegría
(…)
Llegué hasta su codicia
con la semilla para mi hijo
Años para llegar
y años en retirada
Lentamente me casé con ella
Lentamente me arrodillé
Y ahora estamos heridos
tan profundamente
que nadie puede hacernos daño
salvo la propia Muerte
Lentamente nos vamos casando, día tras día y sin que hayamos firmado nada, en el aburrimiento y la alegría, en los celos y en el celo, en la exaltación de los principios y en la escena del sofá, con ésa, con aquél con quien hemos sentido un mayor alivio para nuestra voracidad, para nuestra hambre y nuestra sed de siempre. ¿Cómo sucedió; cómo llegamos hasta aquí? Os encontrasteis una noche –quizás una de estas noches de verano, cuando aumenta la urgencia del deseo entre los vampiros que no dejan nunca de buscarse entre la bruma–; os vislumbrasteis, atónitos, en la penumbra de un bar que no prometía nada, o en una fiesta a la que ni siquiera tenías intención de ir, y te acercaste, entonces, con cualquier coartada cómplice, hasta tener muy cerca los ojos oscuros que te miran como bebiéndote la sangre lentamente. Mirándoos, ya, (Félix Grande) lo mismo que dos sobres que, despacio, / se van abriendo, se van abriendo, se van abriendo.
Esa aproximación primera de la cortesía es también –¿sobre todo?– un estado de embriaguez espejeante
Se van abriendo, por supuesto, para contarse la historia más prodigiosa de sí mismos: para entregar al otro la carta que cuente el cuento más audaz de cada uno. La versión más amable; o sea, la que creen más digna de ser amada. Y no es una farsa, no es un montaje vil para embaucar al otro y conseguir así rendirlo: es que esa aproximación primera de la cortesía es también –¿sobre todo?– un estado de embriaguez espejeante en que, puesto que nos volvemos a sentir los héroes de nuestra propia historia, proyectamos en el otro sin esfuerzo alguno la audacia que creíamos perdida, reflejada en sus ojos y devuelta a su vez, renacida, a nuestro espectro. Quiere decirse que nos inventamos, literalmente, a nosotros mismos, al enamorarnos; y por supuesto inventamos al otro, el nuevo ídolo para la vieja ceremonia.
El traje nuevo del emperador
¿Cómo sucedió, entonces; cómo llegamos hasta aquí?: a esta decepción de ahora, digo, a esta tristeza. A este lento olvido de lo que fuimos un día. Es ella, claro –la ella de la pantalla–, quien no acepta la rendición en que se ha convertido todo. “Algún día te llevaré a París”, recuerda que le dijo él, al conocerse. “Allí la gente está viva”. Vayamos a París, le dice ahora. Mandemos todo esto a la mierda; esta vida tan supuestamente realista que llevamos, y que es una mentira infecta que ni siquiera sabemos sostener ya [noto a algún compañero espectador removerse en el asiento]. “Toda nuestra existencia se basa en la gran premisa de que somos especiales”; pero no: han hecho lo mismo que el resto: renunciar a las aspiraciones supuestamente no realistas conforme han tenido años, hijos, responsabilidades, hasta acabar viviendo la misma ficción perfecta. (“¿Recuerdas la verdad, Frank?”, le dirá ella, más tarde, acelerando todo ya hacia el abismo; “solíamos vivir por ella. Todo el mundo sabe lo que es por mucho que vivan sin ella. Nadie la olvida; sólo aprenden a mentir mejor”.)
Aprendemos, sí, a mentir mejor: a mentirnos a nosotros mismos con talento apabullante, a creernos el traje nuevo del emperador, y a mentir al otro con mentiras piadosas, o piadosas mentiras que eviten el desastre. Es en verano también cuando vuelve la guerra fría a Revolutionary Road, tras un breve idilio en que todo parecía a favor del glorioso corte de mangas a la dictadura de lo Realista, al “vacío sin esperanza” que sólo los locos están en condiciones de reconocer. (Y ¿qué pensarán, qué estarán sintiendo, poco a poco, lentamente, las parejas que venían esta noche a una plácida sesión de cine de verano?). En verano todo parece conspirar con mayor violencia, tanto hacia la belleza como hacia el desastre.
Entonces comienzo a percibir una especie de sugestión inconsciente-colectiva en este patio [Dicaprio ya bebe solo en la casa vacía, vigilando desde la ventana a su mujer; aterrado, con los ojos devastados por el miedo y la ira y la desolación]: es difícil de definir pero viene a ser algo así como si manara un chorro de culpa desde la sábana blanca de la pantalla, o como si la pantalla desprendiese una atmósfera opresiva, de flores muertas, que fuera expandiéndose y creciendo como la misma madrugada a nuestro alrededor; algo, en fin, que atentase con escándalo callado, con silencio terrorista, sobre nuestro pasado y nuestro presente y nuestro futuro, sobre la conciencia de todos los que asistimos a la Semana Grande de la Crueldad en casa de los esplendorosos Wheeler, del matrimonio niño Wheeler.
Aquí abajo supura, en cada cabeza, cada una de las veces que nos hemos mentido, que hemos sido cobardes
La película les está sucediendo a ellos, pero se diría que aquí abajo supura, en cada cabeza, cada una de las veces que nos hemos mentido, que hemos sido cobardes, que no hemos escuchado a la vida, que fuimos mezquinos, que herimos, que nos hirieron, que alimentamos el rencor y la separación, creciéndonos por dentro como crecen en el insomnio todos los remordimientos de la Tierra. Y todas las veces, vergonzosas, que no desafiamos a la mentira ambiental de los muertos de miedo; a esa tribu de hienas que, puesto que no se atreven a ser felices, te querrán tan cobarde como ellos para que nadie les recuerde que la Verdad sigue acechando, testaruda, por muy bien que hayan aprendido a mentirse.
Hay una epidemia sorda en este cine al aire libre, el corazón cada vez más encogido en una tormenta de violencia y piedad y pena vieja, y remordimiento. La vieja culpa, como un ruido familiar de algo que se va a caer, que se está cayendo, que probablemente ya se ha roto contra el suelo en la habitación de al lado (¿cuál; dónde?) sin que tú pudieras hacer nada: algo que era tuyo y ya está roto, roto. (Voy a pedir perdón al primero que encuentre).
Se oye un rumor más atrás, hacia las últimas filas: una muchacha a la que apenas puedo adivinar desde aquí ha tenido una indisposición, un desmayo –no parece grave, al fin–, y tratan varios de reanimarla, de que respire mejor.
(Y ahora estamos heridos
tan profundamente
que nadie puede hacernos daño
salvo la propia Muerte)
Voy a pedir perdón, al salir, a la primera que encuentre.
¿Han ido ustedes solos al cine alguna vez? Seguramente no; seguro que muy pocos, o ninguno. Porque tiene su aquél: late ahí una suerte de pudor infantil, ¿verdad?, como de estar cometiendo una travesura vergonzante, impropia ya de adultos –qué risa–. Como un adulto montado solo, sin niños, en un carrusel; como...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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