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Cristiano Ronaldo posee todo él una lisura de cuero, una tirantez que nos tienta a catalogarlo como un individuo a punto de explotar, pero contemplándolo mejor se percibe que no se trata de furia contenida ni nada de eso, sino más bien de lo contrario, de un ejercicio de control implacable sobre sí mismo. O sea, que si tuviera que sufrir una debacle física, no estallaría: implosionaría. El futbolista no sale de casa ni del vestuario ni aparece ante la cámara sin, previamente, haberse envasado a sí mismo al vacío; es pura profilaxis.
Ronaldo es el triunfo de lo macho, sus seguidores más fanáticos se dejan exaltar por un fútbol que toca fibras que van más allá de lo estrictamente deportivo. Sus espasmos marciales en el campo, su excesiva vertebración corporal, sus mugidos de búfalo en la banda celebran la supremacía de lo viril, de lo muscular; el orgullo de prescindir, por ejemplo, de las palabras y de los códigos de la cortesía. Algunos, apasionados, al aplaudir al portugués, aplauden al derecho del hombre a pasear su narcisismo y a descararse. Un derecho que saben cavernario y que ya casi no se atreven a verbalizar.
Cristiano se lava el pelo con gomina, su peinado luce impecable en todos los segundos del partido, y cualquier foto que se le tome quedaría perfecta en el carnet de moto de un adolescente.
Ronaldo es el triunfo de lo macho, sus seguidores más fanáticos se dejan exaltar por un fútbol que toca fibras que van más allá de lo estrictamente deportivo
Las cejas, perfiladas con bisturí, le dan una apariencia de máscara que queda totalmente corroborada por la lisura de su piel. Su cuello es rígido, ancho, poco neumático y con una nuez que serviría para abrir botellas; en contraste con él, la cabeza se le queda pequeña, recuerda a un cráneo de doberman y, además, brilla como tal. Porque al luso todo le brilla, la hidratación de su piel es envidiable. La textura general del jugador es resbaladiza y podría compararse a una sepia, tostada al sol y abotargada de anabolizantes. De tanto destello facial, sus pendientes, a pesar de los quilates, pasan desapercibidos.
Es la perfecta emulsión del cani en personaje mediático de fama mundial. Se hace trasquilones de mohicano, y, cuando se ríe a carcajadas, los bíceps se le ponen cachondos y temblones. Su cara es pomulosa, de huesos fuertes; su ceño se adelanta y las quijadas parecen llenas.
Sólo sonríe a medias, quizás por culpa de la misma desconfianza que, en ruedas de prensa y entrevistas, lo llevan a arrastrar la lengua por los labios, una y otra vez, puliéndolos. Afronta las preguntas de los periodistas con una pizca de paranoia, rasca en ellas hasta encontrar un ataque encubierto que nadie más consigue ver. Entonces saca una mueca sobrada que más que repudiar trata de construirse una coraza, de fingir que se la bufa cualquier opinión.
Viste de la misma forma con la que compra coches, con una mezcla difícil entre elegancia, lujo y exaltación genital.
Los matices de su personalidad son difíciles de captar, sin embargo, pueden intuirse a partir de su relación con su propio tren inferior. Cuando juega, cuando corre o regatea, no hay duda de que sus piernas le pertenecen; en cambio, muchas veces, al caminar, las levanta trabajosamente, a disgusto, como si pesaran mucho, como si acabara de comprarlas y temiera estropear las articulaciones o no terminaran de convencerle.
En algunos aspectos, Cristiano Ronaldo no ha salido del todo de la adolescencia. Su parte infantil se percibe como algo evanescente que nunca ha terminado de abandonarle. Le confiere cierta ternura en unas ocasiones, como cuando habla con los niños, aunque en otras lo hace irritante. Lo púber se le nota, por ejemplo, en la falta de filtros al celebrar sus goles, como si cada uno fuera una venganza cumplida, o en cómo se queja de sus propios errores, obcecándose, llegando casi al pataleo. La pátina de gentileza que nos transforma en adultos, que amaina nuestras formas y nos hace más tolerantes y tolerables o, por lo menos, nos ayuda a fingirlo, no se le ha aplicado todavía a este dios del fútbol.
Cristiano Ronaldo posee todo él una lisura de cuero, una tirantez que nos tienta a catalogarlo como un individuo a punto de explotar, pero contemplándolo mejor se percibe que no se trata de furia contenida ni nada de eso, sino más bien de lo contrario, de un ejercicio de control implacable sobre sí...
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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