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Iñaki Urdangarin es como uno de esos cuadros que se pasan años en los sótanos de los museos: al principio parecía una buena idea y se gastaron millones en él, pero ha resultado más económico olvidarlo y dejarlo acumular polvo que intentar revenderlo.
Era un capricho que sirvió para escenificar el rollito olímpico que la Casa Real siempre había querido atribuirse. No obstante, y a pesar del destierro institucional que se le nota en las orejas alicaídas y en el descoyuntamiento de las cejas, su borbonismo es innegable. Urdangarin ha demostrado gran capacidad mimética. Tiene una nariz cebollona y emana sopor y pereza.
Cumple con la asepsia monárquica. La textura pánfila y algo vibrátil de su tez demuestran su predisposición a la sangre azul. La sangre real es, al final, una falta de sangre, un asomo de palidez con repuntes, a veces, de un rubor espirituoso (dios tenga en su retiro al rey emérito); esto es, que se trata de una neutralidad inverosímil que convierte a los miembros de la familia en símbolos vacíos e inocuos en los que caben a la perfección todas las bondades que la tele y el pueblo quieran atribuirle. Urdangarin sigue siendo fiel a la familia real: habla poco y se deja robar fotos en bermudas.
Si fuera actor, le sentaría bien un traje de las SS: sería uno de esos cargos sin intención asesina, un trepa sin ideología que merodea por las fiestas con un canapé en la mano que no se come y el cuello estirado, marcando pose como un galgo, a ver qué caza. Además, que lo suyo es que las familias reales sean un poco arias y tal, porque sabemos, por ejemplo, que los ojos claros no roban, que el delito va ligado a la morenez, y eso hace que si la realeza acaba sisando, el pueblo no se lo tome tan a mal, porque lo hacen por ociosidad y eso siempre da caché. Al menos, se mueven y no dedican el día a rascarse las junturas.
Tiene cuatro arrugas en la frente, marcadísimas, de tiro largo, parecen restos de haberse confiado durante años a unas artes de seducción muy meditadas. No requiere demasiado esfuerzo imaginárselo posando la mejilla sobre la palma de la mano, suspirando y levantando las cejas con mucha insistencia con el objetivo de que se le entreabra la boca, así, un poquito, para mostrar una vulnerabilidad estratégica.
Esa cara de cordero degollado vale lo mismo para cazar infantas que para cazar indultos, y así apareció en el juicio. Boca decayendo, encorvada por defecto: labio superior extinguido, y una barbilla que se repliega hacia arriba, haciendo brotar un mollete entre agradecido y apesadumbrado y dándole un aspecto de falta de solidez al labio de abajo, como si en el maxilar inferior no le quedaran demasiados dientes.
Aunque, ya se sabe, quienes pertenecen al mundo pijo tienen la boca floja y perezosa, como consecuencia, claro, de que sus deseos no encuentren muchos obstáculos en la realidad. Por eso, o sea, Urdangarin pronuncia las ‘eres’ como si fueran de mantequilla.
No hay que olvidar cómo esos pómulos, tan pujantes, le crean una sombra en la mejilla que se combina con las patillas y le consigue, en determinados tiros de cámara, una imagen de bandolero engominado que no se resigna a dejar de hacerse la manicura. Sin duda, hay que confiar en que lo rehabiliten y lo sienten de nuevo en las fotos dentro de unos años. No renunciarán a él, es un aristócrata perfecto.
Iñaki Urdangarin es como uno de esos cuadros que se pasan años en los sótanos de los museos: al principio parecía una buena idea y se gastaron millones en él, pero ha resultado más económico olvidarlo y dejarlo acumular polvo que intentar revenderlo.
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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