![<p>Cristóbal Montoro.</p>](/images/cache/800x540/nocrop/images%7Ccms-image-000004307.jpg)
Cristóbal Montoro.
Luis GrañenaEn CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Hay que reconocer que Cristobal Montoro, como monigote de gomaespuma, está muy logrado. Es un tío orgullosamente deshilachado. Su cabeza es un huevo que se ha puesto malo: nadie ha conseguido cascarlo y ha terminado por brotarle una pelusilla a la altura del cogote. En general, se trata de un político muy pájaro al que uno se imagina fácilmente liándose a picotazos incluso contra su propia bancada.
Tomado de frente parece un pato y suena como tal. Pronuncia las palabras al fondo de la garganta y, como le quedó un poco de parálisis labial (herencia de Aznar), sólo pueden salir por la nariz. Se produce un efecto ventrílocuo que le preocupa poco.
Tiene una sonrisa picuda, de uve, que le desmadeja la cara. Las comisuras le suben hasta casi envolverle la nariz. Es una de esas sonrisas que arrastran la piel del cuello hacia arriba. Da la impresión de que debajo del traje no tiene huesos, de que es todo plastilina o trapo.
A Montoro le da poco el sol, su pigmentación grisácea se debe a la cantidad de horas que pasa a la sombra, enclaustrado en su despacho. El curro de mercenario fiscal y de filtrador despistado exige mucha dedicación. Doce o catorce horas recortando cada día. Con razón luego duerme como un tronco. Mientras trabaja, no bebe agua embotellada, prefiere la del grifo, que siempre tiene un poquito de sabor a estanque, lo cual corrobora su parentesco aviar.
Al proceder de una familia muy humilde, se trata de un político de los que hace patria ideológica en la derecha porque sirve para arrojarlo a la cara de los rojos y decir que si un pobre sigue pobre es por vagancia. El ministro ascendió de perfil, porque si de frente parece un pato, de perfil tiene mucho de urraca: sólo hay que fijarse en el cabello levantisco que le forma una especie de crestilla en la nuca, sin duda, muy útil para el merodeo y el acecho.
Aunque no presume de ella, su historia personal de superación le aporta un fondo de orgullo con el que le gusta abofetear a los demás. Sus dientes recuerdan a los de un personaje de Ignacio Aldecoa, “escalonados, desconcertados, como las casas de suburbio”, nada que ver con la dentadura financiera de Luis De Guindos.
Detesta entretenerse. En las fotografías que le piden al avanzar por los pasillos del Congreso, ofrece una mueca sardónica que dice, claramente, “date prisita, anda, maja”. En el estrado se comporta, en ocasiones, como un gesticulador de palma abierta que contesta a las alusiones cortando el aire con la mano, despiezando las ideas de los otros como si fueran lomos de pescado, para comérselas mejor. Esa es su versión calmada, su impostura. Sin embargo, Montoro posee una naturaleza poco dispuesta al debate tranquilo, no sopesa las opiniones contrarias, al revés, echa la culpa por ellas como si fueran un crimen o escondieran algo oscuro y maquiavélico. Y pronto saca un carácter indignado y vacilón con un puntito dicharachero que tiene su gracia.
Se le ponen los hombros castizos y asiente con la cabeza a la vez que ahueca las alas y deja los antebrazos en suspensión. Cuando se ceba con Pedro Sánchez, por ejemplo, le sube una altanería de nalgas importante. Ahí vemos al ministro campando por la orilla de su charca. Como considera ridículo el debate, se permite un cacharreo verbal que lo acerca al pueblo por la vía del jesusgilismo. Sus orejas permanecen continuamente incorporadas, alerta, a ver qué pasa.
Se calienta, se calienta y, al final, compone la cara de desprecio más cómica de todo el arco parlamentario. Extraña mucho ver en el espacio público una expresión tan fuerte de repulsión. Muecas así suelen reservarse para momentos muy íntimos como las deposiciones del domingo por la tarde, que son siempre las más tercas. Si uno le quita la voz al televisor y se encuentra con ese gesto, se espera, por el bien de España, que estornude de una vez o que escupa o lo que sea para que las facciones regresen a su sitio. Entonces el pitido de su voz crece y se matiza al fondo con una ronquera que avisa de que se han traspasado todos los límites. Su textura de gomaespuma se acrecienta en esos duelos.
Irremediablemente, al final de cada intervención, esperamos que el ministro descabalgue, se caiga de lado, inmóvil, y que el ventrílocuo que lo maneja salga de su escondite para recibir el aplauso de todos (rojos, azules y morados), porque el humor es patrimonio común, incluso el humor malo. El país entero espera que Montoro sea la broma que parece.
Hay que reconocer que Cristobal Montoro, como monigote de gomaespuma, está muy logrado. Es un tío orgullosamente deshilachado. Su cabeza es un huevo que se ha puesto malo: nadie ha conseguido cascarlo y ha terminado por brotarle una pelusilla a la altura del cogote. En general, se trata de un político...
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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