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Cuando Andreu Buenafuente viste de traje, demuestra lo mucho que le gustan las bermudas. Lleva desde los noventa estirándose de la cinturilla del pantalón, hurgándose el bolsillo, tanteándose la camisa y jugando con la americana. No sabemos si está buscándose el paquete de tabaco, si se imagina la ropa más desmontada de lo que está o si le da miedo haberse presentado en pijama en el plató.
La compostura de Buenafuente es contradictoria. Trasluce hiperactividad, y al mismo tiempo sospechamos que está recién escapado de la pachorra. En él saltan, juegan, se cruzan energías extremas, ansiedad desganada, vagancia animada. Esa mezcla le procura unas hechuras de cachorro cincuentón.
Pavonea en los monólogos, como una burla a sí mismo, un pecho canallesco en retirada. Sus canas nos mueven a sospechar, aunque no sabemos bien de qué: se esparcen de forma demasiado uniforme y articulan una vejez, como diría la poeta, en forma de simulación. Tiene peinado de bebedor pericial y de hablador vigilante. Da la impresión de que conoce perfectamente las regiones de papilas de su lengua, y eso, al margen de ciertas aplicaciones de rollo sibarita, le permite paladear cada chiste en una parte distinta de la boca.
Trasluce hiperactividad, y al mismo tiempo sospechamos que está recién escapado de la pachorra
Es un señor de cara ladeada. Las facciones de su rostro tienden a juntarse en el margen derecho. La perilla, cuando usaba, potenciaba este cojeo facial y conspiraba, además, para darle un aspecto de productor de cine de serie B saliendo de su despacho, frotándose las manos con mala idea, desentendiéndose de los montones de papeles con manchas de café que deja atrás.
Se diría que su oficio es, ante todo, ser un tipo despistado que no puede evitar escabullirse ante cualquier sospecha de aburrimiento. Uno se lo imagina conversando con su perro o incluso merodeando por un zoo, sentado durante horas frente a la jaula de los loros, chistándoles, empecinándose, disfrutando, convencido de que no responden porque no quieren.
Uno se lo imagina conversando con su perro o incluso merodeando por un zoo, sentado durante horas frente a la jaula de los loros, chistándoles, empecinándose, disfrutando, convencido de que no responden porque no quieren
Sigue la moda de forma muy catalana, o sea, plegándose a la estética, pero manteniendo siempre una huella identitaria, por ejemplo, en el grosor de la montura de las gafas. Detrás de las lentes, maneja las cejas sin despreciar cierta tendencia a la seducción. Se trata de una inclinación al galanteo que, aunque de fuelle flojo, trata de disimular. Al igual, reprime continuamente el grosor radiofónico consustancial a su voz: prefiere no abusar, le aterroriza dejarse llevar y, de pronto, tal vez en una mañana de resaca, darse cuenta de que se ha convertido en Pepe Navarro.
Tiene el labio superior tropezado, escondido, con forma de silueta de gaviota en vuelo; es, en consecuencia, un labio superior pícaro y malintencionado. Mientras tanto, el belfo, más grueso, acolcha la acidez de sus sarcasmos y los hace parecer, de nuevo, un juego de niños. Sabe cómo sonar inofensivo, aunque esté poniendo a hervir el hígado de Bertín Osborne.
En muchas fotografías pone ojos de chiste, frente de chiste y brazos de chiste, pero mantiene la boca seria. Entonces parece un payaso triste embarcado en una revolución permanente.
A su cabeza no le conviene que el cuerpo adelgace. No obstante, con permiso de Berto, debemos señalar que se la ve más densa que grande. El cráneo forma parte de los rasgos que hacen de Andreu un personaje autoirónico: un fondo de turbación matiza sus ojillos sardónicos; sorprenden sus manos mansas y lisas, como de repostera anciana; incurre en garabateos verbales para menospreciarse, se hace el tonto. En lo gestual, trabaja un combo de chasquidos de lengua y absorbidas de aire combinadas con tragos de apuro y descuelgues de mandíbula y muecas de ingenuidad…Esto le permite distanciarse de los monologuistas muy serios que viven por encima de su humor, que lo desatan sin implicarse en él. Buenafuente vuelve a sus tonterías y se revuelca en ellas. Si nos fijamos, encontramos una risa que se consulta a sí misma: él también forma parte de su propio público.
Cuando Andreu Buenafuente viste de traje, demuestra lo mucho que le gustan las bermudas. Lleva desde los noventa estirándose de la cinturilla del pantalón, hurgándose el bolsillo, tanteándose la camisa y jugando con la americana. No sabemos si está buscándose el paquete de tabaco, si se imagina la ropa...
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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