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Penélope Cruz tiene un hombro hollywoodiense que consta, como cualquier hombro de la zona, de una caída redondeada y apacible, a veces algo picuda y marcada por el hueso. Es un hombro que se antepone a la cara ante los focos, un hombro ocultador que intenta generar misterio: induce en el espectador una certeza de lejanía, de estar ante una criatura inalcanzable, a la vez que ofrece una parcela breve de desnudez. Un hombro de la Academia que, sin embargo, ella no termina de tomarse en serio. Se diría que el hombro no se le ha subido a la cabeza.
Las alfombras rojas desprenden un virus o una bacteria que contagia a muchas actrices y les impone una serie de gestos iguales, de muecas erotizantes de manual. Ese bichillo nunca se hace con la Cruz. Al final, de una u otra forma, sus poses desembocan en una sonrisa franca, abierta, madrileña. A pesar de los aderezos y sofisticaciones que la fama le ha ido colocando, uno se la imagina comprando el pan o dudando si pedir cuarto de jamón cocido o medio kilo, o reparando una cisterna.
Le sienta mejor el movimiento que la parálisis. En sus fotografías, en la portada de Esquire, por ejemplo, hay algo inhumano, irreconocible. Pero de normal, en la televisión o en las películas, un cascabeleo como de charco levita sobre el triángulo que hacen sus ojos, su barbilla y su voz. Su barbilla es breve y tiene una parte blanda que, cuando habla, cuesta diferenciar si se trata de una hendidura natural o de un encogimiento de emoción. Sus ojos aquejan una ligera inflamación, un cabrilleo que la muestran como una persona recién regresada de la tristeza, y esto, a la vez, oxigena su risa y le da un significado de supervivencia que quizás provenga, más que de ella, de sus personajes.
Penélope Cruz lleva encima una gavilla de vivencias que no son suyas. No sabemos cuánto de Penélope es Penélope, ni si esa especie de hipersensibilidad que la recorre y que le hace parecer una lámina a punto de quebrarse pertenece realmente a ella o es consecuencia de vivir expuesta a dejarse vencer los papeles más dramáticos.
Sus labios son carnosos y, de tan sobrantes, inseguros y cambiantes. Por otra parte, sus cejas contrastan con esa apariencia general, por lo común, más vibrátil o débil: son prolongadas, incesantes, un poco gruesas, y le dan fortaleza y le alimentan el carácter. Son las cejas que le sirvieron a Magda para apretar los puños o a María Elena para rabiar. A esto, en realidad, también contribuyeron las aletas de su nariz, que tienden a despegar.
Varias cosas se conjugan para insuflarle un aire doméstico que no se le ha borrado, quizás, desde antes de Jamón, jamón. Se dice que a Bigas Luna le fascinaban sus andares, y es cierto que se le adivina un caminar práctico, nada ostentoso. A él se le suma un cuello prolongado que, del mismo modo que ocurre con los ciervos, da la sensación de que posee gran capacidad para la vigilancia y para detectar amenazas. De hecho, al interpretar papeles de madre, es rápida para asustarse, pero también para llenarse de coraje y hacer algo al respecto.
Cuando explica la vida de alguno de sus personajes, se oyen juegos de agua al fondo de su garganta. Su voz se salpica de una congoja infantil. Aunque Penélope ha ido ganando solidez, no terminamos de situarla en su edad. La ingenuidad y la ilusión no se le han esfumado todavía. A pesar de las arrugas incipientes de los párpados o de los pequeños surcos que le abanican las sienes (o quizás con más intensidad gracias a ellos), ella mantendrá con los años, como Geraldine Chaplin, una mirada erizada al borde de un colapso que nunca llega y que resulta imposible intuir si terminará en llanto o en alegría o si se quedará así.
Penélope Cruz tiene un hombro hollywoodiense que consta, como cualquier hombro de la zona, de una caída redondeada y apacible, a veces algo picuda y marcada por el hueso. Es un hombro que se antepone a la cara ante los focos, un hombro ocultador que intenta generar misterio: induce en el espectador una certeza de...
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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