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Li Po-François Villon-Edgar Allan Poe-Rubén Darío-Dylan Thomas fueron ilustres bebedores. Hubo otros afamados, y no menos ilustres escritores, adictos a la botella. Lo hacían unas veces para ir al encuentro del otro yo (el yo-me-amo-a-mí); otras veces por inseguridad, fruto de la soledad, tan buscada como temida. Para algunos, en los linderos de la bebida se hallan las mejores palabras para las ideas excepcionales. [Asegura el creador de Falstaff: “El alcohol provoca el deseo, pero frustra la ejecución”]. En lo conocido no existe la aventura del descubrir. El otro yo corre hacia lo desconocido. Desea ir al lugar donde otros llegaron: al extremo de una experiencia que pocos o ningún ser humano puede rebasar.

Se escribe a muchas leguas de la realidad, sin saber si lo hecho es o no útil, si el trabajo es bueno o malo. La lejanía hiere. El alcohol puede curar las heridas.

Llegó la hora de juzgar los escritos, ya como aciertos, ya como rechazos. Anda dando tumbos la euforia espirituosa tras los primeros elogios, y se pasa in mente a cuchillo a los exigentes detractores.

En cualquiera de los estados anímicos del escritor, las más bellas historias se ven situadas entre la imaginación y las nubes. Obligado a recorrer el territorio de la página en blanco del papel o de la mudez del ordenador, esa situación espacial desaparece. Se evapora. Era un espejismo. Otra vez se enfrentan la realidad y el deseo. [Falstaff: “La infinita sabiduría solo se halla en el alma de los muertos”].