Tribuna
Reflexiones sobre la primera década de Felipe y Carrillo
Octubre de 1982 raramente se describe como la historia de un fracaso. Y sin embargo lo es. Una detenida reflexión aconseja no repetir lo que hicieron el PSOE y el PCE en la Transición
Víctor Alonso Rocafort 5/10/2016
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Niccolò Machiavelli consideraba que los mimbres de la política no variaban en lo fundamental con el paso de las épocas. El ser humano era y sigue siendo el elemento por excelencia de la política. Para comprenderla hay que conocer a fondo la condición humana y las relaciones que entre unos y otros establecemos.
Este elemento humano principal hace que la contingencia —la Fortuna, como le gustaba decir a Machiavelli— domine los asuntos políticos. En estos la predicción es imposible, a diferencia de cuando estudiamos los fenómenos de la naturaleza. Pero al mismo tiempo las razones, el carácter y las pasiones humanas introducen un elemento de cierta constancia que hace de la historia un campo privilegiado para el estudio de lo político. Por eso, asistir a las traiciones y sectarias disputas que estos días hemos visto en el PSOE nos ha dejado cierta sensación de dejà vu.
Machiavelli,en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, recurre al estudio de este historiador sobre los primeros años de Roma —agrupados en décadas,o grupos de diez libros— porque, como escribe al inicio de esta obra, la reflexión en torno a lo que entonces sucedió le podía ayudar a comprender su propia época y a manejarse mejor en ella.
Asistir a las traiciones y sectarias disputas que estos días hemos visto en el PSOE nos ha dejado cierta sensación de dejà vu.
Volver la mirada atrás a los diez años que sucedieron a la muerte de Franco, aquellos primeros pasos que alumbraron un nuevo régimen y que denominamos Transición, viene a ser hoy materia obligada. Más aún para la izquierda, que entró en el período descorchando champán y se encontró en 1985 con un gobierno socialista que se desdecía para entrar en la OTAN y se implicaba de lleno en el crimen de Estado. Más todavía en estos días, cuando el PSOE certifica que sus costuras le impiden moverse un ápice del molde oligárquico de representación que adoptó en aquel entonces. Este régimen delineado por la Constitución de 1978 hoy hace aguas, veamos si del todo o tiene capacidad para recomponerse. De cómo actúe la izquierda, una vez más, el país se decantará por una u otra senda.
La falta de perspectivas económicas para la mayor parte de la ciudadanía, con unas tasas de paro galopantes, una precariedad normalizada y un modelo productivo agotado, han ido golpeando al sistema de partidos y al resto de instituciones centrales del régimen. De la Monarquía al Parlamento, pasando por la Justicia, la Sanidad, las garantías sociales, un Gobierno en funciones insumiso o el sistema educativo, toda institución que se precie pasa por su crisis.
Tras el impasse en los últimos meses otro coletazo en forma de crisis brutal del PSOE nos ha recordado de qué iba todo esto y lo que podemos lograr si hacemos las cosas medio bien.
Las responsabilidades políticas sobre las privatizaciones, las reformas laborales y la reforma del artículo 135 de la Constitución —entre otros hitos de la construcción neoliberal de las últimas décadas— recaen en el bipartidismo, ese modelo tan funcional a la oligarquía. Los unos, el Partido Popular, vienen orgullosos de la tradición reaccionaria antiliberal española, mientras los otros, el aún Partido Socialista, tras plantar las bases de un mínimo Estado del Bienestar abrazaron sin pudor el social-liberalismo poniendo únicamente a resguardo un mínimo de libertades civiles. Ambos coinciden así en haber sido los motores de un régimen caduco recorrido por la corrupción, el clientelismo y la endogamia en sus principales instituciones.
¿Pudo haber sido de otra manera? ¿Qué pudo suceder para que la “ruptura democrática” con el franquismo —concepto acuñado entonces para ese primer paso hacia el nuevo régimen político soñado, democrático y socialista— no fuera posible? ¿Qué errores se cometieron para que naufragase esta posibilidad?
Las responsabilidades políticas sobre las privatizaciones, las reformas laborales y la reforma del artículo 135 de la Constitución recaen en el bipartidismo, ese modelo tan funcional a la oligarquía
Hay un libro que desde su aparición hace apenas cuatro años se ha convertido en crucial para entender este período desde nuestras tribulaciones actuales: El PCE y el PSOE en (la) transición. La evolución ideológica de la izquierda durante el proceso de cambio político, de Juan Andrade. Me lo recomendó hace unos meses Ernesto Alba, responsable de Acción Política de Izquierda Unida, y ha sido citado por Pablo Iglesias en diversas ocasiones, lo que da una pista de cómo se está convirtiendo en una de esas obras de referencia para los nuevos tiempos.
La mirada hacia el pasado no funciona como una traslación automática a nuestros tiempos de aquello que funcionó, o como el rechazo con ojos cerrados de lo que no fraguó. Los contextos importan. Y sin embargo, en un panorama de crisis con posibilidad de ruptura, los inevitables parecidos invitan a una detenida reflexión que aconseja no repetir lo que hicieron entonces el PSOE y el PCE. Esto puede chocar al que solo piensa la política en clave electoral y no como acción transformadora de un orden injusto, pues octubre de 1982 raramente se describe como la historia de un fracaso. Y sin embargo lo es.
Antes del inicio de la agonía de Franco, cuenta Gregorio Morán en El precio de la Transición, la izquierda estaba entusiasmada. No había sin embargo un plan que afrontara la ruptura desde los todavía insuficientes apoyos sociales existentes. Para Andrade los conceptos con los que se entró en noviembre de 1975 eran ruptura democrática, transformación social, propiedad colectiva, democracia de base o autogestión. No habían pasado ni cinco años y ya se había renunciado oficialmente al marxismo en el PSOE y al leninismo en el PCE, mientras se erigía triunfante el gran concepto que resumiría oficialmente la época: consenso. Adalid del discurso de la tercera vía frente a las dos Españas, bajo él crecería otro que lo determinaría todo: economía social de mercado.
Sugería Iglesias recientemente que este fracaso de la izquierda entonces respondía a un miedo que hoy ya no está. Recordemos las cerca de 200 víctimas mortales a causa de la violencia estatal o paraestatal de motivación política en el periodo —a las que habría que sumar las del terrorismo de ETA y GRAPO—, amén de la amenaza golpista. Pero no fue solo eso. Si todo proyecto ideológico —siguiendo de nuevo a Andrade— precisa de una teoría política, unos principios éticos y una tradición cultural, durante aquellos años ambos partidos renunciaron a la mayor parte de todo ello para abandonarse al realismo político más descarnado. Se impuso el pragmatismo desaforado que convertiría las posiciones ideológicas en racionalizaciones ad hoc para justificar crudas luchas de poder, para situarse en la mera estrategia electoral. La lucha de los socialistas estos días se entiende mejor desde este molde.
Si todo proyecto ideológico precisa de una teoría política, unos principios éticos y una tradición cultural, durante aquellos años ambos partidos renunciaron a la mayor parte de todo ello para abandonarse al realismo político más descarnado
El radicalismo verbal de los primeros años del PSOE respondía precisamente a la estrategia de hacerse con la hegemonía de los distintos partidos socialistas entonces en pugna, así como a la necesidad de disputar con el PCE la hegemonía entre la juventud antifranquista. Sus resoluciones oficiales de 1976 hablan de adoptar un “método de transición al socialismo que combine la lucha parlamentaria con la movilización popular”, de implementar “órganos democráticos de poder de base”, de perseguir el “objetivo final de la sociedad sin clases”. Asimismo se declaraba: “Nuestro ideario nos lleva a rechazar cualquier camino de acomodación al capitalismo o a la simple reforma de este sistema”.
Resulta necesario comprobar sin embargo lo que latía debajo. El análisis ideológico del “grupo de los sevillanos” que hace Andrade resulta relevante: sin producción teórica relevante, proclamaban su marxismo como señuelo para la competición con otras fuerzas pues, enseguida, salía a flote “un antiobrerismo mal disimulado (…) frente al dinamismo de los nuevos sectores profesionales intermedios” y “el rechazo a cualquier práctica radical por considerarla ilusa y contraproducente”.
En cuanto los comunistas comienzan a despeñarse ellos solitos y se abre el hueco hacia la UCD, el golpe de volante discursivo es total. Las palabras comienzan a acompañar la acción moderada que había merecido la confianza de la Internacional Socialista poco antes de Suresnes, a inicios de 1974, decantándose por ellos frente a las opciones de Llopis o Tierno. Era revelador en esos primeros años cómo discursivamente defendían la ruptura a la vez que entraban a negociar la reforma, se declaraban autogestionarios mientras firmaban un programa socialdemócrata o declamaban loas a la democracia radical desde un partido cada vez más vertical y oligárquico.
La evolución del plantel de protagonistas en las escuelas de verano del PSOE que muestra Andrade es un reflejo de todo ello. El discurso tecnocrático de la modernización de España y la competitividad, de la mano del desde entonces omnipresente José María Maravall y otras figuras de referencia como Ludolfo Paramio, irá monopolizando el PSOE. Mientras, desde el culto a la personalidad de Felipe, el aparato dirigirá con mano de hierro el partido frente a cualquier crítica por la izquierda marchitando —reformas estatutarias mediante— el protagonismo de unas bases que irán abandonando paulatinamente las calles, convirtiéndose “en espectadores pasivos”.
Los medios, con PRISA a la cabeza, aplaudirán y secundarán las andanadas de Felipe y compañía contra los “irresponsables”, los “inmaduros” y los “radicales” izquierdistas del PSOE que se mostraban críticos con la dirección, a los que arrumbarán una vez más en los márgenes de la Historia. Editoriales de entonces en El País les acusaban de buscar “el poder como único botín”, lo que a día de hoy imagino que ya no nos sorprende.
Desde el culto a la personalidad de Felipe, el aparato dirigirá con mano de hierro el partido frente a cualquier crítica por la izquierda marchitando el protagonismo de unas bases que irán abandonando paulatinamente las calles, convirtiéndose “en espectadores pasivos”
El debate sobre el abandono del marxismo en 1979 fue la culminación de todo esto. En un lado del cuadrilátero, Joaquín Almunia, en el otro Francisco Bustelo. Mientras el primero intenta convencer a los socialistas de que abandonar el marxismo conduciría al PSOE hacia “un conjunto amplio, plural e interclasista que comprendía a la inmensa mayoría de la ciudadanía”, como recoge Andrade, por el otro lado Bustelo proclamaba literalmente: “Se trata de no echar agua al vino viejo. Hoy se cede en esto, mañana en aquello y a la vuelta de unos años nos encontramos con que aquello ya no es vino”.
Se estaba pergeñando el modelo que recorrerá la política, los medios, la universidad y otras instituciones en el nuevo régimen. Redes de poder endogámicas que aún hoy perduran y explican los relevos que todavía trenzan estos ámbitos. Relaciones financieras con la banca y las grandes empresas que anuncian la España del pelotazo y la defensa de la oligarquía patria heredera del franquismo. Proclamándote republicano mientras despliegas sin pudor la alfombra roja al rey Juan Carlos, primer “esquilmador” y “operador fraudulento” del Estado —como describe Morán—, “un ejemplo a seguir para todos los logreros” que vendrían a articular el modelo de corrupción patrio.
Para 1985, cuando el PSOE ya está defendiendo aquella OTAN que antes de ayer criticaba no solo como alianza militar, sino como defensora de un modelo civilizatorio político y económico dañino, un PCE sumido en la derrota electoral y la descomposición interna expulsaba a Carrillo.
El partido por excelencia del antifranquismo, aquel cuya organización permeaba los movimientos sociales y vecinales, los colegios profesionales, los sindicatos, la universidad y la cultura, la organización que puso en marcha la Alianza de las Fuerzas de Trabajo y de la Cultura, aquella que apelaba a la unidad en pos del proyecto de ruptura democrática, fue caminando hacia el reformismo, el pragmatismo, las luchas cainitas y finalmente la irrelevancia.
Andrade considera que la fusión en la Platajunta rebajó el programa inicial de ruptura del PCE, abriéndose al programa de negociación del resto de la oposición. Lo que se certificaría tras la aprobación de la Ley de Reforma Política en 1976. El limitado alcance de la huelga promovida unos días antes de su aprobación, y el respaldo que Suárez logró en el referéndum, dejaron la conclusión entre las comunistas de que no había apoyo social para la ruptura.
Paulatinamente, tras la legalización, vendrían las cesiones. La monarquía y sus símbolos, la Constitución de 1978, la contención de la movilización social, los Pactos de la Moncloa y el duro ajuste económico que suponía. Ideológicamente la justificación vino de la mano del eurocomunismo que en aquel entonces ejercía su influencia central en Francia, Italia y España. Pensado como un modo de alejarse de la antidemocrática esfera soviética, como una forma también de responder al hostigamiento mediático anticomunista —con especial protagonismo de El País—, su plasmación por el PCE consistió en aceptar lo que hoy conocemos como Régimen del 78 bajo la hipótesis de que este sería un estadio de transición hacia el socialismo que había que aprovechar.
Ideológicamente la justificación vino de la mano del eurocomunismo que en aquel entonces ejercía su influencia central en Francia, Italia y España
Hoy esta hipótesis se ha demostrado errónea, pero ya entonces levantó gran polvareda entre las comunistas. En su ADN estaba la precaución frente a los proyectos reformistas y su integración en aquello contra lo que inicialmente luchaban. Y sin embargo no pudieron frenarlo. Para Andrade la dirección del PCE, con Carrillo a la cabeza, llevó a cabo la sublimación de su renuncia a la transformación económica y política mediante una supuesta estrategia hacia el socialismo que, en la práctica, implicaba cesiones y pragmatismo a cada paso. Para este autor el eurocomunismo fue un cooperador necesario en la salida antisocial de aquella crisis.
El punto de inflexión de todo ello recayó en el abandono del leninismo en 1978, lo que vino acompañado del desmantelamiento de la potente organización sectorial del partido para abrazar una territorialización, en clave ahora ya sí institucional-electoral, que trocó sin éxito los centros de estudio, cultura y trabajo por las sedes del partido.
Manuel Sacristán, Paco Fernández Buey, Antoni Domènech o Vázquez Montalbán serían algunos de los críticos de aquel proceso. Rechazarían la conversión del intelectual comunista en tecnócrata pragmático que, obsesionado por la táctica, pierde de vista los fines. Renegarían de la falta de libertad, tiempo y autonomía necesaria para insuflar de altura la estrategia de largo alcance que en aquellos momentos se requería. Los instrumentos editoriales con que se contaban —prosigue Andrade en su análisis— eran utilizados como mera herramienta de difusión de la línea de la dirección, sin la autonomía propia de un espacio de profundización e innovación teórica. Fue en cualquier caso entre los intelectuales comunistas donde mayor rechazo se dio al abandono del leninismo, lo que produjo una ola obrerista antiintelectual de calado desde el carrillismo.
Críticos como Sacristán lamentarán también la pérdida del pulso ético en la política desarrollada por la dirección. El abismo cada vez más grande entre el hacer y el decir estaba haciendo mella en la pérdida de apoyos sociales. La falta de democracia interna ayudaría a este proceso. Finalmente las crisis internas que estallarían en el PSUC y el EPK extenderían por todo el partido una sucesión de peleas de poder poco edificantes a la vista de todos. Enseguida se demostraría que en España los electorados huyen como de la peste de los partidos fragmentados.
Moderación ideológica, cesiones, falta de democracia interna y reducción del compromiso militante. Utilización de las banderas ideológicas para posicionarse en crudas luchas de poder, tacticismo electoral, realismo y pragmatismo desaforado. Culto al líder, renuncia a la ruptura democrática y división interna. Abandono de la movilización en la calle para acomodarse a los espacios institucionales, aquejados aún de importantes legados autoritarios.
En definitiva, diversas lecciones comunes nos deben ayudar a reflexionar. Estamos en otro escenario y precisamos de creatividad, de imaginación política radical para construir. Pero también hemos de mirar atrás para incorporar lo aprendido. Como seguramente nos sugeriría Machiavelli haremos frente a lo incierto de la Fortuna con mejores perspectivas si, en un momento en el que vuelve a asomarse la posibilidad de ruptura democrática, reflexionamos sobre lo que nos hizo perder hace cuarenta años y actuamos en consecuencia.
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Autor >
Víctor Alonso Rocafort
Profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid. Entre sus publicaciones destaca el libro Retórica, democracia y crisis. Un estudio de teoría política (CEPC, Madrid, 2010).
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