Testimonio
Mi historia, la de un refugiado con final feliz
Kawa Alhaj París , 5/10/2016
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Soy un refugiado sirio residente en Francia. Uno de los pocos afortunados a los que Europa ha dado una verdadera oportunidad. Aterricé en París el 22 de febrero de 2014. Pude viajar en avión desde Beirut, porque tanto la embajada francesa, como la australiana y la noruega me ofrecieron asilo. Desde que llegué, me he dedicado a aprender francés como un loco hasta obtener el certificado de nivel B2. Ahora soy estudiante de un máster en Ciencia Política en la Sorbona, gracias a una beca. Mi historia parece especial, pero por desgracia se parece a la de muchos otros que, sin embargo, no han tenido la misma suerte.
Nací en Qamishli, una ciudad del nordeste de Siria, en 1986. Mis padres son kurdos, pero puedo decir que en mi sangre llevo una mezcla de diferentes etnias y religiones. Una de mis abuelas era de origen nómada y la otra árabe, tengo antepasados armenios e iraquíes. Parte de mi familia es musulmana, otra, yazidí.
Las tensiones políticas de mi comunidad con el gobierno sirio hicieron que, en 2002, recién cumplidos los dieciséis, me afiliase al Partido de la Unión Democrática, el partido político nacionalista kurdo de Siria. Mi único papel en él fue dar clases de kurdo a niños en mi ciudad, una actividad inocente pero muy sensible, que debía mantener en secreto. Impartía las lecciones semanalmente en las casas de diferentes familias. A pesar de las precauciones, tan solo seis meses después de comenzar, recibí la primera llamada de atención: las fuerzas de seguridad del Estado fueron a buscarme a casa de mis padres. Por suerte, yo no me encontraba allí y me libré de una detención. Para mantener un perfil político bajo, decidí mudarme a Damasco a trabajar.
Dos años después, en marzo de 2004, durante una de mis visitas a mi familia en Qamishli, participé en varias manifestaciones masivas contra la represión de las autoridades gubernamentales. El tercer día de estas protestas, el gobierno envió al temido cuarto regimiento de la Armada a detener de forma arbitraria a todos los hombres jóvenes de la ciudad. Yo estaba entre ellos. Me encerraron en la prisión de la ciudad de Hassakeh durante dos meses. Me propinaron palizas durante el interrogatorio y me torturaron en la cárcel. Estuve semanas desnudo junto a un centenar de personas en una celda muy pequeña. Solían inundar el suelo de agua y aplicar corriente eléctrica sobre ésta. Tras dos meses, el presidente Al Assad dictó una amnistía general y nos dejaron ir.
Entre 2004 y 2008 estudié un grado en Literatura Inglesa en la Universidad de Damasco. A pesar del riesgo, cuando me lo pidió un colega de la facultad, reanudé las clases de kurdo. Enseñaba a algunos niños de los barrios kurdos de la capital. También comencé a dar clases de árabe a extranjeros.
En 2009, cuando ya estudiaba un máster en Literatura Inglesa, un miembro de la policía secreta me detuvo y llevó a la oficina de Seguridad Política, cerca de la plaza Miyasan. Me pegaron y acusaron de proveer de información a extranjeros poniendo en peligro la seguridad nacional. Durante los siguientes meses, los mismos agentes me arrestaron en numerosas ocasiones a modo de amenaza. Al final, dejé de dar clases, me centré solo en los estudios y me gradué en 2010.
En Grecia entendí que los gobiernos europeos están tratando de desalentar a quienes vienen a buscar refugio
En marzo de 2011, cuando comenzaron las manifestaciones contra el gobierno, participé en una serie de protestas en mi ciudad natal, todos los viernes, durante varias semanas, hasta que la policía militar fue a buscarme a casa para obligarme a alistarme en el servicio militar. Yo no podía aceptar conociendo el papel que estaba jugando el ejército en la represión de la revuelta. Por eso, en julio de 2011, decidí huir al Líbano. Lo logré con la ayuda de un amigo británico que consiguió los contactos necesarios para poder pagar a un guardia y que no me registraran en la frontera.
En Beirut me alojé en casa de un amigo estadounidense y traté de encontrar trabajo. Una misión imposible siendo ilegal. No me sentía seguro, pero finalmente me uní a la sección libanesa de la Unión de Estudiantes Libres de Siria. Enseguida me convertí en el presidente. Éramos una veintena de activistas apoyando la revuelta contra el gobierno de Damasco como podíamos: ayudabamos a refugiados procedentes de nuestro país, dábamos clases y participábamos en manifestaciones que se organizaban contra el gobierno de Assad. Durante esos años también ayudé a corresponsales de medios internacionales a acceder a las áreas de la oposición, poniéndolos en contacto con mis compañeros de la Unión de Estudiantes y con otros activistas dentro de Siria.
En 2013 me detuvieron tres veces en las calles de Beirut. En febrero, en marzo y por última vez en abril, cuando miembros de las fuerzas de seguridad libanesas me cubrieron la cabeza y metieron en un todoterreno para llevarme a un lugar desconocido. Permanecí en aislamiento durante lo que creo que fue una semana. En mi móvil encontraron contactos de activistas y de miembros del Ejército Libre de Siria. Los tenía por mi trabajo de apoyo a los periodistas internacionales. Fui acusado de usar un sello falso al entrar en Líbano y de ser miembro de la oposición siria. Me trasladaron a la cárcel de Roumieh, donde estuve prisionero cinco meses y medio.
Roumieh es la cárcel más conocida y temida de Líbano. Retiene a alrededor de 5.500 prisioneros, incluyendo a algunos de los considerados más peligrosos del país: exespías israelíes y salafistas relacionados con la insurrección contra el Estado libanés. Roumieh no cumple con los estándares mínimos de la ONU. Existen numerosas acusaciones de corrupción y los guardias y doctores han sido acusados de traficar con drogas en el interior del penal.
Durante el interrogatorio me hicieron sentir que era un criminal. Pensé que estaría en Roumieh años. Intenté usar todas las conexiones que tenía, a través de diferentes partidos y políticos de Líbano, mediante activistas con poderosos contactos y abogados, pero no funcionaba nada. Finalmente, a través de un amigo que hice en prisión, conocí a un cura anglicano que, aún hoy no sé cómo, logró que me dejaran salir de la cárcel a cambio de pagar mil dólares, cantidad que entonces podía cambiarse por un millón de libras libanesas.
El 20 de septiembre de 2013 fui puesto en libertad. Salí, aunque con una orden de deportación pendiendo sobre mí y mi pasaporte confiscado por las autoridades. Estaba literalmente atrapado. Además, la experiencia de la tortura fue extremadamente traumática. Aún hoy, tengo importantes dificultades a la hora de recordar aspectos específicos de mi tiempo en prisión. Los meses siguientes compaginé las visitas al psicólogo con el trabajo en varias embajadas de Beirut. En ellas di clases de árabe a los trabajadores y en ocasiones lecciones de kurdo a periodistas. Vivía con muchísimo miedo. Fue mediante estas instituciones como conseguí acelerar mi petición de asilo político y me salvé de… a saber de qué.
Desde que vivo en Francia he recibido el apoyo de muchas personas. Además de estudiar, voy a dar clases de árabe en varias escuelas de París. Mi familia está lejos, pero en relativa seguridad, refugiada en Iraq. Gracias al pasaporte francés para refugiados, en marzo de este año pude volver a ver a mis padres y hermanos seis años después de la última vez. Mis nuevos papeles me permiten visitar todos los países del mundo excepto Siria, pero aún estoy tenso en los controles de seguridad de los aeropuertos.
En junio de este año, cuando planeaba cómo pasar mi segundo verano en Francia, decidí que volaría a Grecia. Me lo pensé mucho, porque no sabía si estaría preparado para ver de cerca el sufrimiento que me transmiten mis padres, hermanos y amigos cuando nos llamamos, y las noticias que me llegan cada día sobre la guerra. Pero también sentía la necesidad de hacer algo, y para ello necesitaba conocer la situación de los míos, los que huían de la guerra y ahora estaban en un campo de refugiados aquí cerca, en la misma Europa que yo estoy conociendo de una manera tan diferente.
Fue mucho peor de lo que esperaba. Fue extremadamente duro psicológicamente ver con mis propios ojos las calamitosas condiciones en las que la misma Europa que tanto me ayuda a mí deja que otras personas malvivan. Fue también particularmente difícil percibir cómo esas personas veían una esperanza en mí y en mi historia; y sentir la impotencia de no poder corresponderles, de no tener el poder para hacer casi nada por ellos.
Trabajé de voluntario durante cinco semanas, en junio y julio, y he vuelto diez días en septiembre, antes de que el comienzo de curso me obligara a volver a París. Aunque aún tengo problemas de memoria desde que salí de la cárcel en Líbano, recuerdo perfectamente el primer día que accedí a ese campo de refugiados al norte de Salónica. Tras conocer el centro comunitario que habían construido voluntarios independientes de todo el mundo, me di un paseo entre las tiendas. Un hombre joven me invitó a tomar té en su tienda, con su familia. Eran de Qamishli. Unos días más tarde, me presentaron a un vecino, que también venía de nuestra ciudad natal. Tras cinco minutos de conversación, averiguamos que éramos primos. Habíamos perdido el contacto cuando éramos adolescentes. Nos reímos y abrazamos, aunque la situación era profundamente triste. Esa noche fue la primera de muchas en las que me costó dormirme.
Fue duro psicológicamente ver las calamitosas condiciones en las que la misma Europa que me ayuda a mí deja que otras personas malvivan
Yo ya había estado en campos de refugiados en Líbano, como traductor, acompañando a periodistas, pero por mi situación personal y mis propias dificultades en aquel momento, no había sido capaz de acercarme más y de escuchar de verdad las historias de quienes vivían en ellos. En Grecia fue diferente. Quería ayudar y entender.
Entendí que los gobiernos europeos están tratando de desalentar a quienes vienen a buscar refugio. La única explicación que encuentro a las deplorables condiciones que observé en Grecia es que quieren hacer que los propios refugiados desaconsejen a sus seres queridos el viaje, que les digan que no hay manera de estar a salvo, en condiciones dignas, en Europa.
Incluso en Iraq, me pareció que los campos están mejor equipados. Allí al menos se les asegura verdaderamente el derecho a la educación y muchos pueden trabajar. Por lo que he podido ver, en Grecia no es así. Mi papel en Nea Kavala, donde conviven kurdos, sirios e iraquíes, fue, sobre todo, actuar como traductor y, a veces, incluso, como mediador para evitar malentendidos. Esto lo hacía tanto entre los refugiados como entre estos y el médico o los trabajadores de ACNUR, la institución que gestiona el campo. Yo tenía otra imagen de Occidente.
Lo único positivo que escuché sobre el campo fue el agradecimiento de los habitantes a los voluntarios independientes de las grandes organizaciones. Me decían que el hecho de que alguien se preocupara por sus hijos, que mostrase interés y jugara con ellos, era el único acto de verdadera generosidad y apoyo humano que habían sentido en mucho tiempo.
Me volví de Grecia con un recuerdo, el de las clases de inglés que di por las tardes a grupos de hombres y mujeres. Vi en ellos unas ganas inmensas de mejorar. Recuerdo tener a las mujeres frente a mí con sus hijos pequeños en brazos, concentradas, riendo y soñando con el futuro que les espera. Y por supuesto, recuerdo charlar con todos ellos, escuchar sus historias, que me recordaban una y otra vez la mía.
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