En Grecia sólo queda (des)esperar
Más de 50.000 refugiados se encuentran atrapados en campos militares, en condiciones denunciadas por Acnur, tras el cierre de las fronteras con los Balcanes y el acuerdo entre la UE-Turquía
Laura Alzola Kirschgens Polikastro (Grecia) , 28/05/2016
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Les lloran los ojos. La cebolla picada hierve en el cazo sobre el camping gas. Están sentadas en el suelo y la mayor de las hermanas cuenta entre carcajada y carcajada que se ha enamorado de un voluntario español. Lleva la melena negra suelta hasta la cintura. Poco después se lo cubrirá, no sin antes preguntar si está más guapa con o sin hijab y explicar que ella es libre de llevarlo. Sophía, una voluntaria de Nueva Zelanda, apoya la espalda en la cama donde dormirán las tres: dos hermanas y la madre. La otra hermana, viuda, está refugiada en Turquía y ha tenido dos bebés. El hermano vive en Alemania. El padre en Siria, enfermo del corazón e incapaz de huir de la guerra. Asma pone agua a hervir y cuenta que estudió un año en la universidad. Derecho. Las bombas le impidieron seguir. Este abril cumplió 23 años. Ahora prepara café sirio en la tienda número 118 de un campamento de refugiados al norte de Atenas. Es una de las alrededor de 54.000 personas que, según Acnur, han quedado atrapadas en Grecia en su búsqueda de asilo en Europa.
Ritsona es una antigua base militar abandonada a la que el gobierno griego trasladó a 600 de las personas que habían llegado desde las islas al puerto del Pireo. El ejército plantó 12 filas de un modelo antiguo de tienda al lado de unos almacenes y comenzó a traer contenedores de agua y comida dos veces al día. Hoy, doce semanas después, sigue habiendo solo baños químicos, es decir, sin agua corriente. El catering es tan precario e inadecuado que las familias se ven obligadas a hacer fuego para cocinar. Las ONGs les dan los ingredientes y cuando se les acaba la leña, queman plástico o telas, provocando enfermedades respiratorias, especialmente entre los ancianos y los niños.
Los tres hijos de Abd tenían asma leve. Desde que viven en Ritsona se ahogan cada noche. Su sobrino recién nacido, el bebé de su hermano, tuvo que volver a ser ingresado por sus dificultades para respirar el aire del campo. Abd trabajó de obrero durante un año en una empresa libanesa. Cuando estalló la guerra en Siria, tuvo que volver para sacar a su familia del país. Abandonaron una casa en Aleppo y otra en un pueblo cercano. Creen que ya no existen. No lo saben porque llevan 5 años desplazándose. Su hijo mayor no ha podido ir al colegio nunca. "Mi niño tiene ocho años y no sabe ni escribir su nombre. No creíamos que Europa nos fuera a dejar solos en esto. No lo merecemos. Si hubiéramos sabido que lo que decían de vosotros era mentira, no hubiéramos venido". Abd se disculpa de inmediato por la dureza de su palabras pero aguanta la mirada, profundamente azul, y cansada. Intenta comprender desde hace tres meses qué hace en Grecia, a sus treinta años, lleno de polvo y con quince kilos menos que en su foto de perfil de Facebook, hecha en 2011. Ya no deja que le hagan retratos.
Mi niño tiene ocho años y no sabe ni escribir su nombre. No creíamos que Europa nos fuera a dejar solos en esto. No lo merecemos
Mohammed posa ante la cámara con semblante serio. Tiene catorce años. Juega al ping pong mientras menciona que sus dos mejores amigos y sus cinco primos fueron decapitados por el ISIS. Él se libró y decidió huir con su madre, su hermano pequeño y su hermano mayor Achmed, que tuvo que dejar a medias la carrera de filosofía y observa la escena en silencio sentado en una piedra. El padre de ambos, periodista, les espera en Hannover (Alemania).
A Abdur y a Bashar no les espera nadie. Ni en Europa ni en Siria. “La única mujer a la que he querido y querré ya no está por culpa de la guerra. Vivo solo por él”, dice Abdur mientras observa a su hijo de 10 años jugar al fútbol. Duermen en una tienda de campaña azul de dos plazas anclada a unos metros de la carretera que lleva al Hotel Hara, cerca de Idomeni. Serán los siguientes en ser evacuados a campos oficiales del gobierno griego, donde el ejército del país les debería proveer de lo que necesitan para vivir mientras esperan a que la burocracia les deje solicitar asilo en Grecia o acogerse al programa de relocalización de la Unión Europea. La realidad es muy diferente.
Los campos oficiales del gobierno griego no cumplen con los mínimos sanitarios, higiénicos, alimentarios. Tampoco protegen a la infancia ni dan opción a educación. En el de Ritsona, abierto hace tres meses, el ejército aún tiene que traer dos veces al día tanques de agua. La reparte a las cabinas de ducha de plástico plantadas al borde del campo de fútbol de asfalto.
En el de Nea Kavala tienen agua corriente pero, a pesar de que viven allí 4.200 personas desde hace tres meses, la pequeña carpa que hará de colegio improvisado no abrirá hasta la próxima semana. Abdulah Sabsoub, un chaval de 16 años que habla un inglés extraordinario, será el profesor del nivel superior. Lleva tres meses dando clases a sus amigos por las noches. Quiere ser traductor y pide libros de alemán y francés a quienes le visitan en el campo. Mayoritariamente periodistas, porque aunque los refugiados pueden salir y entrar con toda libertad, a Nea Kavala no pueden acceder personas ajenas al recinto. “He hecho amigos de toda Europa. A veces me duele que ellos puedan viajar como quieran y yo esté detenido aquí, sin poder irles a visitar, por lo menos”, explica Abdulah.
Las 8.000 personas que quedaron atrapadas en Idomeni habían sido advertidas durante más de un mes de que serían desalojadas a finales de mayo. Muchos aceptaban que tendrían que irse, pero se negaban a tomar el bus voluntariamente porque lo que escuchaban de los campos oficiales no era bueno. Y porque mudarse a ellos significa perpetuar un paréntesis en el que ellos nunca creyeron que se verían. Obligados a subir por la policía antidisturbios, lo que muchos se han encontrado al bajar de los autobuses es aún peor de lo esperado.
El propio gobierno griego se dio el plazo del 31 de mayo para vaciar Idomeni, pero abrió los campos hace menos de una semana. Los refugiados han sido llevados a seis campos nuevos, la mayoría en los suburbios de Tesalónica, así como a algunos campos que ya existían. Muchos consisten en tiendas del ejército situadas dentro de antiguas naves industriales abandonadas que no parecen ni haber sido limpiadas. Algunos no tienen agua potable, ni baños suficientes. La mayoría no tiene asistencia médica. No proveen cuidado o alimentación especial para niños. Tampoco necesidades básicas como pañales para los bebés o compresas para las mujeres. No hay traductores. Sólo soldados. En muchos aún no hay ONGs. En algunos ni siquiera está presente ACNUR porque han sido desarrollados en secreto por el gobierno y no tienen la aprobación de la Agencia. “Las personas han sido trasladadas a casas y naves abandonadas en las que las tiendas han sido situadas demasiado cerca una de la otra. La circulación del aire es mala. Y la comida, el agua, las duchas, los baños y la electricidad son insuficientes”, afirmó en rueda de prensa Melissa Fleming, portavoz de ACNUR. "Las malas condiciones en estos sitios están agravando el ya alto nivel de angustia de las familias de refugiados, alimentando las tensiones dentro de las poblaciones de refugiados y complicando los esfuerzos para proporcionar asistencia y protección".
En algunos, como el de Sindos, el ejército barre los cristales y la suciedad del suelo de cemento de las naves abandonadas después de la llegada de los refugiados. Estos están horrorizados. Los voluntarios que les apoyaron en Idomeni reciben llamadas y mensajes desesperados. Piden que les saquen de allí.
La única razón por la que no se van por su propio pie a los bosques es que alguien les ha informado de que, después de que el método inicial a través de skype fallara estrepitosamente, el gobierno pretende iniciar un nuevo proceso de preregistro cara a cara, con empleados del ministerio acudiendo a cada campo. Solo a los oficiales. En teoría, una vez registrados, los refugiados podrán solicitar asilo en Grecia o acogerse al programa de relocalización a nivel europeo. Nadie sabe predecir el tiempo que tendrán que esperar hasta que la burocracia griega avance.
Sólo cinco personas de cada ONG y dos grupos de voluntarios tuvieron acceso a Idomeni durante la evacuación. Incluído el personal sanitario. A Médicos Sin Fronteras se le prohibió acceder a los baños para limpiarlos. El agua fue cortada durante varias horas. La distribución de alimentos drásticamente limitada. No se repartieron alimento para bebés. Todos los periodistas fueron expulsados.
La enorme presencia de policía antidisturbios dio sus frutos. Las excavadoras arrancaron las tiendas cuando estaban vacías convirtiendo el campo en una escombrera
Ahora Idomeni está vacío. No hubo mayor resistencia ni violencia. La enorme presencia de policía antidisturbios dio sus frutos. Las excavadoras arrancaron las tiendas cuando estaban vacías convirtiendo el campo en una escombrera. Pero no todos subieron a los autobuses. Muchas personas intentan ahora llegar a las ciudades grandes, donde poder pasar desapercibidos, o tratan de cruzar la frontera con Macedonia una y otra vez mientras viven en los asentamientos que quedan cerca de Idomeni: el Hotel Hara, la gasolinera BP o la gasolinera EKO.
La policía anunció que todo aquel que fuera atrapado en FYROM (Macedonia) y arrestado en Grecia perdería su opción a pedir asilo. A pesar del riesgo, lo intentan cada noche a centenares. Es fácil encontrar un traficante merodeando entre las tiendas. Esta semana, el precio por persona es de 800 euros, con un 50% de descuento para los bebés. "¿Ves a ese de la camiseta roja? Traficante. ¿Y al que fuma en ese escalón? Traficante también. "Mohammed lo ha intentado cinco veces por su cuenta a sus veintidós años. Y seguirá haciéndolo cada noche mientras espera en el asentamiento de Hara a que la policía decida evacuarlos a los campos militares. Por las mañanas juega con los niños en la escuela montada con el sudor de los voluntarios. La misma en la que Ashad colorea ovejas y renos.
Tiene 5 años, nació en Siria y cuando ríe, con las cosquillas, se le resbalan las gafas a la punta de la nariz. Ha decidido que el reno va a ser rojo, verde y morado. La oveja, azul. Chapurrea inglés y vive desde hace tres meses en una tienda de campaña al lado de la carretera. En los nuevos campos no habrá ni lugar, ni material, ni profesores para que pueda ser niño por unas horas al día.
Les lloran los ojos. La cebolla picada hierve en el cazo sobre el camping gas. Están sentadas en el suelo y la mayor de las hermanas cuenta entre carcajada y carcajada que se ha enamorado de un voluntario español. Lleva la melena negra suelta hasta la cintura. Poco después se lo cubrirá, no sin...
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Laura Alzola Kirschgens
Reportera e investigadora. Migración, educación, discurso y cambio social. Múnich, Hamburgo y ahora, Barcelona. Periodista. Máster en Inmigración por la Pompeu Fabra. Extranjera, como lo son todos en algún lugar
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