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Roberto Calasso sostiene que la mejor cualidad de la cultura italiana se contiene en una palabra cuyo significado es intraducible a otras lenguas y cada día más remoto para los propios italianos, la sprezzatura. Un término ambiguo que integra varias ideas, algo de distancia, un tercio de gran estilo, una pizca de desdén y esa seguridad, esa desenvoltura de quienes se muestran ante los demás disimulando su arte, dando la impresión de que actúan sin esfuerzo, sin pensar en ello. Radicalmente opuesta a la afectación, la actitud sprezzante es un cóctel que se manifiesta a través de un aire sutil, leve, que Vasari describía como “negligencia intencional”, y cuyo sabor, a pesar del número de matices, sorprende por la naturalidad, quizás por incluir el ingrediente más seductor, estar tocado por la gracia. Lo había anunciado Baldassare Castiglione: “Se puede decir que es verdadero arte el que no parece arte; en ninguna otra cosa se ha de poner tanta atención como en esconderlo”.
La sprezzatura alla italiana ha debido preservarse en el refugio de la indumentaria
Hoy queda muy poco de esa receta, el mismo Calasso ha dedicado un libro a mostrar a Tiepolo como el último soplo de felicidad en Europa, mientras que Italia, la gran exportadora de arte durante mil años, sigue asistiendo aturdida a su propia decadencia encargando a un arquitecto inglés la obra emblemática de Florencia y a un norteamericano la única intervención en el centro histórico de Roma de los últimos 90 años. Sin el liderazgo en las artes tradicionales, la sprezzatura alla italiana ha debido preservarse en el refugio de la indumentaria, en la moda, en particular, la moda masculina, representando el arte de aparentar que no es preciso hacer cosas demasiado complicadas para lucir con gusto impecable. Y claro, también en cierto cine, como ejemplifica la mirada cínica y sabia de Michael Caine y Harvey Keitel en La Giovinezza.
De modo que cuando me encontré inmerso en un paisaje con hotel que podía haber sustituido al que eligió Sorrentino, asistiendo a la concesión de un premio literario a un editor florentino cuyo sueño son los libros únicos, los que en su máxima expresión no dejan huella, los que han corrido el riesgo de no llegar a ser nunca tales, no pude menos que hacer un brindis al aire por el déjà vu y prepararme a disfrutar el momento.
Anochecía en el cabo Formentor cuando Calasso tomó la palabra para invocar su nostalgia de la gran literatura
Anochecía en el cabo Formentor cuando Calasso tomó la palabra para invocar su nostalgia de la gran literatura. Sobre el perfil de la tribuna, media docena de pinos iluminados por un doble de Yves Klein contra una Luna llena de manual y el cielo mallorquín: “Algo parece evidente: los objetivos desmesurados que eran comunes a escritores tan opuestos como Musil y Joyce no parecen hoy estar de actualidad. Sin embargo, cuando Beckett decía que el fin de la escritura era fracasar mejor tenía todavía en mente esos objetivos. Pero hoy, por lo que parece, se han desvanecido”.
La melancolía era natural. Para un escritor que identifica los libros que desea editar mediante un requisito tan inasible como que tengan el “sonido justo” debía resultar casi intolerable recibir un premio que se había inaugurado en 1961 con un ex aequo a Borges y Beckett. ¿Cómo se resuelve el “ruido” de saberse destinatario único de algo que dos tan grandes habían compartido cuando estaban en plena producción? No se resuelve. Por eso quizás eligió y hasta se enrocó en la fantasía, empezando por evocar un improbable suceso para un muchacho de 19 años, recordar con precisión el día en que se concedió aquel primer premio. Una vez dentro del territorio fantasmal, por cierto, objeto mismo de las jornadas literarias, convenía hacer constar donde nos encontrábamos sin eludir la cuestión esencial de los escritores, ¿la literatura está destinada a convertirse en “un estremecimiento aleatorio y efímero” o “abismaba a convertirse en un único y gran estremecimiento?”. Fue el momento del Calasso prestidigitador. El momento en... el que, a su juicio, ocurre “otra conquista, más discreta” consistente en que “todo puede ser considerado literatura”. La literatura “no debía ser definida” puesto que se ha producido “una gran liberación y una enorme expansión del territorio”, que permite incluir en ella tanto a Platón como a una guía de teléfonos. “Las piedras perforadas de la literatura dejan entrever algo que no pretende ser siquiera una certeza sino, en todo caso, una forma y un modo de acercar formas, con el único objeto de contemplarlas”.
Calasso se volvió hacia la tribuna sin sospechar que los integrantes de la mesa tampoco eran los creadores, sino sus hijos, sus herederos
¡Ah, el manierismo! Bajo el crepúsculo mallorquín algo más de un centenar de espectadores sonriendo satisfechos. La mayoría escritores, filólogos, periodistas, críticos literarios, profesores de universidad, algún editor. Prácticamente ningún creador. Todos hijos, cuando no nietos, apenas discípulos de aquellos grandes de las grandes ambiciones, modestos epígonos de la literatura, artistas de lo referencial. Al finalizar sus palabras, Calasso se volvió hacia la tribuna sin sospechar que los integrantes de la mesa —los empresarios, los patrocinadores del premio y las jornadas— tampoco eran los creadores, sino sus hijos, sus herederos.
Cada mañana salíamos a caminar en silencio por los bosques y las playas vacías del cabo Formentor. Durante una de esas caminatas, estuve recordando otro paseo en compañía de Robert Walser por el barrio de San Telmo en Buenos Aires, una de esas aventuras únicas y maravillosas que sólo ocurren en la capital porteña, como aquella danza de la bailarina ingrávida en la Biblioteca Nacional de Borges o la asistencia a la primera proyección de Metrópolis completa —la copia, en Argentina desde 1928, tiene casi media hora más de duración—, desde la platea del teatro Colón, con una orquesta sinfónica interpretando la banda sonora. La asociación con Robert Walser, ascendiente de Kafka, quien indagó en otras vías tras comprender que la realidad le vedaba representar el sentido del mundo, quien supo despojarse de todo lo superfluo, desde Dios hasta él mismo, supongo que era inevitable.
Luego nos internábamos en los jardines del hotel para ir a escuchar a los autores. El hotel fue construido en 1929 por Adán Diehl, un porteño enamorado del paraje, a quien Anglada Camarasa, el pintor medio mallorquín, había seducido antes con el cuadro Formentor en la tormenta. Por fortuna hoy se mantiene todo igual, incluso con detalles. Por ejemplo, en las jornadas sobre fantasmas, el salón de las charlas tenía las paredes repletas de fotografías de los fantasmas del hotel Formentor. Cuarenta oradores, sucesores de aquella gauche divine que Calasso hubiera denominado radical chic. Casi todos los suplementos culturales de España disertando sobre literatura del más allá. Algunos, quizás los más profesionales, señalando como favoritas obras que la mayoría no conocíamos. A la manera de esos restaurantes estrellados con más cocineros que clientes, el público superaba por poco el número de los ensayistas. Pero el espectáculo no estaba destinado a los espectadores, sino a ellos mismos, los literatos, de modo que teníamos dos escenarios. Se trataba de exhibirse ante quienes se suponía que eran sus más atentos lectores, los colegas, los competidores. El menú estuvo a la altura, sabroso, intenso, a veces irónico, otras divertido, y contuvo diversas puestas en escena, canciones y hasta invocaciones.
Detrás de la pirotecnia verbal, nos quedan las imágenes. Las mejores, como en la película de Sorrentino, incluyen una cierta digresión sobre el tiempo y la belleza. Una pugna entre la voluntad juvenil de algunas escritoras, con volteretas, intrépidas minifaldas en osada competencia con las jóvenes organizadoras y cuellos altivos, indiferentes a los fotógrafos, y, del otro lado, el porte de ciertos veteranos, el setentón Calasso paseando anticuados trajes de lino o el de la dama de los ojos prerrafaelitas. Residuos de la sprezzatura.
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Autor >
Pedro Jesús Fernández
Pedro Jesús Fernández, madrileño de Albacete, vive en Buenos Aires por los mismos azares que antes le hicieron recalar en México DF y Roma. Escribe artículos ligeros en CTXT, El País y otros medios. También, a veces, con constancia pero sin prisa, dedica su tiempo a otros menesteres literarios, y de tarde en tarde, pinta acuarelas.
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