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Cuando llegamos el restaurante estaba lleno y nuestra mesa, en un ángulo, casi no se distinguía; después fueron acabando de cenar y nos quedamos solos entre platos de pescado y variedades de sake que iba reponiendo una camarera bien dispuesta.
Detrás de las copas y las palabras había una pareja que fue cambiando de lugar hasta situarse a nuestro lado; ella, por cierto, de huesos menudos, vestida de negro, y con el aire distante de las mujeres imposibles, las que miras y echas de menos al mismo tiempo. Yo la vi, pero quien se percató de sus movimientos fue Julián, mejor situado: “¿Viste a la mina? —me dijo en un susurro—. ¿Viste cómo se estira en la silla? Lleva todo el tiempo pendiente de la conversación”. También era Julián quien hablaba. De su ciudad:
“Buenos Aires es una ciudad de contrabandistas. Hay que entender eso para comprenderla. La corona española tenía organizada la explotación de los recursos de modo muy cerrado, con monopolios y prohibiciones. Ahí tuvieron que avivarse. Muchas veces el contrabando era medio abierto, un barco portugués o francés declaraba una avería antes de llegar a puerto y negociaba pagar la reparación con la carga. Y se arreglaban. O un sistema que llamaban contrabando ejemplar, dejaban que se decomisaran los bienes, luego los compradores se ponían de acuerdo con los precios, y al final, en la subasta pública, se pagaban cantidades mínimas. Primero fue Colonia la capital regional del contrabando, para eso la fundaron los portugueses, aunque los capos de los negocios eran los ingleses, se quedaron con la importación de esclavos y las rutas comerciales hacia Chile y el Perú. Acá igual. Todas las grandes familias de la burguesía terrateniente hicieron su plata con el contrabando. Incluyendo a los tres `A´ de la aristocracia porteña, los Alvear, los Anchorena y los Alzaga. Todos con abuelos contrabandistas o bolicheros. Si no, ¿por qué iba a tener Buenos Aires tantos túneles? Hay decenas de pasadizos bajo los edificios importantes del centro. Incluso hay túneles sin sentido debajo de los hospitales, eso sin contar los zanjones de San Telmo, los tramos olvidados de subte y los subterráneos con restos de la represión de la dictadura…”
Julián hace una pausa lenta, bebe un trago pequeño y continúa: “Bueno, estos últimos no son tantos y, la verdad, estoy un poco agotado con que se meta la dictadura en todas las cuestiones. Dictadura es una palabra importante para nosotros, con tanto uso está perdiendo el sentido. Ahora se relaciona popularmente con el último golpe militar, cuando dictaduras, golpes militares, hubo demasiados en la Argentina desde 1930, incluyendo el del cuarenta y pico donde participó Perón como militar y después como ministro. Me parece que esa simplificación de la dictadura entre 1976 y 1983 es una herramienta inconsciente para olvidarnos de todos los demás golpes que nos vienen rompiendo el orto a los argentinos desde hace casi 100 años”.
Julián pronuncia estas palabras con gravedad, luego sonríe y me mira con gesto cómplice: “Nadie puede explicar la razón de los túneles. Lo del contrabando aclara algo. Algunos dicen que se hicieron por la defensa. O para esconder los esclavos. O para circular sin peligro. No te extrañés, no había veredas ni calles asfaltadas, cuando llovía todo se inundaba de barro. Pero es cierto, los túneles son caros, no se entienden tantos cuando se toleraba el contrabando y se vendían esclavos en la misma recova del Cabildo o en Retiro. Como no hay documentación original se hace lo de siempre, fantasear. Otra vez la desmemoria argentina. Este es buen símbolo, si te fijás, toda la historia de la Argentina está escondida. Los argentinos tenemos esa cosa de estar acá y estar fuera, en otro lugar. Bajo tierra, en lugares subterráneos. Fijáte en los grandes hombres de la Argentina, San Martín, Sarmiento, Rosas, tuvieron que irse a morir a otro país. Todos nuestros mitos dieron cien vueltas después de muertos o acabaron lejos de la patria, Evita, Perón, el Che, Borges, Cortázar, Gardel. Maradona acabará fuera, ya verás, cada vez que viene se arma un quilombo. Y Messi. Se quedará en España, como Valdano o Di Stefano. Viste con el mundial y la copa América, no les perdonamos los errores. Es nuestro drama, sólo nos importa ser los primeros. Nuestros futbolistas tienen que encarnar el destino nacional. ¿Y qué pasa? Ahora tenemos al mejor jugador del mundo, al que se fue obligado, acá nadie le pagaba el tratamiento médico, al que lleva desde los doce o trece años en Barcelona y sigue con el mismo acento de Rosario. Al más argentino, al que marcó más goles con la selección. Nos da igual, le llamamos pecho frio, ¿oíste a Maradona explicándole a Pelé que no servía de líder?”.
Julián arruga los ojos sobre la mesa. Levanta la vista con la copa en la mano, parece observarme pero mira más allá, el tono, más cadencioso: “¿Sabés quien me gustaba a mí? Un jugador que estuvo siempre en el mismo club, el Independiente de Avellaneda, como Totti en la Roma, Bochini, Ricardo Bochini, el bocha. Un grande. No fue un goleador y jugó poco en la selección. Era de los que veía la cancha como un tablero, amasaba la pelota y asistía a un compañero con un pase sutil para que convirtiera. Aún hoy llaman con su apodo los toques precisos que dejan al delantero mano a mano con el arquero, burlando a toda la defensa. Lo increíble es que fuera el pelusa quien más lo admiró, hay una foto en la que está inclinado besándole la mano. En el mundial del 86 jugaron juntos unos minutos en la semifinal frente a Bélgica. Maradona dijo después que cuando vio entrar a Bochini le pareció tocar el cielo con las manos y lo primero que hizo fue tirar una pared con él”.
Julián cambia el punto de enfoque y, ahora sí, me contempla directamente: “¿Sabés que contó el Pelusa de ese momento? Dijo que se sintió como si estuviera tirando una pared con Dios”.
Cuando llegamos el restaurante estaba lleno y nuestra mesa, en un ángulo, casi no se distinguía; después fueron acabando de cenar y nos quedamos solos entre platos de pescado y variedades de sake que iba reponiendo una camarera bien dispuesta.
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Autor >
Pedro Jesús Fernández
Pedro Jesús Fernández, madrileño de Albacete, vive en Buenos Aires por los mismos azares que antes le hicieron recalar en México DF y Roma. Escribe artículos ligeros en CTXT, El País y otros medios. También, a veces, con constancia pero sin prisa, dedica su tiempo a otros menesteres literarios, y de tarde en tarde, pinta acuarelas.
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