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En toda guerra civil hay zonas grises, pero las luces tienden a predominar sobre las sombras. En general, sabemos que hay dos bandos en disputa, los que defienden el statu quo y los que lo atacan, si bien cada uno de estos dos bandos puede a su vez dividirse en más grupos que rivalicen entre ellos, como observamos por ejemplo entre los actores armados sirios. Además, el inicio del conflicto suele estar motivado por la debilidad del Estado (que permite a los rebeldes capturar territorio) y por la existencia de demandas políticas que no son adecuadamente canalizadas mediante las instituciones. La ideología revolucionaria, la represión del Estado y las preferencias sobre letalidad que tienen las personas que tienden a simpatizar con los insurgentes condicionan la violencia rebelde. A su vez, estos grupos de simpatizantes son fundamentales para destapar las atrocidades del Estado y ponerles freno, así como para medir el grado de apoyo popular con que cuentan los rebeldes. Finalmente, las guerras civiles “políticas” acaban en algún momento: o ganan los rebeldes (rara vez), o gana el Estado, o se produce una negociación que permite poner fin a la violencia.
¿Y en qué consiste la violencia criminal que azota a países como México? A semejanza de las grandes compañías comerciales del mercantilismo europeo, las empresas criminales no buscan un cambio revolucionario, sino más bien conquistar y defender cuotas de mercado. En las guerras políticas, la violencia es un mecanismo de presión que canaliza y amplifica algunas demandas ciudadanas frente al Estado; en las guerras criminales, la violencia es principalmente un mecanismo de resolución de disputas entre grupos ilegales sobre el funcionamiento de los mercados en los que participan. La teoría sobre bandas criminales nos dice que estas sólo deberían recurrir a la violencia como último resorte: la violencia atrae el foco de las fuerzas de seguridad y los medios de comunicación y eso es mala publicidad para el negocio. Pero este modelo racional, que en parte cuadra con los comportamientos mafiosos en Europa, no parece servir para explicar las dinámicas de la violencia criminal en países como México, Honduras, Brasil, Somalia o Birmania, en los que el enfrentamiento armado va más allá de rivalidades puntuales entre grupos especializados en la distribución de bienes ilícitos.
Así, una inquietante sensación de ignorancia domina el estudio de la violencia criminal organizada. Para empezar, existe muy poca evidencia comparada sobre el tema. Por ejemplo, no sabemos por qué las mafias son más violentas en el Mediterráneo italiano que en el español, a pesar de ser ambas regiones de trasiego de drogas. Y cuando brota la violencia, tampoco es fácil adivinar quiénes son los bandos en disputa, quién es el enemigo.
A veces los grupos ni siquiera reivindican sus asesinatos, porque el objetivo no es la propaganda nacional sino el control local del territorio para monopolizar el trasiego de bienes ilícitos y extraer rentas de la población
En el caso de México, los principales cárteles de trasiego de drogas hacia Estados Unidos mantenían una precaria estabilidad que se rompió durante el primer lustro del nuevo siglo. Entre los factores mencionados por académicos y periodistas, figuran el choque producido por el cierre de la ruta de trasiego a través del Caribe y el crecimiento de los precios en el mercado estadounidense; la entrada en el mercado de bienes ilícitos de nuevos competidores más agresivos, como los Zetas; el cierre de la frontera mexicana con Estados Unidos, que favoreció la creación de un ‘ejército’ de reserva para los cárteles; y finalmente la malhadada declaración de guerra contra las drogas del Gobierno de Felipe Calderón, que al descabezar numerosos grupos criminales también contribuyó a alimentar la violencia al favorecer el surgimiento de nuevos grupos armados deseosos de explotar las oportunidades de negocio abiertas por la intervención gubernamental.
Sea por lo que fuere, la violencia criminal en México no remite. Durante el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012), se calcula que murieron unas 120.000 personas relacionadas con la violencia criminal. En los tres primeros años del sexenio de Enrique Peña Nieto, ya van 65.000 muertos y la cifra no sólo sigue subiendo, sino que se está acelerando. Estas estratosféricas cifras de asesinatos superan con creces el límite convencional de 1.000 muertos al año establecido por la literatura sobre guerras civiles para que un conflicto sea considerado como tal – de hecho, tan sólo el conflicto sirio en la actualidad sumaría más muertos que la violencia criminal en México. Siria y México también comparten conflictos polifacéticos en los que se cruzan los enfrentamientos entre grupos ‘opositores’ y entre ellos y las fuerzas de seguridad del Estado. Sin embargo, las semejanzas terminan ahí. Incluso el amplio flujo de grupos armados operando en Siria palidece ante el transfuguismo organizativo criminal mexicano. Quizás el mejor ejemplo sea el de los Zetas, grupo impulsado por el Cártel del Golfo en 1999 para que fuera su brazo armado, pero contra el que se volvió a partir de 2010 en una guerra total por el control del contrabando de drogas hacia Estados Unidos. A veces los grupos ni siquiera reivindican sus asesinatos, porque el objetivo no es la propaganda nacional sino el control local del territorio para monopolizar el trasiego de bienes ilícitos y extraer rentas de la población. Esta opacidad convierte en ejercicio altamente especulativo los esfuerzos por entender mejor las dinámicas de la violencia en conflictos de raíz criminal.
Y no es sólo que el número de actores armados cambie constantemente. Sabemos muy poco sobre el papel de los victimarios, más allá del supuesto generalizado de que los sicarios son personas que buscan maximizar su ingreso en el corto plazo. De hecho, algunas monografías cualitativas apuntan a que, al igual que en las guerras civiles ideológicas, los ‘soldados’ del narco suelen ser reclutados a partir de redes familiares y de amistad que pesan, al menos, tanto como el ingreso económico. Por supuesto, no existen datos fiables sobre la identidad de las víctimas, en parte por su extracción social, en parte por la inoperancia del aparato judicial y administrativo del Estado y en parte también por la deshonra asociada a la condición de víctima. El Estado ha hecho un gran trabajo propagandístico al meter a todos los asesinados en el mismo cajón, al identificar la violencia como una guerra entre delincuentes en la que las fuerzas de seguridad sólo intervienen para quitar de circulación a los malos. El éxito de este discurso, apenas ensombrecido por la labor de grupos de la sociedad civil que claman en el desierto mediático, es amplificado por la ausencia de un bloque civil que defienda a las víctimas de la violencia. La identificación de las víctimas inocentes no interesa ni a los cárteles ni al Estado, pues ambos prefieren tener barra libre a la hora de perseguir sus estrategias sin candados legales. Esto explica la violación sistemática de los derechos humanos por las fuerzas de seguridad, y el brutalismo ejemplarizante utilizado por los grupos criminales interesados en disciplinar a las poblaciones locales para que paguen “piso” [extorsión] y no colaboren con grupos rivales.
No existen datos fiables sobre la identidad de las víctimas, en parte por su extracción social, en parte por la inoperancia del Estado y en parte también por la deshonra asociada a la condición de víctima
Llegamos así al asunto quizás más espinoso de la violencia criminal: el papel del Estado. Se han hecho famosas expresiones como “fue el Estado” para identificar a los perpetradores del asesinato y posterior desaparición de 43 jóvenes estudiantes rurales en el municipio de Iguala (Estado de Guerrero) a manos del cártel de Guerreros Unidos, el cual tenía vínculos con las autoridades municipales –política y policíaca--. También es bien sabido que los Zetas, el grupo criminal que impuso nuevas tácticas como la extracción de rentas a las poblaciones que controlaban o el ensañamiento con los cadáveres de sus víctimas, fueron creados por militares desertores de unidades de élite. Se cree que los brazos armados de los cárteles se han nutrido en gran parte de desertores del ejército, dada la abultada cifra de militares que abandonaron la disciplina castrense durante el mandato de Calderón – por encima de 55.000 soldados.
Si dejamos a un lado las posibles conexiones entre miembros de la élite política mexicana (como algunos gobernadores) y el lavado de dinero, el eslabón más débil del Estado mexicano se concentra en las administraciones municipales. Se han documentado numerosos casos de connivencia de alcaldes y policías municipales con los grupos criminales. Por ejemplo, en un reciente estudio coordinado por investigadores del Colegio de México sobre las matanzas de San Fernando (Tamaulipas) y Allende (Coahuila), se reporta que en ambos casos los Zetas contaron con la complicidad de la policía local, no tanto porque esta participara en las masacres, sino más bien porque sus miembros miraron para otro lado y denegaron el auxilio a las familias que denunciaban los hechos. La explicación del comportamiento policial es puramente económica: se trata de funcionarios que ganan unos 10.000 pesos (menos de 500 euros) al mes, y que gracias a los pagos del crimen organizado pueden doblar fácilmente su sueldo mensual. Dado lo lucrativo del negocio del trasiego de drogas hacia Estados Unidos, es fácil entender que la abundancia de dinero narco contribuya a la captura de las instituciones locales, quienes permiten el dominio local de los cárteles. Pero esto no es más que una hipótesis. En la última década más de 80 alcaldes han sido asesinados en México. A diferencia de una guerra ideológica, en las guerras criminales es difícil discernir si el alcalde fue asesinado porque no quiso colaborar con los grupos ilegales, o porque colaboró con el bando equivocado. Tristemente, la segunda hipótesis es la que habitualmente utilizan los responsables judiciales y policiales del país, más por barnizar su ineptitud que por compartir los resultados de investigaciones habitualmente inexistentes.
Si dejamos a un lado las posibles conexiones entre miembros de la élite política mexicana y el lavado de dinero, el eslabón más débil del Estado mexicano se concentra en las administraciones municipales
Todos estos matices confluyen en la difusa resolución que tienen las guerras criminales. ¿Cómo acabar el conflicto con los cárteles? Desde la transición a la democracia en el año 2000, el Gobierno federal ha probado varias recetas. Fox intentó reforzar al cártel de Sinaloa, para garantizar que este fuera capaz de organizar el mercado del trasiego de drogas e imponerse a sus rivales sin necesidad de recurrir a la violencia. Pero aparecieron los Zetas y cambiaron las reglas del juego. El Gobierno de Calderón declaró la guerra al crimen y desplegó al Ejército, lo cual contribuyó a reforzar las dinámicas de la violencia y a convertir a las fuerzas de seguridad en rivales declarados de los cárteles. Finalmente, Peña Nieto optó por un discurso de bajo perfil, pero su estrategia de descabezamiento no ha dado resultados y no sólo el número de muertos está subiendo sino que los cárteles cada vez se enfrentan más abiertamente a los efectivos del Ejército, como los recientes ataques en Jalisco, Sinaloa y Michoacán demuestran.
¿Qué queda entonces? El presidente Peña Nieto tiene una difícil papeleta. Entra en la segunda parte del sexenio en medio del fracaso inesperado de su reforma económica y la oposición a su propuesta de reforma educativa, tras la metedura de pata trumpiana y con muy poca credibilidad en la lucha contra la corrupción. Apenas le queda un asunto que el presidente pueda tomar como bandera para el resto de su mandato, y ese es el de la seguridad. ¿Pero cómo entrarle? Una estrategia viable supondría (i) retomar el espíritu guerrero de Calderón con un apoyo sistemático y público al ejército en su lucha contra los cárteles (y el congelamiento de cualquier avance en la defensa de los derechos humanos); (ii) una recaptura de las instituciones municipales con más recursos para las policías locales, lo cual ayudaría a doblegar a los grupos criminales especializados en la extracción de rentas y de rebote reforzaría a los grupos orientados al trasiego, menos agresivos con la población y con más tamaño (lo que evita las presiones autodisolventes de los grupos escindidos); y (iii) quizás paradójicamente, un activismo legislativo a favor de la legalización de algunas drogas, lo que podría empujar los precios a la baja y reducir los increíbles márgenes de ganancia de los mercados ilícitos y por extensión su ejército de reserva de sicarios.
En el colmo de la opacidad, cuando la violencia sube en las guerras criminales no sabemos si lo hace porque los narcos van ganando o porque van perdiendo. Para Peña Nieto, levantar la bandera de la lucha contra los cárteles en un momento de escalada de la violencia sería sin duda una apuesta arriesgada, pero es posiblemente el último cartucho que le queda para revertir el destino de una decepcionante presidencia fallida.
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CTXT ha acreditado a cuatro periodistas --Raquel Agüeros, Esteban Ordóñez, Willy Veleta y Rubén Juste-- en los juicios Gürtel y Black. ¿Nos ayudas a financiar este despliegue?
Autor >
Luis de la Calle
Es profesor de Ciencia Política en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE, Ciudad de México).
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