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Es uno de esos libros llamados de cabecera, lleva por título Palabras efímeras. Su autor, el escritor francés Paul Léautaud, fue amigo de Mallarmé, Valéry, Gide, Marcel Schwob, entre otros. Toda su vida la cifró en escribir un diario. Siete mil páginas de vida en ese diario. Como un anticipo o prueba de amistad, Léautaud nos muestra un cestillo con aforismos sobre el amor y sobre el acto de escribir. De  tiempo en tiempo de lecturas surgen las  anécdotas de vida de especial  emoción.

Uno de los aspectos atrayentes de este personaje reside en la manera de concebir el mundo y de estar en él. Se sentía a gusto (no siempre) consigo mismo y con la indiferencia de los demás. El progreso le importaba un comino. Nunca levantó los ojos para ver un avión. No usó la luz eléctrica. No le decían  nada los militares ni la gloria literaria. Sólo le gustaba escribir.

Aparte de la escritura, tuvo una gran debilidad por las mujeres, los perros y los gatos, por ese orden. Fue admirador sin reservas de La Rochefoucauld y Chamfort, dos glorias del aforismo universal. Por esas Palabras efímeras aparece un escueto perfil de sí mismo (que él ocultaba), cuando el abad del lugar donde Léautaud residía dijo públicamente: “Puede blasfemar, renegar, burlarse de todos nosotros y escribir lo que quiera, pero se salvará. El día del Juicio Final habrá tantos perros y gatos que hablarán por él, que no tendrán más remedio que dejarle entrar en el Cielo”.