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Análisis

Del Líbano a Libia: síntomas de una primavera en ocaso

Javier Martín Túnez , 23/11/2016

<p>Manifestación contra el régimen de Gadafi en la ciudad de Bayda, en el noreste de Libia, en 2011.</p>

Manifestación contra el régimen de Gadafi en la ciudad de Bayda, en el noreste de Libia, en 2011.

ليبي صح

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Avanzado el otoño de 1989, las distintas partes en conflicto en el Líbano se reunieron en la ciudad arábiga de Taif para firmar un acuerdo que pretendía poner fin a 15 años de cruenta y enmarañada guerra civil. Patrocinado por la autocracia saudí, el documento enmendaba parcialmente el reparto confesional diseñado por Francia durante los años de Protectorado (conocido como Pacto Nacional, entregaba la presidencia del país a la comunidad cristiana, la jefatura del gobierno a la comunidad suní y la dirección del Parlamento a los chiíes), regulaba el desarme de todas las milicias --a excepción del grupo chiíta Hizbulá o Partido de Dios, entonces único movimiento de resistencia contra la ocupación israelí del sur del Líbano-- y exigía el repliegue del Ejército sirio, actor protagonista en la contienda y en el gobierno desde que en 1976 penetrara en el país con el beneplácito de la Liga Árabe. Solo un hombre se opuso a un tratado bendecido, igualmente, por la administración que dirigía en Washington George W. Bush: el general Michel Aoun, entonces jefe del Ejército Nacional libanés y líder de uno de los dos ejecutivos que en aquellos días pugnaban por el poder entre los escombros de un Estado desolado, arruinado, completamente fallido. Nacido en 1933 en Haret Hreik, un suburbio del sur de la capital mezcla de cristianos y chiíes convertido desde la década de los noventa en el bastión de Hizbulá, con su negativa Aoun prolongó un año más el sinsentido bélico que padecían los habitantes de Beirut.

Perseguido por los soldados del presidente sirio Hafez al Asad –en aquel tiempo aliado con Estados Unidos– Michel Aoun partió hacia el exilio en París

Al mando de las principales unidades de artillería, y apoyado por el régimen de Sadam Husein, se acantonó en el palacio presidencial de Baabda para luchar contra lo que consideraba una capitulación forzada desde Damasco. A su entender, el arreglo rubricado en la localidad saudí favorecía las aspiraciones neocolonialistas de Siria --pese a que se le daba un plazo de dos años para retirar sus tropas--, garantizaba la futura supremacía militar (y consecuentemente política) de Hizbulá, ya que se obviaban las condiciones y el plazo para su desarme futuro, y mermaba la influencia y el poder de la comunidad cristiana al equipar el número de diputados cristianos y musulmanes en el Parlamento y traspasar la prerrogativa de la elección del jefe del gobierno de la Presidencia a la Cámara de Representantes. El primer capítulo de su resistencia --que le condujo incluso a enfrentarse a cañonazos con su antiguo aliado Samir Geagea, señor de la guerra y jefe de las Fuerzas Libanesas, segunda milicia cristiana del país-- acabó el 13 de octubre de 1990 en la embajada de Francia en Beirut. Perseguido por los soldados del presidente sirio Hafez al Asad --en aquel tiempo aliado con Estados Unidos-- abandonó el palacio presidencial por la puerta de atrás y partió hacia el exilio en París.

Tres lustros después, Hizbulá aún conserva intactos sus arsenales y ha devenido en la principal fuerza política del país, con amplia presencia en la Asamblea Nacional y, sobre todo, un dominio casi absoluto en los ayuntamientos y gobernaciones meridionales; las tropas sirias han retornado a su territorio, forzadas en gran parte por las manifestaciones populares que en febrero de 2005 estallaron en protesta por el asesinato del entonces primer ministro y líder de la comunidad suní Rafik Hariri, del que se acusó tanto a Damasco como al Partido de Dios; y Michel Aoun ha retornado al palacio de Baadda con las ganas de revancha íntegras y la anuencia --quizá derrota-- de aquellos que un día le combatieron y le obligaron a salir de la tierra en la que nació y luchó. Entrevisté al anciano general, al que muchos consideran un criminal de guerra, al poco de su regreso del destierro.

El regreso del general al Palacio de Baabda, tras ser elegido nuevo presidente de Líbano, supone, ante todo, una nueva victoria de Irán sobre Arabia Saudí en el escenario regional

El conflicto bélico de 2006 --el último hasta la fecha entre Hizbulá e Israel-- acababa de concluir y Aoun emergía de nuevo como un elemento poderoso en la confusa, inestable y tornadiza política libanesa, acostumbrada a toda clase de alianzas efímeras y contra natura. Reconciliado con Geagea --único señor del enfrentamiento fratricida libanés que fue condenado y encarcelado-- y aliado con Hizbulá y otras fuerzas pro sirias a las que combatió en 1990 --como las del líder maronita Suleiman Frangie-- se presentaba como un simple patriota, un mediador que quería pasar la página del episodio más negro de la afligida y cruenta historia libanesa. Su discurso, directo pero con un estudiado acento conciliador, había contribuido a que su partido, el Movimiento Patriótico Libre (FPM), consiguiera 21 diputados en las elecciones de 2005 y fuera ya entonces el segundo bloque más numeroso del Parlamento. Todavía no había dado el giro definitivo y entrado en el gobierno dominado por Hizbulá, paso que daría tres años después. Sentado en un viejo sillón de su residencia del barrio de Rabieh, afable y distendido mientras hablaba de sus nietos, aún le costaba reconocer que su mayor deseo era recuperar el sillón del que se consideraba desposeído. Faltaba aún quebrar la aversión de la familia Hariri y de su partido Futuro, hegemónico entre la comunidad suní y brazo ejecutor en el Líbano de la plutocracia saudí. “Los acuerdos de Taif fueron un mal acuerdo. Pero todavía tenemos una oportunidad y debemos aprovecharla”, me dijo entonces.

El regreso a finales de este octubre del general al Palacio de Baabda, tras ser elegido nuevo presidente de Líbano por el Parlamento, supone, ante todo, una nueva victoria de Irán sobre Arabia Saudí en el escenario regional. Aoun no solo ha contado con el apoyo directo de Hizbulá --el principal socio de Teherán en el Líbano--, del propio régimen persa --una de las primeras llamadas de enhorabuena que recibió fue la de su ahora colega iraní, Hasan Rohaní-- e incluso de Bachar al Asad, a cuyo padre combatió en 1989 y que también le llamó para felicitarle; si no que ha visto doblegarse ante su aún marcial figura a Saad Hariri, el hijo del primer ministro asesinado hace una década y hombre de paja de Riad en el Líbano. La familia Hariri ha dominado la comunidad suní libanesa desde que a finales de la década de los ochenta, Rafik --el patriarca-- se desprendiera de la responsabilidad de sus cresos negocios de construcción en Arabia Saudí y se trasladara al Líbano con el beneplácito de sus patrones, a los que construyó suntuosos palacetes. Forrado de petrodólares, el especulador se apropió de los proyectos para reconstruir el centro de la capital, devastada tras quince años de bombardeos, y los sumó a sus influencias hasta lograr ser elegido primer ministro. Una de las teorías más consistentes que explican su asesinato apuntan a que, henchido de poder y dinero, se atrevió a retar al presidente Bachar al Asad, que hasta entonces aún tenía la última palabra en el devenir de la política y la economía libanesa.

“La decisión de Hariri [de firmar un acuerdo con Aoun y Hizbulá] ha generado controversia entre sus bases populares, e incluso ha llevado a varios miembros de su bloque parlamentario a oponerse a la decisión de su líder”, explica el periodista Alí Hashem. Y muy probablemente está relacionada, en gran parte, con la crisis financiera que atraviesa el multimillonario y el supuesto rechazo a ayudarle de su protector saudí, argumenta. “La principal compañía de Saad, Sudi Oger, no paga los salarios a sus empleados desde hace semanas debido a una serie de reveses financieros sufridos a causa de la propia crisis saudí y de la difícil relación personal que mantiene con el príncipe heredero, Mohamad bin Nayef. Saad se ha topado con una encrucijada: o se arriesga a una apuesta política absoluta o trata de preservar su estatus personal hasta que la situación en la región vuelva a cambiar”. El hijo de Rafik Hariri, que probablemente se convertirá en primer ministro gracias al acuerdo con Aoun, ha elegido la segunda. Una decisión, la de tratar de sobrevivir, que Hashem considera en una de sus columnas del diario digital Al Monitor, una verdadera oportunidad para el futuro del Líbano.

Un lustro después de las movilizaciones populares de 2011, el Líbano parece sumarse también a la preocupante marcha atrás que han emprendido la mayoría de los países árabe-musulmanes

Pero la resurrección de Aoun se perfila también como un síntoma nocivo, como el triste ocaso de una primavera, la cacareada “primavera árabe”, que se resiste a florecer. Bien es verdad que el Líbano apenas se vio sacudido por el viento renovador que desataron las movilizaciones populares de 2011, sumergido como estaba en simas dispares a las que condujeron a la caída de las dictaduras en Egipto, Libia o Túnez. O al intento, aplastado y manipulado, de revolución en Siria. Pero un lustro después de un terremoto social y político que sorprendió y maravilló al mundo, el Líbano parece sumarse también a la preocupante marcha atrás que han emprendido la mayoría de los países árabe-musulmanes. Una tendencia que parece repetir los oscuros patrones que caracterizaron la pasada centuria y en la que las retrógradas monarquías absolutas sobreviven o se refuerzan (caso de Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Qatar o Marruecos), en la que surgen nuevos mutantes políticos (como la demo-dictadura electoral turca, cada vez más parecida a la iraní), y en la que las dictaduras se renuevan con tenebrosos personajes del ayer que regresan --bajo la indolencia o quizá beneplácito de Occidente-- para garantizar que nada cambie. Solo Túnez ha mostrado hasta la fecha una faz distinta, aunque queda aún por ver si el giro renovador emprendido es sincero o una simple triquiñuela.

El proceso ya ha culminado en países como Egipto. Allí, el general Abdel Fatah al Sisi, miembro de la cúpula militar que escoltó y protegió la dictadura de Hosni Mubarak, ha aprovechado las cenizas del Islam Político para imponer una satrapía, tan cruel o más que la dirigió durante más de tres décadas su jefe y predecesor. Desde que hace casi tres años liderara un golpe de Estado al que después vistió con una falseada legitimidad democrática, la represión de las libertades individuales y colectivas se ha multiplicado, el miedo ha retornado y el Ejército ha incrementado su monopolio sobre los recursos del poder y el Estado; ministros y responsables de todo el mundo han regresado a Egipto para hacer negocios y los países vecinos --en particular Israel-- aplauden la “estabilidad” conseguida. Nada que los egipcios --que se levantaron en 2011 al grito de libertad, derechos y justicia social-- no hubieran padecido ya.

Solo Túnez ha mostrado hasta la fecha una faz distinta, aunque queda aún por ver si el giro renovador emprendido es sincero o una simple triquiñuela

Y progresa adecuadamente --aunque con más lentitud quizá de los esperado-- en Libia, donde el mariscal Jalifa Hafter, antiguo miembro de la cúpula que en 1968 aupó al poder a Muamar al Gadafi, pugna por hacerse con el poder. Nacido hace 73 años en la localidad de Ajdabiya, en la parte este del país, Hafter fue durante los primeros años del régimen de Al Gadafi un héroe de guerra. El hombre al que el entonces joven coronel confiaba la dirección de los asuntos bélicos relevantes, como la guerra de Chad. Sin embargo, avanzada la década de los ochenta, y con las primeras disidencias de importancia en el Ejército, el militar fue acaparando una fama que asustó al excéntrico dirigente. Derrotado y capturado en el campo de batalla, Al Gadafi abandonó a Hafter y a sus hombres a su suerte. Solo la CIA, que en aquellos años buscaba crear una fuerza de oposición interna, acudió en su ayuda. Transportado en un avión militar a Virginia junto a 300 de sus hombres, se instaló en una mansión cercana al cuartel general de los servicios secretos norteamericanos en Langley y, al mando de una milicia entrenada por agentes estadounidenses, se convirtió en el principal opositor al tirano en el exilio. Regresó a su país en marzo de 2011, escasos dos meses después de que estallara en Bengasi el alzamiento. Entró vía Egipto con un nutrido grupo de fieles fuertemente armados y conspiró en el seno de las filas rebeldes hasta lograr que en 2014 el entonces gobierno internacionalmente reconocido en Tobruk le nombrara comandante jefe del llamado Ejército regular libio. Desde entonces, se ha convertido en el hombre fuerte del este del país y en uno de los principales escollos para el desarrollo del plan de reconciliación forzado en diciembre pasado por la ONU. No solo controla el Parlamento en Tobruk --aún la única institución legítima de Libia; ha levantado un cerco a la ciudad de Bengasi, juega con las fuerzas yihadistas e islamistas en su bastión oriental de Derna y en los últimos meses se ha hecho con el control de los puertos petroleros de Sidrá y Ras Lanuf, claves para la exportación de crudo en el país. “Se ha convertido en un factor esencial para el futuro de Libia”, admite en secreto una fuente diplomática de Naciones Unidas. Tanto que, tras intentar apartarlo y ningunearlo con el plan aprobado en diciembre de 2015, el nuevo enviado especial de la ONU, Martin Kobler, le telefonea desde hace semanas --sin éxito-- para dialogar con él.

En Libia Jalifa Hafter se ha convertido en el hombre fuerte del este del país y en uno de los principales escollos para el desarrollo del plan de reconciliación forzado en diciembre pasado por la ONU

Los avances de Hafter, quien controla ya más de la mitad del país, han enterrado el citado plan de paz trazado por el anterior enviado especial de la ONU a Libia, Bernardino León, quien jamás llegó a entender la complejidad del conflicto en el que pretendía mediar. Como señala el reputado centro de investigación Crisis Group en su último informe, en el inicio el problema residía en la legitimidad: el gobierno en Trípoli se negaba a reconocer el resultado de las elecciones y se resistía a entregar el poder al nuevo Parlamento, que buscó refugio en Tobruk. El objetivo era evitar una división territorial que se halla inscrita en el ADN de este vasto desierto asomado al Mediterráneo: la Tripolitania, en el oeste, y la Cirenaica, en el este, se han sentido regiones diferentes desde tiempos del imperio romano. Para ello Naciones Unidas inventó un Consejo Presidencial, que debía trabajar en la designación de un gobierno de unidad nacional, y un Consejo de Estado, más amplio, que ejercía de Cámara consultiva con la que tratar de equilibrar los intereses del Ejecutivo cesante. El Parlamento de Tobruk asumiría el poder legislativo y entregaría la legitimidad a ese gobierno.

El plan dejaba en segundo plano el problema de las decenas de poderosas milicias que existen en el país --verdadero nudo gordiano, más allá del conflicto político-- y ocultaba una celada para intentar descabalgar a Hafter. El acuerdo exigía que todos los altos cargos, políticos y militares, cesaran de sus cargos hasta que se constituyera el citado gobierno de unidad, que renovaba su responsabilidad o los sustituía por otros. Una cláusula que ponía en serio riesgo la continuidad de el general (ahora mariscal) al frente de las Fuerzas Armadas libias.

Del conflicto sacaron provecho las mafias que trafican con inmigrantes, que han hecho de Libia su principal base en el Mediterráneo, y los grupos extremistas emparentados con la organización yihadista Estado Islámico, que --con ayuda de nostálgicos del régimen de Al Gadafi-- lograron establecer una consistente provincia del Califato en la ciudad costera de Sirte, cuna y tumba del dictador. A finales de mayo, cuando los fanáticos amenazaron con avanzar a Trípoli, las influyentes milicias de la ciudad de Misrata lograron concitar en su favor al Gobierno de unidad --recién aterrizado en Trípoli-- y a varias milicias del oeste del país para liberar la urbe, ofensiva que seis meses después no ha sido resuelta aún, pese a contar la Alianza libia con el apoyo aéreo de Estados Unidos. El ejecutivo nombrado por el Consejo presidencial designado por la ONU esperaba una victoria rápida que le ayudara a congregar el respaldo político y militar del que aún carece. También adolece del favor del pueblo, decepcionado porque no ha sido capaz de solucionar la crisis financiera y logística que sufre gran parte del oeste del país, donde carecen de agua corriente, electricidad y dinero en efectivo.

Del conflicto libio sacaron provecho las mafias que trafican con inmigrantes y los grupos extremistas emparentados con la organización yihadista Estado Islámico

“Los objetivos fundamentales que se marcaron en Skhirat --evitar una mayor confrontación militar y prevenir el colapso financiero-- aparecen cada vez más distantes. El retroceso del Estado Islámico en Sirte podría desembocar en nuevos enfrentamientos entre los grupos no yihadistas por el control del petróleo y gas, lo que probablemente pospondría la capacidad de Libia para aumentar las exportaciones y pondría aún más en peligro las perspectivas de paz”, argumenta Crisis Group. “A largo plazo, un proceso de paz fallido y enfrentamientos crecientes darían a los grupos radicales la oportunidad de reagruparse. Por tanto, la prioridad inmediata es evitar la violencia que parece estar gestándose en el Golfo de Sirte, Bengasi y Trípoli quizá”, advierte.

En círculos diplomáticos, comienza a cuajar, igualmente, la idea de que solo un hombre fuerte, con mano de hierro, puede ordenar este caos. Hafter ha trabajado durante los últimos meses en esta dirección. Emiratos Árabes Unidos, Egipto y Rusia --además de Arabia Saudí-- respaldan abiertamente al mariscal, al que le proveen de las armas que le impide comprar el embargo impuesto por la ONU a Libia. También alista el apoyo de fuerzas de élite francesas en la lucha contra el yihadismo y de los sectores de la CIA que lo tutelaron en su etapa norteamericana. Enfrente, una parte del gobierno de Estados Unidos mantiene su alineamiento con el Gobierno de unidad; igualmente Italia y otros países europeos, aunque cada vez de forma más tibia. A la espera de conocerse el destino final de Bengasi, capital de la Cirenaica y del alzamiento contra Al Gadafi, todos los ojos miran ya al viejo mariscal, hijo político de un siglo que ya pasó, que ha prometido no abandonar la lucha hasta pisar de nuevo, como su colega Michel Aoun, el palacio de gobierno que cree  corresponderle en Trípoli.

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Autor >

Javier Martín

Corresponsal de la Agencia Efe en el norte de África y autor de 'La Casa de Saud' y 'Estado Islámico, geopolítica del caos' (ambos publicados por Los Libros de la Catarata), entre otros libros.

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