CRÓNICA PARLAMENTARIA
Minutos de silencio
El homenaje en el Congreso a la difunta Rita Barberá eclipsa la primera sesión de control al Gobierno y propicia un sainete mortuorio que sacude a toda la política española
Miguel Ángel Ortega Lucas 24/11/2016
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El silencio, que es una forma del vacío creador, condensa por ello todo lo que se puede decir, pero sobre todo lo que jamás podrá decirse. Los monjes más arrodillados de la poesía –Rilke, César Vallejo, Alejandra Pizarnik– son aquellos que intuyeron que todo su oficio se reducía a cincelar el silencio, pues es éste el único que habla. Ciertos viajeros han comprobado que el silencio es –de manera consciente o no– un escudo defensivo de algunos indígenas en Latinoamérica ante la injerencia o el incordio del invasor (llámele también turista). Ante la muerte, gigantesco símbolo del todo y de la nada que no llegaremos a nombrar nunca, el único gesto coherente –si fuéramos coherentes en tales situaciones– sería enmudecer, porque cómo corresponder con el lenguaje a lo que no participa del idioma de esta orilla.
Quizás olfateando esto último se le ocurrió al soldado australiano del ejército inglés Edward George Honey, según cuenta Wikipedia, el ya antiguo homenaje del minuto de silencio: en su caso fueron dos minutos y como recuerdo, el 11 de noviembre de 1919, a los caídos en la I Guerra Mundial, en el primer aniversario tras el armisticio. Ésta es la severa costumbre que aún aplicamos en nuestros días, y ésa fue la reacción del Gobierno cuando se confirmó en la mañana de ayer la muerte, a una sola manzana de allí, un par de horas antes, de la senadora e histórica (ex) alcaldesa de Valencia, Rita Barberá; fallecida, al parecer, por un infarto en el hotel en que se alojaba.
Era la mañana de la primera sesión de control a este Gobierno, la primera comparecencia del presidente Rajoy en la legislatura, y quien no se hubiera enterado de lo de Barberá, iba a saberlo nada más llegar, pues los corrillos eran pólvora y los trajes oscuros rimaban mejor con ciertas caras (“enormemente apenado”, Rajoy).
Antes de iniciarse la sesión, la presidenta de la Cámara, Ana Pastor, pidió un minuto de silencio como muestra de respeto por el fallecimiento, y los diputados de Unidos Podemos decidieron salir del hemiciclo. “Respeto y condolencias en el ámbito privado, pero no participamos en el homenaje político póstumo, en sede parlamentaria, a Rita Barberá”, escribió minutos después Íñigo Errejón, número dos de Podemos, en Twitter. “Lamentamos la muerte de Barberá pero no podemos participar en un homenaje político a alguien cuya trayectoria está marcada por la corrupción”, escribía casi al unísono el líder podemista, Pablo Iglesias [el imperturbable control del móvil que llevan en cada pleno Iglesias y Errejón indica que su hoja de ruta exige asaltar primero los cielos digitales].
Lo de Twitter fue una de las balas con que Celia Villalobos, del PP, dispararía ante las cámaras de prácticamente todos los magazines matinales del país desde el patio del Congreso. “Ni un twitter [sic] hablaba de la presunción de inocencia” de Rita Barberá, decía. “La condenaron a muerte”, dijo [¿los twitter?]. No podía escucharse a quien hablaba con ella al otro lado por pinganillo, pero por alguna razón acabó pidiendo a Ana Rosa Quintana que, por su mucha “influencia” en las personas, siguiera ayudando a “cambiar las cosas”.
Decía Federico García Lorca en su conferencia sobre el duende que aquí, cuando hay una muerte, se descorren las cortinas, y no al revés. “Muchas gentes viven entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo”. Y por supuesto: a Rita Barberá, emparedada últimamente en el ostracismo social, acosada por la Justicia, confinada en el Grupo Mixto toda vez que en el PP consideraron que la podre que ascendía desde Valencia estaba a punto de rozarle los zapatos a quien no podía ser, estuvo de repente mucho más viva una vez muerta que en los meses antes de morir.
Como cualquiera que conozca el patio –el del Congreso y el de más allá– hubiera previsto, medio país se echó encima de Unidos Podemos por el desplante. “Miserable” es un adjetivo que utilizó más de un miembro del PP, como Rafael Hernando. Mientras otros diputados usualmente levantiscos, como los de Compromís y ERC, que sí estuvieron en el minuto de silencio, explicaban con discreción que era un simple gesto de duelo por una muerte, Unidos Podemos se enrocaba (Alberto Garzón lo secundó al milímetro) en que el minuto de silencio era homenajear implícitamente la trayectoria o comportamiento en política de Barberá, de dudosa limpieza por su presunta implicación en la trama-octopus de comisiones ilegales y financiación irregular del PP valenciano.
Pero los minutos de silencio para con Barberá desde el Partido Popular ya habían empezado mucho tiempo antes, con sus portavoces anunciando a la más mínima ocasión que “ya no era” del PP. (Qué clase de miedo cerval debe de haber ahí dentro a lo que pueda estallar en Valencia, para llegar a ese extremo, es una pregunta que quizá resolvamos más pronto que tarde.) Entre los paisanos y antaño votantes-costaleros de su trono también empezó a heder el silencio; cuando no, éste se convertía en franca hostilidad para con la otrora líder desaforada del bastión popular: la alcaldesa más poderosa, más incontestada del país durante dos décadas.
El “hostión”, sí, como ella mismo dijo para ilustrar sus últimos resultados electorales, fue colosal, pero apenas el principio de otros muchos que la fueron minando anímicamente. Y de ahí van tirando algunos ex [el subrayado es importante] compañeros de filas y de la prensa más insondable para llegar a insinuar (a afirmar incluso) que ella sola se murió pero que entre todos la mataron, linchándola: los tuiteros del caloret, los medios de comunicación del rojerío y los perroflautas del metro de Valencia. [Mientras tanto, en algún lugar de la Audiencia Nacional, Álvaro Pérez, el Bigotes, se explayaba ante el ilustre compañero Esteban Ordóñez sobre “los mierdas que la habían abandonado”.]
La jornada estuvo eclipsada por el asunto Barberá, de modo que a lo largo de ayer se pasó bastante de puntillas por lo que en otras circunstancias hubieran sido intervenciones estrella. Mikel Legarda, del PNV, interpeló al ministro de Interior, Zoido, con interesantes medidas para “rebajar la tensión en los CIE’s”, y éste dijo que los centros son “siempre respetuosos con los derechos humanos”. Cospedal, nueva ministra de Defensa (que no Comandante en Jefe: aún), dictó a Gabriel Rufián, de ERC, que “no”, que no pensaba recortar en gasto militar porque “sufrimos las amenazas de determinados regímenes que quieren atentar contra la libertad y la seguridad, acabar con nuestro sistema de valores”.
Cristóbal Montoro, responsable de Hacienda, explicó que la amnistía fiscal para los evasores de impuestos que su Gobierno promulgó fue “una decisión extraordinaria para un momento extraordinario; gobernar es hacer cosas que no nos gustan” (amar es no tener que decir nunca lo siento). Fátima Báñez contestó a Alberto Garzón que las pensiones están a salvo por el crecimiento del empleo: “Por cada nueva pensión hay siete nuevos empleos”. Es decir: por cada siete mini-jobs se puede pagar la pensión a un jubilado.
“No estaría mal guardar minutos de silencio por las víctimas de la pobreza energética”, dijo Pablo Iglesias varias horas después, en una de las últimas intervenciones de la mañana. Visiblemente irritado (quizás nervioso): “Qué barbaridad que tenga que morir la gente en España” por no poder pagar la luz, exclamó, en referencia a la anciana hallada muerta hace días por un incendio provocado por una vela en su casa. Twitter también ardía, a garrotazos por canonizar o ridiculizar a Rita Barberá, sin mucho término medio.
A Iglesias, en el canutazo posterior con los periodistas, se le vio algo dubitativo –quizás fuera el lenguaje no verbal– para explicar cómo había tomado su grupo la decisión de no estar presente durante el célebre minuto de silencio. Puede que en sus propios silencios posteriores tuviera tiempo de pensar que, si es cierto que un periodista puede valer más por lo que calla que por lo que publica, un político siempre valdrá más, ante las cámaras, por lo bien que dice o calla lo que en el fondo no le hace ninguna gracia, decir o callar. Mientras, su compañero Íñigo Errejón sigue buscando, muy sesudamente, las razones por las que a muchos votantes que ni saben lo que es Twitter les siga “inquietando” más Podemos que el PP.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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