Era el primer duelo al amanecer de la legislatura, o sesión de control, a sable o pistola, entre Pablo Iglesias y Mariano Rajoy. Sería de cierto interés saber a qué hora se levantaron, respectivamente, después de la eterna sesión del martes, prolongada hasta más allá de las 10 de la noche; si tenían estudiada más o menos la lección; si a Rajoy todavía le quedan trucos de sus años de opositor para dormir poco y disparar como una metralleta al día siguiente; si Iglesias se levantó con las primeras luces para ver desperezarse el sol sobre Vallecas y limpiar con determinación taciturna su revólver del Alcampo. 

Más allá de los discursos, en cualquier caso, de la anécdota o la estocada al aire, lo que sí pareció revelarse, para este cronista al menos, allá al fondo, es el rol que quizás han ido desarrollando el uno hacia el otro hasta ahora, de manera inconsciente. El truco está, igual que para descifrar a una pareja, en fijarse en sus gestos, no en sus palabras. Puede vislumbrarse entonces la postura algo apocada de Iglesias en su asiento y la apostura pródiga de Rajoy para consigo mismo, como invitando a otra ronda desde su sofá de siempre del casino. Una de las cosas que más factura pasa (y pasará) a Podemos, cara a ciertas galerías, es esa actitud descarada que tanto gustará a sus votantes de base; pero alienta la sospecha de que ese arrojo imprevisible [a Podemos le pierden las formas, y las formas pierden votos] no sea sino fruto (inconsciente, subrayamos) de sentirse fuera de sitio. Como si todavía no se creyeran estar donde están, y tuvieran por ello que justificarse de continuo con gestos grandilocuentes por ser la-voz-de-la-calle en las instituciones. Como el que quiere que le toque la lotería y luego no sabe dónde meter los millones, y a lo mejor se acaba arruinando.  

De modo que Iglesias se presenta ante lo que para él será –quizás: estamos elucubrando– una hidra de trajes oscuros y cardados altivos [Cospedal rara vez se rebaja a mirarle cuando habla], desafiando al borde del abismo a su malvada némesis, ésos que sí se sienten legítimos dueños de todo esto; y Mariano, al sentir (el verbo es esencial) que le desafía una suerte de jedi bisoño, aún crudo en realidad para la batalla, le responde con la carcajada macabra, donde más duele, de Darth Vader: “Pablo, yo soy tu padre”. Quizá nos equivoquemos, pero no es mala tesis para explicar esa rechifla mal disimulada que revolotea por el ala derecha del hemiciclo cada vez que se dirigen a ellos los muchachos; porque así es como los verán muchos, como niños. Y al chacheJesús Posada (el que se parece a Fernando Romay) se le notan a veces unas ganas tremebundas de echarse la mano al bolsillo y darles veinte duros para que vayan a comprarse algo a la casetica del Paseo, que es domingo.  

Así, Podemos, el propio Iglesias, puede reclamar al Gobierno cosas muy serias, pero aún no controla el poder de la fuerza que tanto quiere conquistar. Rajoy (hasta Rajoy, podría decirse) lo nota, y entonces hace, si le pilla el día despejado, lo que mejor sabe hacer: ni desenfundar ni sacar la espada-láser, sino levantar una tormenta de humo perfecta a base de frivolidades que desvían entre chascarrillo y chascarrillo la cuestión, bien secundado por esa guardia pretoriana que se parte tan campechanamente de risa –ay, pero qué cachondo es el jefe– como si estuvieran de rave con Bertín Osborne.

“¿Cómo piensa el Gobierno ejecutar las decisiones del poder legislativo?”, pregunta Iglesias a Rajoy, de manera vaporosa, refiriéndose a la resistencia del Gobierno ante proposiciones que aún no implican obligación alguna, como la del martes respecto a la ley mordaza. Y Rajoy responde: “Pensamos aplicarlas aquellas que sea obligado aplicarlas” [sic; tímidas risas enlatadas]. Iglesias pregunta con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, por debajo de la camisa de cuadros [si quitamos el sonido a la escena, parece que está negociando el volver esta noche después de las 3]: “¿Le preocupa más lo que piense este parlamento o lo que piense Angela Merkel, señor Rajoy?”. Y el señor Rajoy vuelve a tomar el micro [si quitamos el sonido a la escena, parece que le fastidia tener que dejar el crucigrama para contestar]: “A mí la señora Merkel nunca me ha dado una orden, pero si se la ha dado a usted dígamelo porque le llamaré la atención” [grandes risas enlatadas]. Y luego le recuerda, con el tono de Coco en Barrio Sésamo, que en democracia existen “el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial”. “Se trata de respetar las competencias de todos. No es tan difícil”. 

Digno de reseñar también cómo Podemos, enfrentándose a Rajoy, suelta collejas al pobre Albert Rivera que éste ni se ve venir (despierta de su letargo centrista con ojos atónitos preguntándose “¿pero por qué a mí, por qué a mí?”), primero por haber citado a Montesquieu y Henry Ford la tarde antes (Iglesias), y después por citar cuando sea a Adolfo Suárez (Íñigo Errejón). Siguiendo el hilo, no sería descabellado que Rivera funcionase como el arquetipo de hijo mayor que sí fue a la universidad y ahora es un hombre de provecho, en vez de dejarse el pelo largo para acabar por ahí, montando circulitos del amor en Sol. 

Al cabo llegó el turno de Gabriel Rufián, de ERC –que sería directamente el niño tardío al que nadie hacía caso ni vio venir mientras crecía, y ahora es rapero y youtuber–, y otro rumorcillo inquieto sobrevoló el hemiciclo: todos expectantes y con morbillo pueril porque iba a preguntarle al papá Rajoy, a cuenta del día mundial de la lucha contra el sida, “qué políticas está llevando a cabo su Gobierno para fomentar el uso del preservativo”. [Más risitas: como cuando llegábamos al tema de la reproducción sexual en los libros de la EGB.] 

Como Rajoy no respondió con la claridad semántica que Rufián aparentó esperar, le soltó en la réplica: “La verdad es que la pregunta iba por el condón. Puede decirlo, no pasa nada, no es nombrar a Bárcenas, señor Rajoy: preservativo, condón”. Son las frases ingenioso-lapidarias con que tanto se gusta Rufián y que luego atrae muchos clicks, como esa otra reciente a Cospedal de que la gente “coma balas y duerma en tanques”, y que espetó bajando ya el micrófono, como el que no quiere la cosa (aunque cualquier malpensado diría que se trae estudiadito de casa hasta el momento en que las va a colocar).

En el duelo de segundos espadas Podemos no corrió mejor suerte que con su líder: Íñigo Errejón preguntó a la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, si tiene previsto el Gobierno “abordar en esta legislatura una reforma de la Constitución”, ya que hay precedentes de hacerlo “de espaldas a la ciudadanía” [la reforma del artículo 135 entre PSOE y PP que “dejó muchos derechos supeditados a los mercados financieros”]. Pero Santamaría fintó con su donaire habitual (“reformar la constitución es algo más que de minorías ruidosas”) y hasta se las arregló para devolvérsela (rebota, rebota y en tu culo explota) a los podemitas: “Convendría que ambos [Errejón e Iglesias] vinieran consensuados de casa”. 

Intratable, la vicepresidenta. Que seguramente recordará a los de Podemos, ahí al fondo, a aquella muchacha del cole (y del instituto, y de la universidad) que siempre se ponía en primera fila, lo subrayaba todo con colorines y estaría dispuesta a matar antes que dejar un apunte. 

[Pronto se nos acabarán los simbolismos y las piruetas verbales para hablar de aqueste jardín de infancia: bastaría entonces con pedirle la transcripción a las taquígrafas, y estas crónicas –lo sabe el Señor– se harían solas.]