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Mantra.
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Lara Moreno acaba de publicar una de esas novelas tristes, tensas e inquietantes que nos obligan a mirar de frente lo que somos, sin complacencias ni excusas. Se titula Piel de lobo, y habla de nuestra incapacidad de reconocer a los lobos cuando vienen. Primero, porque esperamos verlos aparecer bajo una piel de cordero, y los lobos suelen andar por el bosque con su propio pelaje, sin camuflarse, orgullosos y aulladores. Y, en segundo lugar, porque, casi siempre, el lobo somos nosotros. De eso va la filosofía de Hannah Arendt, del miedo que da saber que el mal no viene de monstruos sobrenaturales o del espacio exterior, sino que está banalmente incrustado en las rutinas diarias de cualquier oficinista.
Escribe Moreno (y cuando digo escribe tengo que destacar que escribe soberbiamente, despertando en mí la peor y más biliosa de las envidias profesionales) de muchas cuestiones contemporáneas que interpelan a muchos lectores: el papel que los niños tienen en las vidas de los adultos, el sexo como culpa y como liberación, el egoísmo hedonista que hace el dolor ajeno invisible, etcétera. Pero, por encima de todo, escribe de la incomunicación y de la imposibilidad de cuidar los unos de los otros.
La vida periodística es un guirigay de monólogos. Lectores que sólo quieren opiniones que refrenden las suyas
Los personajes (dos hermanas separadas y unidas a la vez por algo oscuro que sucedió en la infancia y que no se nombra; un ex marido alejado en un divorcio tormentoso; un niño de cinco años que quiere jugar y con el que nadie juega, y una madre-abuela distante que compensa su culpa por la distancia con una sobreactuación de ama de casa) son incapaces de hacerse entender. Les pasan cosas y no consiguen que la gente que les quiere comprendan qué les sucede.
De niño, yo tenía una pesadilla recurrente. Me despertaba en mi habitación y el sol se colaba por la persiana. Quería llamar a mi madre y decirle que ya era de día, pero no me salía la voz. Abría la boca, pero no articulaba una palabra. Me ahogaba con la angustia, sentía que iba a morir en ese instante. Y, entonces, me despertaba. Leyendo a Lara Moreno he revivido esa sensación.
Hay una película que está en cartel y que no tiene nada que ver con la obra de Moreno, pero que creo que habla de lo mismo. Quizá sea mi sugestión o un delirio que me hace pensar que todo lo que leo y veo trata de lo mismo, pero me ha sorprendido encontrar un punto de unión en dos obras tan dispares. Se trata de La llegada, la película de extraterrestres de Denis Villeneuve que va a marcar un hito en un género donde parecía estar todo dicho.
Doce naves extrañas aterrizan en doce puntos de la Tierra. El gobierno estadounidense contrata a una lingüista muy prestigiosa para que descifre el lenguaje en el que hablan los alienígenas (y hasta aquí puedo leer, no destripo nada). El dilema que plantea la obra es la imposibilidad de la comunicación, cómo funcionan los códigos, cómo expresar lo que queremos expresar y cómo ser comprendidos. En el proceso, la lingüista comprende algo profundo sobre sí misma (sí, ya lo sabíamos: porque comprender a los demás es la única forma de entendernos a nosotros), y todo se lo debe al enorme esfuerzo que tiene que hacer para ponerse en la piel de unos seres de los que desconoce todo.
Los lobos sólo se relacionan con lobos y perciben a los demás animales como presas
Me parece muy interesante que menudeen títulos que tratan sobre la necesidad de hacernos comprender y de comprender a otros, porque tengo la sensación de que la vida pública y periodística es un guirigay de monólogos. Lectores que sólo quieren leer opiniones que refrenden las suyas, políticos que defienden consignas que en privado refutan, vendedores de crecepelo que atontan con su verborrea comercial y profesionales de la ofensa dispuestos a darse por aludidos con cada frase que escuchan o leen. Nadie parece querer escuchar a nadie.
La escritora Lea Vélez se quejaba el otro día en su muro de Facebook de que recibía muchos mensajes privados de cariño y buen rollo que empezaban con la fórmula: “Aunque no siempre estoy de acuerdo contigo”. ¿Y por qué iba a estarlo? ¿Quién está siempre de acuerdo con otro alguien? Si ni siquiera una persona está siempre de acuerdo consigo misma, nadie se libra de incurrir en contradicciones y paradojas (o simples cambios de opinión), ¿por qué esa necesidad de matizar que hay afecto pese al disenso? ¿Es que sólo podemos admirar o querer a los que piensan exactamente como nosotros?
La incomunicación nos convierte en lobos. Los lobos sólo se relacionan con lobos y perciben a los demás animales como presas. Quien no se preocupa por hacerse entender ni por entender a los que viven fuera de su manada, acaba sintiendo ganas de devorarlos.
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