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Borges. Antes de la literatura, el tango
Uno de los recursos literarios habituales del escritor fue trufar el baile con la sociología argentina del s. XX
Rafael Flores Montenegro 21/12/2016
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Durante su dilatada existencia, Borges desplegó una actividad mental desaforada. (Adjetivamos con sus palabras. Forma parte de nuestro acervo íntimo para representar asertivamente la realidad). Escribió mucho, aunque no sé si fue más lo escrito que lo dictado. Más aún, le dio esplendor a un nuevo género que es modo de estar en la cultura contemporánea: la entrevista. Directa para ser recogida en magnetofón, transcripta en el acto, transmitida por la radio, la televisión o el cine. Borró fronteras que parecían estar encerrando para siempre formatos literarios convencionales.
Borró también la cuidada distancia entre escribir, esa situación de empeñarse en un escritorio tras la palabra justa, y hablar, o dejar fluir los vocablos al hilo de una conversación. Borges hablaba y se sentía su vena creativa como en las innumerables ocasiones en que buscó y buscó la manera propia de decir las cosas.
A esta costumbre, casi rutina, hay que agregar su aceptación y, podemos decirlo, ¡su placer por la contradicción! No para el vértigo que acaba paralizando el pensamiento porque no soporta la tensión de los extremos, antes bien para ejercer el juego de la refutación. Tras una premisa bien construida y que no llama a su negación necesaria, cuando parecemos tranquilos en su forma verbal y conceptual, Borges ensaya la contracara de una postura, refuta y plantea nuevos problemas.
Borges es una inteligencia viva en permanente actividad y gestación de sí misma
Es palmaria en su obra la abundancia de tal procedimiento. Tanto que en ocasiones nos gana la tentación de verlo como un ejercicio lúdico de la inteligencia. No obstante acabamos tomándolo en serio, con el riesgo de volcarlo en el terreno de lo absoluto. Sobran –y sobrarán siempre– los críticos que por una frase se ufanen de poseer el secreto de lo que piensa Borges. Y tras ello construyan adherencias o rechazos que impasiblemente miren hacia el fanatismo.
Borges es una inteligencia viva en permanente actividad y gestación de sí misma. Por ello, el empeño más sensato –aunque también inacabable– será el de leer y releer la Obra Completa. Si no haríamos reduccionismo del todo a la parte, un estigma sobrado de la pereza intelectual. Nos perderíamos la sabrosa constancia borgeana sobre algunas ideas. Constancia que está y resplandece en muchas visiones del tango, nuestro asunto de hoy.
Sus tratos con el tango empezaron antes de la primeras trazas literarias, porque era el desestabilizante protagonista del paisaje urbano que descubrió cuando aún era niño. Por las calles del barrio de Palermo no faltaban los muchachos que “lucieran ágiles cortes” al paso del organillo que molía tangos en las esquinas. También observó el tráfico de músicos de los primeros tríos que iban nocheriegos y funambulescos a rendir el trabajo o a empezarlo.
Vio el revulsivo atuendo que mandaba el tango, la muchacha que cerrraba la ventana para mirar por sus rendijas las maniobras de los tangueros en las aceras, la prostituta que al son de una victrola invitaba hacia su alcoba. Vio eso y habitaron su atareada elaboración posterior personajes afortunados en su pluma: el compadre, el malevo, el taita, el compadrito. Con su criolla forma de ejercer la condición ontológica, sin apuros y con cierto desdén por los estragos generales de la muerte. Al lado, en ocasiones, aquella mujer tanguera de la orilla, alerta a cambiantes circunstancias de su compañero, entre sumisa y rebelde con una libertad esencial, inescrutable para el patriarca barrial.
Borges sentía la necesidad de un comienzo de nación, o identidad ciudadana similar a la que él imaginó en otros pueblos
Quedaron tales protagonistas en textos que a lo largo de décadas fue modelando incansable el escritor. Avanzó muchas veces sobre las estrictas caracterizaciones que ya había dado en anteriores entregas, los volvió del revés como a Rosendo Juárez, de El hombre de la esquina rosada, los extremó y sustanció en sus últimas esencias.
¿Por qué esa insistencia de Borges cuando ya había otros personajes que llevaban largo tiempo trajinando en un Buenos Aires que modificaba su música y protagonistas? Extensa pregunta para diversas repuestas. La ciudad se cernía espesada de gente. Su composición social abandonaba el eje de “la secta del cuchillo y el coraje” para vencerse hacia la explotación capitalista organizada del trabajo. Los eslabones productivos señalaban un vasto cambio en la distribución de ocupaciones: el arreo de ganado y el trabajo en el puerto se soliviantaban en barriadas obreras al impulso de las fábricas.
Las muchedumbres ya no cabían en los peringundines ni en los bodegones, sino que necesitaban espacios de grandes pistas. Se desplazaron a los salones de cabarets, de Casas de Socorros Mutuos, clubes deportivos.Ya no era la escena de unas empeñosas y destacadas parejas bailando. Eran multitudes de bailarines que determinaron la ampliación y multiplicación por tres y cuatro la composición de tríos y cuartetos dando lugar a las grandes orquestas típicas.
La orilla se había desvanecido en las arterias de la ciudad. Se planteaban otros códigos de relaciones donde la acción colectiva lucía instalada por encima del coraje individual. A Borges no le gustaban tales realidades, más aptas para la constatación sociológica que para la construcción de personajes literarios. La nueva época formativa de Buenos Aires y Argentina tenía otras apariencias que apuntaban a masificaciones, a multitudes vociferantes que lo desagradaron, aunque fueran estridencias por la celebración del Centenario de la Independencia. Tampoco cierto estado asambleario de sindicatos y partidos eran de su entusiasmo. No los entendió. Prefería ambientes reconocibles en un vistazo, la palabra escuchada sin gritar.
Además algo le hizo sentir –sus razonamientos fueron muchos y no siempre acertados– que aquella época resultaba más festiva. Que la alegría y el desdén por la comparecencia de las fatalidades no ablandaba entonces la dicha de vivir. Que la tristeza estuvo ausente, o fue desterrada con una zumba irónica o alardosa. Esta constatación o deseo manifiesto le permitió emparentar en su literatura los ambientes cargados de copas, juegos de naipes, lenocinio y duelos a cuchillo muchas veces clareados por la sugestiva boca de una guitarra invitante a la copla espontánea. Con los ámbitos en que surgieron los cantos homéricos y otras sagas de la Antigüedad. Borges sentía la necesidad de un comienzo de nación, o identidad ciudadana similar a la que él imaginó en otros pueblos.
Una atmósfera de gente pobre llena de anhelos y dignidad habita sus páginas, enhebradas a la vez por el restallante paso de los guapos que se marcaban a cuchilladas
Le pareció que se repiten arquetipos, emblemas, circunstancias con distintos ropajes pero esenciales en cuerpo. Que hay tiempos fundacionales con similar ley de alegría unida al coraje. Así vio, sintió e intuyó los comienzos del tango, coincidentes con los de la Argentina moderna necesitada de un poema epónimo, de una forma artística que fuese espejo y semilla de su mismidad. Y así trazó la biografía provisional del poeta Evaristo Carriego, provisional porque fue editado en 1930 y en su reedición de 1953 agregó corrección y textos sustanciales, sustentados en el mismo espíritu inicial. Lo escribe siguiendo el apotegma de Platón sobre la poesía hija de la memoria. Por ello no ve las barriadas obreras y el proceso de industrialización ya expansivas en el tiempo de su escritura. Se queda en los orígenes, en las imágenes de un pasado ya legendario.
En aquel libro biográfico y fundacional, Borges concentró la apuesta de haber encontrado una figura que necesitaba para dar camino a la caudalosa poesía popular de Buenos Aires. Ya nadie discute, por otra parte, que en Carriego están los comienzos de la temática que orienta la forma que tendrán los futuros “tangos con letra”. Indaga su biógrafo con delectación y detalle la breve vida del bardo, no para enumerar: prefiere el brochazo expresionista a la distracción en matices. Después, la redacción del libro Evaristo Carriego se convierte en un pretexto para desandar en palabras calles transitadas en interminables caminatas que solo, o con amigos, realizaba por los barrios de la ciudad.
Vio nacer y crecer almacenes, bodegones, tiendas y alegorías. Vio lo que venía desde la gestación patriótica y los anhelos de progreso que en un tiempo parece compartieron todos sus habitantes, criollos e inmigrantes mezclados, animosos o resentidos mirando un porvenir promisorio. Asimismo no solamente fue la fluencia hacia delante, o hacia atrás del tiempo, sino en ocasiones cierto aire de eternidad el que cruzó sus observaciones. En una esquina rosada, en la ambigua claridad del crepúsculo o de algunas noches, en el sahumerio incorpóreo de las madreselvas, sintió que el tiempo puede no tener antes ni después.
Nadie podría entonces asegurar cuál sería el gran poema de ese mundo que se estaba gestando. Sin embargo ya se atisba, ya se insinúa
Borges deambulaba con todo su bagaje de lecturas por esas gestaciones diversas que iba logrando la ciudad. Sentimos que es un bagaje que llevaba encima el escritor, que no precedía a los hallazgos de su propia pluma. Contra el lugar común que le asignó una larga estancia primordial en la lectura anterior a la escritura, notamos que fue su sensibilidad lo primero que se ofreció a la aparición de la palabra. En Carriego halló lo que también –por activa y por pasiva– hoy reconoce la literatura argentina en general: el poeta iniciático del tango, quien orientará gran parte de su inspiración y motivos aurorales. Una atmósfera de gente pobre llena de anhelos y dignidad habita sus páginas, enhebradas a la vez por el restallante paso de los guapos que se marcaban a cuchilladas para dejar presencia acusadora en la cara de los otros. O desbarrancaban hacia la tragedia cualquier encuentro de personas que buscaban entretenerse. Su asistencia torva y feral no solo ligada al malevaje, sino que en ocasiones eran miembros de familias corrientes que habían inclinado el rumbo a la pendencia, a la marginalidad rumbosa en el barrio. En todas las ciudades del mundo existen pero Carriego, y luego Borges y el tango, los vieron o intuyeron inventando coreografías, retándose a duelo como en una fiesta, punteando la guitarra para facilitar en los labios el verso de oro entre cursiladas, tal vez, o repetición de epítetos.
Carriego desgraciadamente murió joven, pero sus herederos poetas y cantantes lo evocaron construyendo vigas maestras con sus temáticas. Sus aficiones fueron el barrio, la guitarra, los amigos y la literatura con un componente oral significativo. Leía a sus contertulios y al que por allí anduviera, asumiendo su papel de literato sin pudores. Borges da una semblanza de su vida, de su contorno físico y social y luego analiza sus obras. Al final se siente que no solo estamos ante la estatura del biografiado en estas páginas sino que ellas son el coladero del propio autor afirmando sus gustos y rechazos del ambiente que observa. Conocemos a Borges por ende, lo acompañamos en infatigables andaduras por el entorno, entramos en bodegones, comités y casas de vecindario. Y alumbramos con el cielo azul las casas suburbiales en el crepúsculo. Sentimos siempre una bulla de crecimiento, de soterrada zozobra de creación. Nadie podría entonces asegurar cuál sería el gran poema de ese mundo que se estaba gestando. Sin embargo ya se atisba, ya se insinúa.
En conferencias pronunciadas en 1965 y rescatadas de una probable desaparición, afirma que de su país las palabras esenciales ante los ojos propios y extraños son gaucho y tango. El primero habitante de la dilatada llanura convergente y revuelta aún en las solapas de la ciudad de Buenos Aires, motivo de la gran literatura de la campaña. Y el tango, motivo de poemas de Carriego, Marcelo del Mazo, Guiraldes y de otros amigos del joven Borges. Se trataba ya de nombrar un paisaje urbano, por definición y fatalidad. Una ciudad que caminaba hacia el futuro tanteando acerca de cuál iba a ser su poeta, el que construyera el espejo de su rostro con historias cotidianas y leyendas apócrifas. Ardua sería la carrera.
Aparecieron poemarios, cuentos, aguafuertes, crónicas y novelas para poner luz en la tiniebla de lo aún no reconocido. Las fortunas son desiguales, pero hay páginas que no se pueden desdeñar como hallazgos mejor logrados de la literatura de esas tierras. Entre ellos camina Borges, quizá el mejor situado para conseguirlos. Se ha planteado el mayúsculo problema de frente, y nos ha dicho que encarna el tamaño de su esperanza. Una esperanza que será cumplida, como veremos más adelante –y por boca del propio escritor- por esa especie de intelectual colectivo que componen los autores del tango-canción.
La gran comedia humana de la ciudad puede estar en las imperfectas letras de los tangos
Por esos mismos años publica su bellísimo libro Milonga para las seis cuerdas. El tema es recurrente en todas las formas que adquiere su creación literaria. Y ya sabemos que el autor prefiere aquella época inicial, se decanta en textos y conferencias por los días del “tiempo guapo”. No hay vacilación en esto… inclusive arrastrará en sus valoraciones una verba de culpa para los instrumentos que sajaron el desarrollo del tango, determinando su evolución. Si surgió en la orilla pobre y ambulatoria, no podía ser amamantado por el piano o el bandoneón, instrumentos que indican prosperidad por sus costos y sedentarismo. Sin embargo… retruécanos de las circunstancias, la hermosa música compuesta para las milongas de Borges ¡fueron obra de bandoneonistas y pianistas!, resultantes que el poeta aprobó con entusiasmo.
Con el paso del tiempo echaremos de menos la pormenorizada valoración borgeana de la época que va desde esos años iniciales hasta la mitad del siglo XX en que se corona la Década de Oro del tango cuando dio sus mejores hallazgos musicales y poéticos. A tal punto que en muchas conciencias existe la sospecha –no optimista ni promisoria– de que en ese periplo extraordinario se consumó lo posible. Que las energías creativas redondearon su empuje. Se sabe que después de cerrar un círculo lo que queda es repetición. Pues de ese empeño grandioso y festivo nos faltará luego la luz que podría haber arrojado Borges. Nos preguntamos ¿cómo es cierto que no haya escuchado aquello que hizo de la ciudad una fiesta moviendo la calle y sus intersticios de salones? ¿Cómo no reparó en la poética del tango que llega a cantar:
Sus ojos se cerraron / y el mundo sigue andando. Te duele como propia la cicatriz ajena, esa mesa ese espejo y esos cuadros / guardan ecos, del eco de tu voz. Ya sé, no me digás / tenés razón / la vida es una herida absurda. Si tristeza da al mediocre la pobreza / cómo habrás sufrido vos / que tenés la misma altura que el montón. Vuelvo a escuchar / el nombre mío en tu acento / sin descifrar / si es la palabra que siento / mentira del viento. Pero Dios te trajo a mi destino / sin pensar que ya es muy tarde y no sabré cómo quererte.
Lamentamos que se inclinara hacia otro lado, al del silencio o la desconsideración de una fiesta que llenaba el cielo de Buenos Aires en las décadas del 1930, 40 y parte del 1950. Ah, pero no faltó a Borges grandeza, al fin. En la atmósfera, solapando un año tras otro, sí escuchó el aire de los tiempos. Para justicia y escarnio de reduccionismos, en la reedición del libro Evaristo Carriego del año 1953, Borges advierte que la “gran comedia humana de la ciudad puede estar en las imperfectas letras de los tangos”.
Mejor que en ninguna otra poesía pues hunde sus raíces de tradición oral, en la canción.
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Este texto pertenece a una conferencia concedida por Rafael Flores Montenegro en Atenas, el 5 de noviembre de 2016.
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Rafael Flores Montenegro
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