En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
____________
En enero CTXT deja el saloncito. Necesitamos ayuda para convertir un local en una redacción. Si nos echas una mano grabamos tu nombre en la primera piedra. Del vídeo se encarga Esperanza.
Donación libre:
____________
Abandonamos el hotel de budas desorientados en la costa maya y nos dirigimos a la selva, donde pasaremos unos días viviendo como nuestros ancestros. Cris, nuestra amiga y anfitriona, nos viene a recoger en una furgoneta ranchera destartalada y, como no hay mucho espacio en la cabina, me propone que vaya detrás.
Cuando era un niño de aldea, nada me gustaba más que acompañar a los mayores cuando iban a segar, sobre todo para volver al oscurecer subido en la parte de atrás del tractor, tumbado en la inmensa montaña de hierba olorosa y fresca, rozando las ramas de los árboles con mis dedos mientras avanzábamos lentamente y en el cielo brillaban las primeras estrellas. Así que, sentado junto a mi mochila, el viento agitando mi pelo, primero por una pequeña carretera y después por un camino de tierra, con las copas de los árboles sobre mi cabeza, como si navegara por pequeños ríos que cruzaran la inmensa selva, no puedo evitar sentirme igual que entonces.
Un hogar
El suelo de la palapa –la cabaña tradicional maya– es de cemento pulido y en el centro hay un gran agujero rodeado de piedras con un fuego siempre encendido, donde cocinan y alrededor del que dormimos. El techo de hoja de palmera seca se sostiene gracias a varios troncos gigantescos de árboles que tienen que estar muertos antes de cortarlos para que no los devoren las termitas. El resto del espacio está cubierto por finísimas mosquiteras metálicas casi transparentes. Me recuerda a una jaula de zoo, pero en la que los animales fuéramos los humanos. En el fuego arden grandes trozos de madera tan dura que tardan días en quemarse.
Una mesa con las patas cortadas para poder comer sentados en el suelo, una mesa alta con unas cajas de plástico donde guardan las escasas pertenencias que tienen, una hamaca y poco más. Sin embargo, desde que me descalzo y pongo el pie dentro, tengo la agradable sensación, lo saben mi olfato, mis nervios, mi tacto, de haber llegado al hogar.
El Jaguar
En cuanto se pone el sol, la oscuridad lo inunda todo, como si fuera agua negra que surgiera del suelo rocoso. El sonido de los insectos se hace abrumador. Aunque de algún modo se parece al silencio, pues también ensordece los propios pensamientos. La selva es un muro negro frente al que me siento atemorizado e insignificante. Sé que si lo cruzara, si comenzara a caminar en esa dirección, tal vez no volvería o regresaría siendo otro.
Escuchamos un rugido, el sonido de unas ramas agitándose a escasos metros y por último un lamento. Me explican que el Jaguar ha cazado un mono. Siempre hablan de los jaguares en singular, como si fuera uno sólo.
Noche
El choque de pasar del presente a un modo de vida que desapareció en el siglo xix es muy intenso. Al no haber electricidad, ni medios de comunicación, se sigue el ritmo del día. Nuestros anfitriones se acuestan poco después de ponerse el sol, y se despiertan, frescos como niños, con el canto de los primeros pájaros. Yo me tumbo en la esterilla junto a la hoguera porque, literalmente, no hay nada que hacer, confiando en que contemplar el fuego, después de un día tan intenso, me provoque el sueño. Pero no es así. Raquel se duerme enseguida, pero yo me siento como si flotara en una lancha sobre un lago oscuro. Observado por seres que desconozco y que acechan a pocos metros. El borrón de tinta cuando no hay historia resulta asfixiante para mí esta primera noche y tardo horas en dormirme. Menos mal que están ellas. Innumerables luciérnagas brillan contra el cielo increíblemente estrellado: parecen ascuas de un fuego fosforescente elevándose: parecen estrellas fugaces.
Mañana
Me despierto sobresaltado por un sonido parecido al de un motor. Enseguida descubro que son varios diminutos y hermosísimos colibrís libando las flores rojas de un arbusto cercano. Llegan todos los días al amanecer, como obreros madrugadores, antes de que los rayos del sol penetren entre los árboles.
Hervir agua en una hoguera es lento, así que antes de desayunar recogemos las esterillas, colchones y mantas y, después, me lavo la cara con agua helada. Le pregunto a Pachu, el novio de Cris, si le puedo ayudar en algo. Me dice que puedo traer leña. Dándome un machete, me explica que no corte nada vivo: en los alrededores hay montones de árboles y ramas muertas. Asustado y excitado me adentro en la selva, todavía en penumbras. Es todo tan fértil y húmedo que tengo la sensación de que en cualquier momento el suelo me va a engullir y digerir. Dos horas después estoy satisfecho, cubierto de tierra, sudor y astillas.
En la selva, los días son tan amplios y todo lo que haces es tan necesario que al oscurecer tengo la sensación de llevar aquí semanas. Por supuesto, me acuesto en cuanto oscurece y me duermo inmediatamente.
Cuidar su vida
En México abundan los carteles explicando cosas obvias. Por ejemplo, en la autopista: «No aparcar en la curva», «No tirar piedras a los coches»; en el avión: «Si este no es su vuelo, haga el favor de bajarse antes de despegar» o «No pase por debajo del motor encendido»; o junto a un precipicio: «No tirarse»; o en un paso a nivel: «Hagan el favor de cuidar su vida». Este último es mi preferido.
Limpiabotas
Mi padre tiene una foto con mi edad en la que sale apoyado en el alfeizar de la cristalera de un café mientras el limpiabotas le lustra los zapatos, leyendo el periódico, tan elegante de traje, y la recuerdo cada vez que veo a uno de los muchos limpiabotas que hay en México. Me gustaría hacer lo mismo, pero siempre resulta que justo en ese momento llevo zapatillas de deporte.
Me fijo en una policía que se sienta en la silla de un limpiabotas joven. Hablan mientras él le saca lustre a sus botas negras. Cuando ella habla, él escucha con una sonrisa en la boca. Cuando habla él, ocurre lo mismo. Juraría que las botas no estaban sucias.
Sonidos
El basurero toca una campana grave, el vendedor de tamales suelta un pitido semejante al de una locomotora, incluso el comprador de chatarra tiene una cantinela. Todos los oficios tienen un sonido propio con el que se anuncian y que los autóctonos reconocen. Suenan sobre sobre todo al oscurecer, como los pájaros.
Furgoneta
Salimos en furgoneta a las siete de la mañana camino de la Feria Internacional del libro de Guadalajara. De normal no se tardan más de cinco horas, pero el año pasado, por ejemplo, tardaron doce. Vamos unas diez personas, escritores y editores principalmente, tenemos una nevera con cervezas como para cien y drogas en abundancia.
Al poco de salir, el escritor y editor Eduardo Rabasa –me ha dicho que le vale madre que use su nombre, y así hago– se come un cuarto de tripi y me ofrece a mí otro. Pero le digo que prefiero esperar a que paremos a desayunar para no tomarlo con el estómago vacío. Se ve que estoy madurando.
Una hora después, con el estómago ya lleno, rectas que parecen llevar al cielo. Extensiones de tierra como planchas de metal oxidadas. Rancheras con cinco o seis personas en la parte de atrás que nos saludan. Un perro atropellado. Un perro famélico y con costras en el lomo. Lagos grandes como océanos. Poblados cochambrosos, aplastados bajo el cielo, partidos a la mitad por la carretera. Poblados alegres con su iglesia de adobe y su plaza con árboles. Personas en bicicleta con grandes cargas a la espalda por la autopista. Puestos de comida improvisados en el arcén. Mujeres moviendo grandes banderas de colores reclamando la atención de los conductores. Niños que agitan sus manitas a nuestro paso, como si fuéramos en tren. Baños en mitad de la nada donde una señora limpia después de casa uso a cambio de unos pesos. Gasolineras de esquinas afiladas donde compramos más cerveza con rostros alegres y desfigurados.
Y amarillo desvaído por los bordes. Y tan azul que es casi blanco. Y un tacto rasposo, y el palo al final del polo. Y la cumbre nevada de un volcán. Y los dientes. Y la música, como si la hubieran compuesto para nosotros.
En esta selva también todo dura años, pero no me acuesto en cuanto oscurece.
____________
En enero CTXT deja el saloncito. Necesitamos ayuda para convertir un local en una redacción. Si nos echas una mano grabamos tu nombre en la primera piedra. Del vídeo se encarga Esperanza.
Autor >
Manuel Astur
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí