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Reportaje

Italia-Francia: la frontera prohibida para los refugiados

Después del atentado del 14 de julio en Niza, la policía francesa ha acentuado los controles. Más de 36.000 inmigrantes fueron detenidos el año pasado mientras intentaban alcanzar el territorio galo

Enric Bonet Ventimiglia (Italia) , 7/02/2017

<p>Tres jóvenes pasean entre los barracones del campo de la Cruz Roja en Ventimiglia.</p>

Tres jóvenes pasean entre los barracones del campo de la Cruz Roja en Ventimiglia.

E.B.

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“Resulta más difícil traspasar la frontera francoitaliana que cruzar el Mediterráneo”, asegura Omar Abdelkrim, de 25 años. Tras haber vivido durante dos meses en un campamento de la Cruz Roja en la localidad fronteriza de Ventimiglia, este joven del Chad, que abandonó su país natal en 2012, ha renunciado a su sueño de llegar a Francia. Durante los dos años que estuvo en Libia, trabajó recogiendo patatas para conseguir los 1.700 dinares libios (1.134 euros) que le costó su pasaje a Sicilia. Cruzó el Mediterráneo en una barcaza en la que “viajaron más de cien personas”, asegura. Pero una vez ha llegado a Ventimiglia, a apenas siete kilómetros del territorio francés, ahora se ve obligado a quedarse en suelo italiano.

“He intentado cruzar la frontera una vez. Llegué a Francia andando por las montañas y luego cogí un tren hasta Niza. Pero allí me pararon en un control de la policía y me llevaron de vuelta a Italia”, explica Abdelkrim, quien reconoce que no suele salir del campamento de la Cruz Roja, “porque tengo miedo de que me detenga la policía y ésta me reenvíe a Tarento [en el sur de Italia]”.

“Son las mismas rutas que siguieron los judíos y los militantes comunistas que huyeron del régimen de Mussolini”, explica el historiador Enzo Barnabà

Desde junio de 2015, la policía francesa controla las carreteras y trenes que comunican Francia con Italia, como les autoriza a hacerlo el Tratado de Schengen en el caso de que la seguridad de su país esté amenazada. En el departamento francés de los Alpes-Marítimos (en el sudeste del país), hay trece puntos de pasaje autorizados, que se extienden desde la frontera en el litoral hasta las afueras de Niza, a unos 40 kilómetros del territorio italiano. La policía también vigila la llegada de inmigrantes en la mayoría de las estaciones de trenes y autobuses de esta región. Unos controles que no han hecho más que intensificarse después del atentado del 14 de julio en Niza.

“Intentaba cruzar la frontera todos los días”

“Los controles fronterizos han sido introducidos con el pretexto de la amenaza terrorista, pero en realidad sirven para impedir la llegada de inmigrantes”, critica la abogada Mireille Damiano, miembro del sindicato de abogados de Francia y experta en Derecho de los menores. “Para todas aquellas personas que tengan una apariencia sudanesa o eritrea, la frontera está cerrada”, añade Hubert Jourdan, el coordinador de la asociación Habitat et citoyenneté. Según datos de la prefectura de los Alpes-Marítimos, la policía fronteriza detuvo el año pasado a 36.789 inmigrantes sin documentos de entrada.

“Cuando estuve en Ventimiglia, intentaba cruzar la frontera todos los días. A pie, en tren, lo intentaba de todas las maneras”, reconoce Isham Ibrahim, un joven sudanés de 21 años que vivió durante un mes y medio en esta localidad fronteriza.

A causa de la presencia sistemática de los controles, los refugiados buscan caminos alternativos.

Muchos de ellos intentan llegar a Francia a través del sendero conocido popularmente como el “Paso de la muerte”, que ha sido rebautizado por los activistas locales como el “Sendero de la esperanza”. Este transcurre por un acantilado situado entre la autopista y el mar. Un alambrado de espino construido después de la Segunda Guerra separa el territorio italiano del francés. Sin embargo, los inmigrantes abrieron un agujero en la valla que se ha engrandecido gracias al pasaje constante de personas durante los últimos meses.

Otros, en cambio, andan de noche por las vías del tren durante al menos siete horas. Un camino que les permite atravesar las escarpadas montañas de los Alpes-Marítimos y llegar hasta el valle del río Roya, donde decenas de voluntarios, como el campesino Cédric Herrou, les dan cobijo a pesar de la represión policial que sufren los vecinos de esta zona. “Se trata de las mismas rutas que siguieron los judíos y los militantes comunistas que huyeron del régimen fascista de Mussolini”, explica el historiador Enzo Barnabà, quien reconoce que “son muy peligrosas”. Cinco personas murieron el año pasado mientras intentaban cruzar la frontera francoitaliana.

Centenares de refugiados bloqueados en Ventimiglia

Ante la epopeya que implica alcanzar el territorio francés, varios centenares de refugiados sobreviven bloqueados durante semanas, e incluso meses, en Ventimiglia. Esta ciudad, de poco más de 25.000 habitantes, se ha convertido en un lugar de paso obligado para muchos de los sudaneses y eritreos, pero también nigerianos, malíenses o guineanos, entre otros, que llegan a Europa siguiendo la ruta de Libia e Italia –la principal puerta de entrada del continente, con más de 180.000 llegadas en 2016–. Tras haber sobrevivido al peligroso cruce del Mediterráneo, donde murieron ahogadas 3.800 personas (una cifra récord) el año pasado, y recorrer la península itálica, estos se encuentran con la aglomeración de un campamento humanitario.

Un grupo de jóvenes juega al futbolín en el campo de Ventimiglia. / E.B.

Un grupo de jóvenes juega al futbolín en el campo de Ventimiglia. / E.B.

Cerca de 400 personas residen actualmente en el campo de la Cruz Roja, en las afueras de Ventimiglia. Abierta el pasado 16 julio, esta infraestructura, destinada a los hombres solos, está compuesta por unos sesenta habitáculos. Cada uno de estos barracones blancos, pegados unos a otros en dos hileras geométricas, alberga a seis personas. Obligados a ducharse en el aire libre, los inmigrantes lamentan la precariedad de este lugar: “Hace mucho frío, la calefacción prácticamente no funciona y las duchas están muy sucias”, afirma Adam Konate. Este marfileño de apenas 16 años se resguarda de la ola del frío que acecha el norte de Italia con un abrigo doble, pero calzando unas simples chanclas de playa. Es el único calzado que dispone a la espera de que los voluntarios de la Cruz Roja le den unos zapatos.

“No hago gran cosa en mi día a día. Intento ayudar a los trabajadores de la Cruz Roja”, explica Abdelkrim. En el amplio solar, en el que se halla el campamento, construido en una antigua estación de trenes, escasean las actividades de ocio. Uno de los sitios más concurridos es el futbolín, instalado en la entrada. Una caja de madera con una montaña de libros encima y una alfombra granate en el suelo componen uno de los lugares más íntimos: el espacio de oración. Durante esta tarde de enero, Abdelkrim se dedica a echar sal al suelo para evitar que este se hiele por la noche.

En el centro de Ventimiglia, los inmigrantes alojados en la iglesia de Sant’Antonio no sufren tanto las bajas temperaturas invernales. Entre 50 y 150 mujeres y niños, depende del momento, residen en el subsuelo de esta modesta parroquia, que durante meses fue el principal centro de acogida de refugiados de la ciudad. “Antes de la apertura del campo de la Cruz Roja, llegamos a alojar a unas 1.200 personas”, explica Alessandra, una voluntaria de Cáritas, quien reconoce que entonces instalaron un campamento improvisado en el patio de la iglesia.

Cinco personas murieron el año pasado mientras intentaban cruzar la frontera francoitaliana

En cambio, las mujeres y los niños se alojan ahora en habitaciones, separadas por sexos, donde hay una decena de literas en cada una y prácticamente ninguna ventana. El comedor resulta pequeño, tiene una capacidad máxima de 40 personas. Lo que obliga a los refugiados a comer por turnos durante los días en que la iglesia acoge a más gente. Recién llegados a esta localidad, la mayoría de los extranjeros continúan acudiendo primero a este lugar en busca de cobijo y un plato caliente.

Abusos policiales de todo tipo

Tras haber pasado una semana en la iglesia de Sant’Antonio, Fatima Keta, 18 años, no puede esconder su resignación. Ha intentado cruzar la frontera en dos ocasiones, pero siempre la han detenido. “Cuando llegamos a la primera estación de tren en Francia, la policía me obligó a bajar del tren y volver a Italia, ya que no disponía de los documentos de entrada”, explica esta joven de Guinea-Conakry, que tuvo que andar durante dos horas para volver a Ventimiglia. “Sólo nos pidieron los papeles a los negros”, critica.

Si uno viaja en tren o en coche  entre Ventimiglia y Niza, comprueba que  las únicas personas controladas son negras o magrebíes. Según la Corte de casación francesa, el organismo con mayor jerarquía judicial del país, estos controles en función del aspecto físico representan una falta grave. Este procedimiento resulta, sin embargo, complicado de denunciar, “ya que las personas controladas son reenviadas directamente al territorio italiano”, señala Damiano.

Una vez devueltos a Italia, los inmigrantes corren el riesgo de que la policía italiana les haga registrar sus huellas dactilares, lo que les obligaría a solicitar el asilo en este país de acuerdo con la convención de Dublín. O en el peor de los casos, que los desplace hasta el sur de Italia. Así le sucedió a la guineana Mariane Conte, detenida por las fuerzas del orden francesas mientras viajaba en coche un hombre con apariencia árabe, al que dice no haber pagado nada por el viaje. Después de su detención, las autoridades italianas la llevaron hasta Tarento. “A todos aquellos que intentan cruzar la frontera y son detenidos en el intento no los realojamos en el campamento de Ventimiglia, sino que los reenviamos a un hotspot (centro de registro de inmigrantes) en el sur del país”, admite el director del campo de la Cruz Roja, Valter Musccatello.

Vulneración de los derechos de los menores

Estas vulneraciones de los derechos de los inmigrantes resultan aún más flagrantes en el caso de los menores no acompañados, según denuncian varias asociaciones humanitarias. De acuerdo con la legislación francesa, cualquier menor que se encuentre en territorio nacional debe ser acogido en una residencia de ayuda social a la infancia. A pesar de ello, “la policía actúa de forma abusiva con los menores, ya que los obliga a volver a Italia”, denuncia Jourdan, de Habitat et citoyenneté.

Es el caso de Yadyllo Cereno, un joven guineano de 16 años, que lleva más de tres meses viviendo en la iglesia de Sant’Antonio. En las numerosas ocasiones en las que ha intentado alcanzar el territorio francés, le han denegado la entrada. “Dije a los agentes de policía que era menor de edad, pero estos me respondieron que la situación es la misma para los menores que para los mayores”, explica. “De momento no he ganado mi partida, pero estoy seguro de que llegaré a mi destino”, afirma, sin embargo con convicción y esperanza.

Según los criterios de la prefectura de los Alpes-Marítimos, “todos aquellos menores localizados en un punto de control son considerados como si nunca hubieran entrado en el territorio francés”, denuncia Damiano. “Nada nos hace pensar que los menores estarán mejor tratados en Francia que en Italia”, declaró François-Xavier Lauch, el director del gabinete del prefecto, en el diario digital Mediapart para justificar el rechazo de los menores. Sin embargo, esta interpretación de la ley provoca, según Damiano, que en este departamento haya al menos una treintena de menores a los que no se les asiste socialmente, a pesar de que llevan varios meses viviendo en esta región.

Además, la policía francesa suele reenviar a los menores a territorio italiano sin aplicar los procedimientos requeridos para estas situaciones. En la mayoría de los casos, los obligan a subir en el primer tren que se dirige a Ventimiglia y los depositan en su interior. Esta forma de actuar se debe al hecho de que las autoridades italianas rechazan su readmisión.

“Si hay menores que se encuentran en Francia, deberían ser las autoridades francesas las que se ocupen de ellos”, defiende el alcalde de Ventimiglia, Enrico Ioculado. Aunque asegura que no cree que su ciudad se convierta en un nuevo Calais en el norte de Italia, reconoce que le preocupa la llegada creciente de inmigrantes en esta localidad: “No vemos el final al problema de la gestión migratoria en Europa”.

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