Vidas en suspenso en Bulgaria
Cerrada la ruta de los Balcanes, el país más pobre de la UE se perfila como nueva zona de paso para los refugiados. La actitud del Gobierno de este país del tamaño de Castilla y León es clara: no son bienvenidos
Guillermo Hildebrandt Sofía , 19/03/2017
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Secuestros, palizas y engaños a manos de las mafias. Las historias de los que han llegado a Bulgaria huyendo de la guerra y la miseria no difieren mucho de las que se oyen en otras partes de Europa. Y aquí, como en otras partes, el sentimiento es ambivalente: están vivos, pero no han alcanzado su destino, más al norte. En los paupérrimos campos diseminados por el país, unas 3.200 personas esperan a que pase el invierno, recabando como pueden las fuerzas y el dinero necesarios para continuar su viaje. Otras muchas, imposible saber cuántas, lo cruzan clandestinamente. En este país pequeño y tan pobre que parece no salir nunca de la crisis no quieren refugiados, y el Gobierno del conservador Boiko Borisov, que dejó el poder el pasado noviembre tras la victoria del candidato no oficialista en las presidenciales, lo dejó claro. Les ha dado comida y cobijo a la espera de que marchen lo antes posible. Según denuncian organizaciones independientes, las devoluciones en caliente y la violencia en la frontera con Turquía funcionan a modo de aviso y no se implementan políticas de integración. El actual ejecutivo interino, nombrado para gestionar el vacío de poder hasta las elecciones del 26 de marzo, no ha introducido cambios sustanciales.
Curiosamente, Bulgaria necesita savia nueva. Se estima que en 2060 la reducción de la población a causa de la emigración y la baja demografía será de 1,8 millones de personas, casi un 25% del total. De los 7,3 millones de ciudadanos, uno de cada cinco tiene hoy más de 65 años. El sueldo mínimo, recién subido el pasado mes de enero, asciende a 235 euros mensuales. Sigue siendo el más bajo de toda la Unión Europea.
Campo de Harmanli, a 30 kilómetros de la frontera con Turquía
Hace un par de semanas se alcanzaron los 15 grados negativos; aunque febrero trajo la tregua y el termómetro marca un par de líneas sobre el cero, la nieve motea las montañas y los campos circundantes. Una furgoneta traquetea camino abajo hacia el vecindario de módulos prefabricados que habitan las familias sirias. Aquí todos lo llaman las “caravanas“. Ya en la entrada, los hombres que esperan en corrillos ayudan a las cocineras a descargar el rancho. Destapan los gastados bidones metálicos para ver su contenido. Se libera un humo espeso con fuerte olor a pescado, en unos, y a patatas, en los otros. También hay unas cajas de manzanas y pan. Con la tapa en la mano, uno de los hombres bromea: “¿Quieres probar, amigo?”.
A un lado, a Ali Ramadan se le escapa algún ademán más vehemente de lo que querría. La caravana de su familia es una de las 24 que llevan cuatro días sin electricidad, y pide que les trasladen a otra. Mientras espera a su mujer y a sus hijos para la comida, nos invita a entrar. Como no hay sillas –ni espacio para ellas–, nos sentamos en las literas. Ali despide vaho cuando habla, y cuando tose.
“Un día, empecé a ver por la calle a chicos que hacía días que no venían a clase. Iban armados con pistolas y fusiles. Les habían enrolado"
Su mujer Amina y él, maestros de escuela en Hasaka (Kurdistán sirio), se vieron obligados a dejar su hogar y puestos de trabajo hace seis meses: “Un día, empecé a ver por la calle a chicos que hacía días que no venían a clase. Iban armados con pistolas y fusiles. Les habían enrolado, y yo jamás permitiré que eso les ocurra a mis hijos”. Alí sigue intentando contener la efusividad de sus gestos, respira, se esfuerza por hablar pausadamente: “Antes de marchar, hablé con mis alumnos: ‘Tenéis que luchar‘, les dije,‘pero no en la guerra, sino para venir a la escuela y seguir aprendiendo”.
6.000 euros fue el precio acordado para llegar a Alemania con sus tres hijos, de nueve y siete años y un bebé de algo más de un año. Llegaron hasta Sofía, donde debían contactar con su enlace –Ali lo llama “el agente“, y hace el gesto de ponerse unas gafas de sol–. No dieron con él. Les detuvieron.
Aparte de dar clase a sus hijos, Ali no sabe qué hacer con las horas muertas. Amina, que vuelve de haberse refugiado un rato en uno de los edificios del campo para que el bebé “no se congele”, no sabe qué es el tiempo libre: “No paro, entre los niños, limpiar, que a veces cocino algo…”, comenta mientras se muestra apurada por la falta de espacio y por no poder ofrecer un té. “La culpa del apagón es nuestra, gastamos demasiada electricidad: el hervidor de agua, la calefacción…”, se disculpa. Aunque domina el inglés mejor que su esposo, es él quien sentencia: “Nos vamos a quedar un tiempo en Bulgaria. ¿Qué podemos hacer? No tenemos dinero, así que buscaré un trabajo, y mis hijos podrán volver a la escuela. Es mi única obsesión, están perdiendo el tiempo, son muy inteligentes”.
Según datos facilitados por la Agencia Estatal para los Refugiados y el Ministerio de Interior, al escribir este reportaje había en Bulgaria unas 4.000 personas migrantes registradas en los centros de recepción –cinco “abiertos”, dos “cerrados”– y en los dos centros de detención. En 2016 pidieron asilo unas 19.400 personas, lo que supuso la primera reducción en los últimos años (tras los 20.400 de 2015, 11.000 de 2014 y 7.000 en 2013). Pero son pocos los que, como Ali, se resignan a quedarse. Un dato significativo: en 2016, el 85 % de las peticiones de asilo tramitadas quedó suspendida o cerrada. Sus solicitantes habían hecho lo mismo que uno de cada cinco búlgaros en el último cuarto de siglo: irse a otra parte.
Secretos a voces
Muchas personas pasan de largo sin aparecer en ningún informe, trasladadas por transportistas clandestinos o esquivando por su cuenta los controles a lo largo y ancho del país, de una extensión algo mayor que la de Castilla y León. “Podrían ser tantas como las que que aparecen en los registros, o podrían ser el doble. Solo podemos especular”, admite Borislav Dimitrov, del Comité de Helsinki de Bulgaria –la organización, comisionada por Naciones Unidas, monitoriza las fronteras del país y tiene acceso a los campos, donde da cobertura legal a los migrantes dentro de sus “limitadas” posibilidades–.
Bruselas, que anuncia a bombo y platillo sus esfuerzos por taponar la frontera, ha abonado desde octubre de 2016 91 millones de euros de los 149 a los que se comprometió, amén de otros 6,1 millones anunciados a comienzos de febrero. También en octubre, inauguró la primera misión de la flamante Agencia de la Guardia Europea de Fronteras y Costas –antes Frontex– con el envío de 200 efectivos. Dimitrov conoce las cifras, pero enarca las cejas escéptico y recuerda los numerosos casos de agentes y cargos intermedios fronterizos detenidos por corrupción. El funcionario señala que, tras fortificar Serbia sus lindes, a mediados de año, los campos búlgaros se vieron pronto sobrepasados. Y apunta que el propio ministro del Interior se congratuló del efecto normalizador que tendría la llegada de los refuerzos comunitarios, reconociendo la gravedad del problema.
Tanto el Comité de Helsinki como la ONG local Voz en Bulgaria o Amnistía Internacional han denunciado los brutales métodos de la policía fronteriza búlgara
Dimitrov pronostica que el Gobierno que salga de las elecciones anticipadas del próximo 26 de marzo no va a cambiar su actitud con los refugiados, que resume en prescindir de una política de integración para los que quieran quedarse y fomentar las devoluciones en caliente y la violencia de los policías fronterizos para que se sepa qué es lo que hay –los rumores, como se sabe, se extienden como la pólvora entre los migrantes–.
En una entrevista con cámara oculta de la televisión pública búlgara, un policía de frontera detallaba cómo sus órdenes eran golpear a los inmigrantes y devolverlos directamente a Turquía. Tanto el Comité de Helsinki como la ONG local Voz en Bulgaria y Amnistía Internacional han denunciado los brutales métodos de la policía fronteriza búlgara. El caso de un chico asesinado a tiros en octubre de 2015 fue sobreseído en junio pasado sin mayores consecuencias. La detención de las personas migrantes, que la normativa europea contempla solo en casos puntuales, es una “práctica habitual”, según las mismas organizaciones.
La regente de un pequeño hotel, algún periodista local, la tendera de un horno de pasteles que siempre tiene las bandejas del escaparate semivacías… En Harmanli, todos conocen los entresijos de la frontera, algunos más ciertos que otros. El pasado noviembre, un bulo recorrió esta pequeña, desconchada y tranquila localidad. Durante el verano hubo tres manifestaciones pidiendo el cierre del campo, en funcionamiento desde 2013 y que, cada vez más, sobrepasaba su capacidad de 2.700 personas, lo que lo convierte en el mayor de Bulgaria, para un pueblo de 20.000 habitantes.
Acostumbrados a las familias sirias, algunos no veían con buenos ojos la creciente presencia de chicos afganos en sus calles. Los acontecimientos se precipitaron tras difundirse –se acabaría desmintiendo– que había un brote infeccioso entre los solicitantes de asilo. De nuevo, protestas frente a la puerta del campo, esta vez más enérgicas. La dirección, nerviosa, tiró por la vía rápida y cerró las puertas del lugar. Una cuarentena, a la antigua. A los dos días, cientos de jóvenes aparecían en los televisores de todo el país tirando piedras contra los antidisturbios y quemando contenedores. La carga policial, con cañones de agua y balas de goma, se saldó con 400 detenidos. En el Comité de Helsinki admiten que no saben exactamente qué pasó con ellos.
“Aquello fue un fallo de comunicación con los afganos”, cierra sin más Atanas Mladenov, sin hacer mayor autocrítica. Antes de dirigir el campo de Harmanli fue jefe policial de la frontera con Turquía. Se niega en redondo a discutir la honorabilidad de sus antiguos subordinados. “La frontera con Turquía está cerrada, es mejor que la de Serbia”, se ofende, mientras el traductor agacha la cabeza para esconder una sonrisa. “Además, le interesará saber que es una empresa española la que se encarga de la vigilancia”. Se refiere a Indra, encargada de controlar los 260 kilómetros divisorios con Turquía, de los cuales aún falta un número indeterminado por vallar (“las informaciones del Gobierno son siempre contradictorias”, segura Borislav Dimitrov).
Sin libros, sin futuro
El joven traductor, de pelo engominado, buena planta y ropa elegante, se llama Ivaylo Raichev. Es el tercer mando del campo. En la Academia Militar estudió gestión humanitaria y un máster en Seguridad Nacional. En Harmanli, ordena y coordina. Habla con fluidez árabe y algo de persa. En su trato con las familias y los chicos, que le saludan y le paran para pedirle su intercesión en uno u otro asunto, mantiene un complicado equilibrio entre distancia y empatía. “¿Qué cuál es mi puesto? En búlgaro es Komandir, así que en inglés se debe decir… Comandante”. Como ocurrirá en las otras dos visitas de este periodista a campos búlgaros, supervisará todo el recorrido.
Desde que se solicita asilo, la primera resolución suele tardar unos cuatro meses
Los que van y vienen cada día por el campo saben sortear los barrizales helados y las montañas de basura. El Comandante, disgustado, llega a los edificios de los afganos con los zapatos de cuero perdidos de barro. Quiere pasar de largo de uno de ellos, pasto de un incendio ocurrido hace apenas unas semanas –cuyas causas, al escribir este reportaje, aún se estaban investigando–. Ivaylo lo cree deshabitado, pero allí viven ocho jóvenes de entre 16 y 25 años, que a esta hora intentan mejorar en un fuego los simples pescados y patatas del almuerzo con un par de verduras que trajeron del pueblo.
El cuarto que habitan se encuentra en la zona central del edificio; para llegar hay que cruzar un pasillo encharcado y de paredes tiznadas por el fuego, lleno de desperdicios y colchones mohosos. La puerta es una cortina. Dentro, el olor es penetrante; la temperatura, acogedora. Hay un brasero en el suelo. El Comandante mira a los lados y sacude la cabeza. Ellos piden que les dejen quedarse allí. “No molestamos a nadie, Ivaylo, y con los otros siempre tenemos problemas”. Pasan el día frente a las ascuas, no saben qué será de su futuro.
Ahmed Assifi, natural de Jalalabad, Afganistán (“allí no hay nada, hermano. Créeme, no puedo volver”), repasa desordenadamente sus recuerdos, vuelve a los años que pasó en Escocia con su tío hasta que los deportaron, se calla unos segundos mirando el carbón al rojo vivo, ahora habla de los líos con grupos de traficantes en su tierra natal... Y admite que se está volviendo loco. “Por favor, dadme una vida”, se escucha cuando nos vamos alejando.
Desde que se solicita asilo en Bulgaria, la primera resolución suele tardar unos cuatro meses. Antes podían recurrir el veredicto un número indefinido de veces. De un tiempo a esta parte, solo tienen dos apelaciones posibles, mientras no aporten nada nuevo a su historia. El Gobierno dejó de darles dinero –65 levas al mes, unos 30 euros– a comienzos de 2015. “Nos parece inadmisible. Están sin papeles, sin dinero y sin nada que hacer”, protesta Dimitrov en su oficina en Sofía.
Como en cualquiera de los dormitorios a los que este periodista fue invitado, las paredes del cuarto de Saleha y Behishta Naimi están pintarrajeadas con nombres, consignas y poemas en diferentes idiomas. Sin embargo, y aunque los colchones y el suelo están roñosos, el aire no está viciado. Madre e hija, afganas, tienen bastante espacio, y varias camas más de las que necesitan. Desde los disturbios de noviembre, que supusieron la apertura de otro campo, Harmanli está menos lleno. “Fue una noche terrorífica. Terrorífica”, repite con la mirada vacía Saleha, la madre. “Nosotras nos quedamos aquí, en la habitación, sin luz, escuchando los gritos por todo el edificio y fuera. Los policías entraron, pero no nos pegaron. La culpa no es suya, sino nuestra. Fueron los chicos los que rompieron ventanas y otras cosas”.
Un día, volvieron a Afganistán y se instalaron en la provincia de Logar. Allí decidió seguir con su trabajo, incluso tras ser amenazada por los talibanes
Saleha es una orgullosa mujer de 59 años. Luce con elegancia un pañuelo en su cabeza –su hija Behishta va descubierta, dice que está “harta”– y parece aleccionar amablemente cuando mueve la cabeza y mira fijamente a su interlocutor. Es maestra de profesión y activista por el devenir de la vida. Conoce el valor de la educación, y su precio. Durante los 12 años que vivió en Peshawar (Pakistán), fue directora de una escuela en la que impartía clases a niñas afganas, desplazadas como ella por la violencia endémica del país –Saleha abandonó su casa al norte de Kabul después de que un día su marido, policía, no volviese–.
Un día, por decisión de su hijo mayor, volvieron a Afganistán y se instalaron en la provincia de Logar. Allí decidió seguir con su trabajo, incluso tras ser amenazada por los talibanes. “La primera vez no me lo tomé muy en serio. Pero a la semana irrumpió un hombre en el aula. Antes de echar a todas las niñas, me tiró del pelo, me abofeteó y me dijo –Saleha levanta el dedo índice–: ‘Si te volvemos a ver dando clase, no podrás seguir viviendo”.
Aunque se hace entender en un inglés correcto, Saleha insiste en que traduzca su hija Behishta. Esta obedece, pero cuando pregunto qué sienten cuando piensan en que las puedan deportar –algo que les puede ocurrir, el 97,5 % de las peticiones de afganos fueron rechazadas el pasado año–, se niega a traducir, haciendo como que no entiende y balbuceando unas palabras ante la mirada confusa de la madre. Al segundo intento, Behishta baja la cabeza, y yo comprendo y desisto.
Saleha se ufana de que, a pesar de los exilios y las amenazas, sus otras tres hijas mayores hayan ido a la universidad. Una es médico, las otras dos estudiaron administración de empresas. Las esperan en Holanda, junto a su único vástago. “En este cuarto sucio lo único que puedo hacer es aburrirme”, interrumpe impaciente Behishta, con 17 años y un flamante graduado escolar bajo el brazo. La mayoría de los libros, todos los que había en inglés, se quemaron en el reciente incendio.
Su madre, que en realidad no necesita traductor, me sonríe con su mirada fija y levemente severa, y dice: “Yo no puedo permitirme el aburrimiento. No hasta que solucione el futuro de mi hija menor”. Nos despedimos, Saleha imparte matemáticas dentro de 10 minutos.
Autor >
Guillermo Hildebrandt
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