
Fotograma del booktrailer que Mangrinyà ideo y produjo en 2010 como complemento recreativo de Habitación doble
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Acaba de aparecer en Anagrama Intrusos y huéspedes & Habitación doble, un volumen extraordinario que reúne, precedido por un prólogo de Gonzalo Torné, los dos últimos títulos de Luis Magrinyá, publicados en 2005 y 2010, respectivamente. El resultado es una “instalación narrativa” –como diría su autor– absolutamente inclasificable y revulsiva, que viene a desconcertar las más comunes categorías desde las que se produce y consume la literatura por estos pagos. Todo un acontecimiento, que merece la máxima atención y que en el Ministerio saludamos con entusiasmo. Para dar cuenta de él, recuperamos el texto (el ensayo, más bien) que Magrinyà leyó en 2005 en el acto de presentación de Intrusos y huéspedes y que dice suscribir enteramente, doce años después. Recuperamos también el booktrailer que él mismo ideó y produjo en 2010, como “complemento recreativo” de Habitación doble, advirtiendo que “todo lo que sale en el vídeo –desde el individuo despistao hasta Esperanza Aguirre, desde mi hija Paula hasta los pies descalzos– sale en el libro también”. Dos piezas de muy distinta naturaleza, las dos singularísimas, con que el autor “orienta” la recepción de su trabajo, para el que reclama con toda razón la condición de “arte contemporáneo”.
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La sucesión en el tiempo condiciona, sobre todo en una narración en primera persona, la constitución del yo; propicia que se vea el yo como una entidad narrativa. Como una sucesión, con todo lo que tiene eso de cadena de causalidades, y sobre todo de sumas, resultados, consecuciones. La narratividad tiende a presentar el yo como una conquista, como un producto final desde el que se reconstruyen los acontecimientos narrados y además donde se resuelven. Y yo no estoy nada seguro de que el yo sea una conquista, una resolución, una suma final.
Retórica de la depresión
En 1853 Charlotte Brontë escribió una magnífica novela titulada Villetteque, en buena parte, puede ser leída como una crónica en primera persona de lo que hoy llamaríamos una depresión. En un momento del capítulo XIV, la narradora da cuenta del estado de melancolía en que se ha sumido un amigo suyo después de un desengaño amoroso, y al ver que no consigue sacarlo de ese triste estado dice: "Entonces no sabía lo placentero que resulta para algunos dar vueltas a las desgracias; tampoco me había dado cuenta de que algunas hierbas, 'aunque carecen de aroma cuando están enteras, desprenden su fragancia al ser tronchadas". Más de ciento cincuenta años después, me parece que esta fragancia de hierbas tronchadas −esta idea de que, para algunos, solo el hecho de estar mal es inspirador− sigue dando mucho juego a la literatura, y yo me pregunto, sin embargo, si, con el tiempo, el perfume no se habrá quedado algo rancio.
En el año 2001, un escritor norteamericano, Andrew Solomon, hijo de un rico industrial farmacéutico y depresivo crónico, escribió un interesante y voluminoso libro titulado El demonio de la depresión (The Noonday Demon). Ya en la página 18 parece hacerse eco de las hierbas tronchadas de Charlotte Brontë para enunciar a continuación una especie de axioma que sin duda ha hecho y sigue haciendo época; dice: "[La depresión] es un malestar que se esparce, como una planta rodadora, alimentándose del aire y creciendo a pesar de haber sido arrancada de la tierra que la nutre. Solo se puede describir la depresión en términos metafóricos y alegóricos» (la traducción es mía); y él mismo, poco después, se describirá como un viejo roble al que se había adherido "una enorme enredadera» que "prácticamente lo había asfixiado": "Mi depresión se había adueñado de mí del mismo modo que aquella enredadera había invadido el roble; había sido una especie de ente horrible y más vivo que yo que me había envuelto y absorbido […] En la peor etapa de aquel proceso pasé por estados de ánimo que yo sabía que no eran míos: pertenecían a la depresión tal como las hojas de las ramas más altas del roble pertenecían a la enredadera […] Sabía que el sol seguía saliendo y poniéndose, pero su luz prácticamente no me llegaba".
Este lenguaje botánico de Brontë y de Solomon es representativo de lo que podríamos denominar la retórica metafórica de la depresión, y cito aquí ejemplos tan alejados en el tiempo para constatar su fuerza y su vigencia, y, si quieren, también su belleza. Sin embargo, el mismo Solomon cuenta apenas cincuenta páginas después el caso de una "trabajadora de la salud mental" que, para referirse a su depresión, recurre claramente a una retórica bien distinta; dice: "Nunca me abandona del todo, pero combato contra ella todos los días […] Me levanto todos los días y preparo el desayuno para mis hijos, y aunque en algunas ocasiones puedo seguir adelante, en otras debo volver a la cama. Cada día, cuando puedo, voy al trabajo […] Un día de la semana pasada me desperté francamente mal. Conseguí levantarme, ir hasta la cocina contando mis pasos uno por uno, y abrir la nevera. Todo lo que necesitaba para preparar el desayuno estaba en el fondo, y no era capaz de llegar tan lejos. Cuando aparecieron mis hijos yo seguía ahí, inmóvil, sin poder apartar la vista de la nevera. Odio encontrarme así, sobre todo delante de ellos".
Este lenguaje botánico de Brontë y de Solomon es representativo de lo que podríamos denominar la retórica metafórica de la depresión
Creo que hay una gran diferencia entre esa tradición secular que se siente incapaz de representar la depresión si no es recurriendo a hierbas tronchadas, plantas rodadoras y robles invadidos por enredaderas, y las palabras de esa trabajadora que cuenta los pasos uno por uno que la llevan a la nevera para preparar el desayuno de sus hijos y literalmente no puede alcanzar con la mano los objetos que están al fondo de la rejilla. De algún modo, la expresión de esta trabajadora prueba que puede existir una retórica de la depresión sin recurrir a la imaginería simbólica. La parte de Intrusos y huéspedes que representa la depresión ocupa deliberadamente solo un tercio del total: soy de la opinión de que es un tema excesivamente prestigiado; y es más, en esa parte que la representa, está deliberadamente más cerca de la mano que no puede llegar a la nevera que de las visiones poéticas que durante casi dos siglos se nos han ofrecido, pretendidamente, como el único lenguaje posible, si es que hay alguno, para describir ese terrible estado. Para mí este lenguaje de la nevera está más comprometido con la realidad, y además tiene la gran ventaja de presentar la depresión en su crudeza doméstica, en su prosaísmo, en su manifestación cotidiana… desnuda, en fin, del disfraz de los símbolos y las imágenes que la embellecen.
El control y la gestión de la (in)felicidad
En el capítulo de las Grandes Intensidades Contemporáneas, Occidente ha introducido una curiosa dependencia entre la felicidad y esos cuatro ámbitos −trabajo, amor, familia y vida social− en los que parece que se desenvuelve la vida de sus ciudadanos o que sirve, en cualquier caso, para definirlos. Si a uno le van bien las cosas en alguno de estos órdenes parece que tendrá más o menos motivos para ser feliz, y no digamos si le va bien en todos, porque entonces sin lugar a dudas habrá encontrado la panacea. Puedo adelantar que al protagonista de Intrusos y huéspedes no le va bien en ninguno de ellos, y que él mismo es, al menos en el primer diario que vemos que escribe, víctima de toda esa serie de vinculaciones que, social e individualmente, le incapacitan para ser feliz. El personaje, por lo demás, tampoco tiene eso que ahora se llama "inteligencia emocional", que es la última exigencia para la felicidad que se ha instalado en Occidente. Yo, francamente, cuando oigo esa expresión, no sé por qué pero pienso siempre en Lana Turner: la veo en alguna de sus escenas cumbre, con su estola de visón, sus brillantes como astros, los ojos humedecidos y la boca haciendo cosas raras; y me imagino una voz que le dice: "Ya lo ves. Eres rica, eres famosa, te creías que lo tenías todo; pero, como no tenías inteligencia emocional, ahora estás sola y vacía". En fin, que ahora, además de satisfacer las exigencias de tener éxito en la carrera, en el amor, en la familia y en la sociedad, se nos exige además que seamos capaces de administrarlo para no sentirnos solos y vacíos. Se nos exige capacidad de gestión. El protagonista de esta novelita no es capaz de administrar nada, pero pueden estar seguros de que, en el primer diario, oye con frecuencia esa horrible vocecita del gestor del interior.
Ahora, además de satisfacer las exigencias de tener éxito en la carrera, en el amor, en la familia y en la sociedad, se nos exige además que seamos capaces de administrarlo para no sentirnos solos y vacíos
Y es que, dentro de las maniobras de Occidente para controlar la felicidad, y por supuesto la infelicidad, me ha parecido observar que se da un doble movimiento sumamente perverso. Porque uno pensaría que, dado que triunfar en el trabajo, el amor, la familia y la vida social le da motivos legítimos para ser feliz, por el mismo principio, fracasar en esos ámbitos tendría que darle motivos legítimos para ser infeliz. Pues no. Parece que aquí se quiere que seamos felices tanto si tenemos motivos como si no. Para aquellos a los que no les van o no les han ido bien las cosas, hay previstos toda una serie de imperativos, un completo juego de instrucciones, para conducir por el buen camino su torpe y asendereada vida. Por supuesto uno de esos imperativos es el de la resignación, pero, contra lo que muchos se creen, no es el preferente ni el más importante, ni con mucho el más interesante. La resignación es una respuesta pasiva, y yo creo que el poder espera mucho más de nosotros: espera actividad; quiere que seamos creativos, ilustrativos, que le demos ideas y contribuyamos a fortalecerlo. De ahí que, en los momentos más bajos, en esos momentos en que uno es asquerosamente consciente de que todo va mal y no le queda la menor duda de que no hay solución, una de las voces que con más frecuencia se oye es la de "Endereza tu vida". O "Arregla tus problemas". O "Mira lo que has hecho mal y trata de superarlo". O "Encuentra tu camino". Estas voces suelen ir acompañadas de todo tipo de argumentos coactivos: "Hay gente en peor posición que tú, que no tienes una enfermedad mortal, ni siquiera grave, que no has tenido nunca una gran pérdida, que no eres víctima del hambre, ni de catástrofes, ni de una guerra, ni del peso trágico de la Historia". Y otras igualmente moralizantes como: "La vida es dura para todos", "Haz el favor de levantarte", e incluso, si nos ven muy obstinados, "Pero ¿cómo te atreves a quejarte?". ¿Y qué decir de mensajes más esotéricos pero no por ello menos efectivos, del tipo "Sé tú mismo", "Busca en tu interior", "Dentro de ti está la respuesta"? En fin, estas son solo unas pocas de las formas que adopta el rigorismo espiritual contemporáneo.
Como decía, el protagonista de Intrusos y huéspedes oye interiormente esa clase de voces, y seguramente algunas más, que le impulsan a hacer algo, es decir, a la actividad, y a la creatividad incluso, pero la respuesta que va a dar a los imperativos de felicidad no será la prevista. He querido escribir un relato que no caiga en la trampa de que hay motivos legítimos e ilegítimos para la felicidad y la infelicidad. Creo que nadie debería permitir que le dicten cuál, cómo debe ser su felicidad. Y de la misma manera, tampoco que le digan cuál, cómo debe ser su malestar. Todo Intrusos y huéspedes, o así lo veo yo, es una crítica bastante radical del concepto y la práctica de la interiorización. Así que, si lo que estaba previsto para este tortuoso personaje era que encontrara su camino, que enderezara su vida, que recobrara la felicidad en los ámbitos perdidos o degenerados de su carrera profesional, sus amores y su familia, en el ámbito en suma de la dignidad social, nos va a dar la sorpresa de encontrarla en otro sitio y de otra manera. Como en otros libros que he escrito, aquí no se trata de recuperar, ni del temor a perder, nada: se trata de buscar, hacer, sí, encontrar algo nuevo. El personaje, que empieza el relato siendo un individuo ilegítimo, que es como me gustan a mí los héroes, la acaba siendo más ilegítimo aún. No tiene ya ningún miedo a la legitimidad perdida y no trata de recobrarla: encuentra otra cosa, sumamente precaria, pero otra cosa. Y, cuando terminamos la lectura, es un tipo feliz.
El protagonista de Intrusos y huéspedes oye interiormente esa clase de voces, y seguramente algunas más, que le impulsan a hacer algo, es decir, a la actividad, y a la creatividad
Drogas
He dicho que Intrusos y huéspedes es un relato experimental, en muchos sentidos. Es un pequeño experimento narrativo, es también un pequeño experimento psicológico, y en él, además, se hace un pequeño experimento con drogas. Debo adelantar que veremos al protagonista, a lo largo de los dos diarios, tomar Lexatin, Myolastan, fumar y beber algunos vodkas con naranja; pero en las dos series de días en que lo encontraremos no toma ninguna droga ilegal. Lo que no quiere decir que de algún modo no experimente sus efectos, lo cual constituye, de hecho, otro pequeño y curioso experimento. Pero no es de eso ahora de lo que quiero hablar. Este relato no es tanto sobre tomar drogas, sino sobre cómo se ve tomarlas.
Los principales personajes son un padre y un hijo. Las drogas ilegales, sin duda, en las estadísticas de Occidente, son una de las preocupaciones comunes de los padres. Pero estas preocupaciones están muy predeterminadas por el tipo de discurso que Occidente ha puesto en circulación respecto a las drogas ilegales. Un discurso político, propagandístico, que lucha ferozmente por imponerse con exclusividad: pretende ser, y de hecho casi lo consigue, el único discurso. Baste recordar el tratamiento de las noticias relacionadas con el consumo de drogas para entender eso. Se ha dicho, a pesar de todo, mucho contra este discurso y, siendo el panorama tan escandaloso, uno se siente tentado de seguir diciendo e incluso de decir algo más. Sin embargo, creo que no voy a caer en esa tentación. Intrusos y huéspedes no está escrito a la contra de las consignas y dudosos argumentos de este discurso: toda su contrariedad se centra en presentar las drogas ilegales o el abuso de drogas legales de una forma muy ajena a él; tan ajena, de hecho, que no aparece en el relato, ni siquiera para impugnarlo o desmentirlo. Como no parte de sus presupuestos, sino de otros, no se siente en ningún momento obligado a polemizar. Su réplica consiste en su mera existencia. Las drogas aparecen en este relato vinculadas a cosas que, pese a existir, y a estar debidamente documentadas, nunca refleja la propaganda y rara vez los medios de "información"; están vinculadas a la posibilidad de cambio y transformación, a una psicología de los límites del yo y no de su integridad, a una ciencia alternativa de tipo humanista que no persigue la confirmación de conclusiones teóricas tomadas de antemano sino que se guía por modelos genuinamente, a veces precariamente, experimentales; están vinculadas a cuestiones de conocimiento, de aprendizaje y, curiosamente, también de disciplina; por supuesto a la creación y combinación de placeres, y también a asuntos sociales de comunidad, de amistad, de domesticidad, de familia, y hasta a virtudes morales como la intrepidez, el compromiso, la generosidad, la hospitalidad y la gratitud. Y están vinculadas, finalmente, a una narración que no es trágica ni ejemplar, y ni siquiera costumbrista.
También suele vincularse las drogas a la evasión… Uno se evade de una cárcel, pero se evade a otro lugar. El concepto de evasión no contempla la vuelta a la cárcel. La "evasión" a través de las drogas lleva a alguna a otra parte pero incluye el retorno al punto de partida. Solo que, al volver a la cárcel, uno se da cuenta de que la cárcel se puede cambiar. Se encuentra, de hecho, la cárcel ya cambiada. Descubre que, contra lo que la cárcel trata insistentemente de inculcarle, su realidad no está determinada, no es consistente, no es única ni es total… Vuelve a la realidad, en fin, cargado de experiencias que pueden formularse en argumentos para criticarla.
También suele vincularse las drogas a la evasión… Uno se evade de una cárcel, pero se evade a otro lugar. El concepto de evasión no contempla la vuelta a la cárcel
Y, por una vez, dado que el discurso dominante sobre las drogas insiste machaconamente en los porqués, y exige a la vez que elabora sus propias respuestas sobre por qué la gente toma drogas (y por ahí acaba asomando siempre el famoso vacío de valores de la juventud), por una vez, digo, creo que es interesante que alguien nos diga por qué NO toma drogas. Mi personaje se verá, curiosamente, obligado a dar cuenta de esta pregunta, y puedo decir que dará una respuesta atinada y razonable. Pero para mí, en cualquier caso, lo interesante siempre es cuestionar lo instaurado, lo no marcado, lo que se atiene a la norma y se considera, por tanto, normal; creo que es sobre lo que está fijado y no es discutido sobre lo que tenemos principalmente que discutir. Y por eso me parece que nadie debería querer saber de nadie por qué toma drogas (ni mucho menos, por supuesto, ofrecerle las respuestas) sin antes preguntarse a sí mismo por qué no las toma, y darse una respuesta al menos igual de convincente…
Lo comprensible, lo verosímil, lo aceptable
Intrusos y huéspedes tiene poco del vuelo fantasioso y del aire como de fábula que reconozco en mis libros anteriores; si tuviera que relacionarlos, diría que, aunque lo veo más próximo a los "concentrados" de vida social y vida privada de mis libros de cuentos, comparte con Los dos Luises la condición de estar planteado y formulado como un testimonio que nadie ha pedido, como un testimonio no requerido. Este planteamiento es para mí muy importante, porque siempre tengo la impresión de que los testimonios que responden a una "demanda social" corren el riesgo de no ser otra cosa que una satisfacción (de esa demanda). Por otro lado, el narrador de Intrusos y huéspedes −y su autor, de paso− no cuenta lo que cuenta para que lo comprendan, y dice, por cierto, algunas cosas sobre esta exigencia de comprensión que nos imponen muchos, normalmente unos pesados, aunque se llamen amigos. Ni mi narrador ni yo escribimos para que nos comprendan; una de las funciones de la estructura reordenable y temporalmente alterada del relato, y de algunos de sus múltiples vacíos, es precisamente evitar que se lea como una explicación, como una reconstrucción con sentido, de la mudable vida de una persona. Y yo, por lo demás, estoy seguro de que en cuanto uno dice: "Compréndeme", ya la ha cagado, porque, en efecto, le comprenden: es decir, le abarcan. Di "Compréndeme" y da por seguro que te comprenderán: te incluirán, te asimilarán, y, por poco que puedan, te despacharán. Sin darte cuenta, te habrás convertido en un caso cerrado. Y ya que hablamos en términos policiales, yo creo que siempre es mejor que te clasifiquen, antes que como un caso cerrado, como un misterio sin resolver.
Quiero de todos modos decir que Intrusos y huéspedes no está concebido como un asalto a la estrechez de miras de la mentalidad burguesa o pequeñoburguesa. No tiene un tono agresivo, ni enfático, ni un propósito realmente persuasivo; tal vez dé algunas esperanzas, pero no alecciona ni trata de convencer; tampoco trata de desenmascarar mezquindades ni de acusar a nadie de nada; está todo él centrado en la posibilidad real de una transformación individual y de una reconciliación del individuo con los demás, sin las cuales no creo yo que pueda haber ningún tipo de transformación social. Pero está claro que, si el hecho de no pedir comprensión es inconcebible para algún lector y despierta su hostilidad, el relato se halla provisto de un pequeño dispositivo de seguridad preparado para saltar.
Intrusos y huéspedes no está concebido como un asalto a la estrechez de miras de la mentalidad burguesa o pequeñoburguesa. No tiene un tono agresivo, ni enfático
Soy capaz de admitir que, después de ver, como veremos en Intrusos y huéspedes, a un hombre prácticamente destruido por sus fracasos profesionales, por sus sueños incumplidos, y por sus frustraciones como hijo, marido y padre, cuando este hombre nos dice que de repente es más feliz, alguien caiga en la tentación de pensar que, si dice que es más feliz, será porque ha remontado su carrera, encontrado o reencontrado el amor, expulsado sus fantasmas familiares y hallado un modo de ser un buen padre para su hijo. Pero de la misma forma espero que quien haya caído en tal tentación sea capaz de meditar su propia idea de felicidad al ver luego a este hombre, en lugar de "remontado" como se esperaba, cada vez más degradado en su profesión, cada vez más distanciado de su familia (acaba siendo un okupa en su propia casa), sin ningún acontecimiento ni plan de acontecimiento en su vida amorosa, y con la relación con su hijo totalmente en suspenso… y declarando, sin embargo, que es feliz. Espero que se pueda ser capaz de admitir que la felicidad puede no consistir en remontar los particulares fracasos de cada uno y que, al ver a este hombre que dice que es feliz dedicándose a cosas totalmente distintas a las que antes tanto le angustiaban, no le neguemos, por esa misma razón, su derecho a serlo… y no lo condenemos, de paso, a no existir. Quisiera que el acto de liberación de los porqués y de desviación de las expectativas que lleva a cabo este hombre no excitara, sino que más bien reblandeciera, ese tipo de mentalidad que, diciendo querer comprender, delata más bien su voluntad intrusa de imponerse con violencia en la vida de los demás.
Quiero insistir en que la intención de Intrusos y huéspedes es realmente pacífica, y su aspiración es precisamente proporcionar claves al lector para que venza los presupuestos de su posible incomprensión, que no será solo, por mucho que lo pretenda, una incomprensión "por motivos literarios", sino basada en prejuicios psicológicos, sociales y morales. Si algún mensaje tiene este relato, es: si tu vida está se ve sacudida por alguna o muchas de las Grandes Intensidades de Occidente, si tu carrera es un desastre, tu vida amorosa un desierto, tu relación con la familia un infierno, y tu relación con tu hijo no tiene remedio, no te preocupes. Intrusos y huéspedes plantea, como un hecho consumado, la posibilidad de que no haya ninguna necesidad de depositar las esperanzas de felicidad en arreglar la carrera de uno, su vida amorosa, sus relaciones familiares y especialmente con los hijos. Plantea la posibilidad de hacer otras cosas, de intentar otras relaciones, de abrir las puertas para que entren, en la misma casa de uno, cosas impensadas, y, de salir, una vez abiertas las puertas, a un mundo que, tras esa apertura, se encuentra cambiado, y lleno de nuevos y posibles huéspedes. Invita a un cambio de intereses, a un reconocimiento de otras oportunidades, que quizá a los demás les parezcan un disparate pero que a uno de pronto le interesan y le sirven. Éste es el mensaje con el que me gustaría que se quedara el lector, porque es el mensaje de la novela; eso es lo que he trabajado y querido trabajar: la esperanza, la invitación, e incluso la incitación, a una cesión del territorio. No la agresión.
Acaba de aparecer en Anagrama Intrusos y huéspedes & Habitación doble, un volumen extraordinario que reúne, precedido por un prólogo de Gonzalo Torné, los dos últimos títulos de Luis Magrinyá, publicados en 2005 y 2010, respectivamente. El resultado es una “instalación narrativa”...
Autor >
Luis Magrinyà
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