Flamenco
Vicente Amigo, un Paganini flamenco en el Teatro Real
El guitarrista presenta su octavo álbum, ‘Memoria de los sentidos’, una propuesta proustiana donde despliega su imaginación y su talento con un toque perfecto, virtuoso, sin límites en velocidad
Esteban Ordóñez Madrid , 3/05/2017
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Vicente Amigo, durante la presentación de Memoria de los sentidos en el Teatro Real.
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“No sé si es de tarde o de noche”, dudó Vicente Amigo al saludar al público del Teatro Real. Quedaba el último rescoldo del día. Acabábamos de entrar al edificio, en la calle el sol aguantaba aún en las nucas de los guiris que paseaban por la Plaza de Oriente, afortunados, sin que les viniera Franco a la cabeza. Esas últimas luces del 1 de mayo las atravesó un vikingo, un manowar de dos metros concitando las miradas. Salió del metro de Ópera: melena de nazareno casi rubia, barba, camisa blanca de esas que lleva la gente que no suele llevar camisa y un brazalete de cuero, corto y sin pinchos; se diría que era el brazalete para días discretos. Avanzó tajantemente hasta colarse en la puerta del teatro y desaparecer. La música de Vicente Amigo atrapa a todos; pero, en concreto, con su golpeteo de quintas, despierta en las tribus del metal un sentimiento de claro de luna que necesitan para vivir.
El guitarrista de Guadalcanal venía a presentar su octavo álbum, Memoria de los sentidos y, a la vez, a inaugurar la Suma Flamenca. El trabajo anterior, Tierra, ofreció un repertorio innovador poblado de violines y flautas de resonancias celtas (incluso introdujo vivificadores trasteos bluseros en temas como Canción de Laura). Ahora, el tocaor toma aire y vuelve a un flamenco más clásico. Amigo regresa pocos meses después de haber recibido la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes.
No sabía si era de tarde o de noche. Fue una frase azarosa, pero nos preparó perfectamente para lo que vendría a continuación. Memoria de los sentidos es una propuesta proustiana que pone en la boca del público una magdalena goteante. Los discos de guitarra pueden medirse por cómo están tocados o por la actitud de escucha que provocan. Hay, por ejemplo, discos que te espolean y te invitan a dar palmas y te desafían; y otros, como en este caso, que regalan un vehículo para el recuerdo: te toman de la mano y te ayudan a reconocerte a ti mismo.
El sevillano salió solo al escenario. Una silla, un foco, un micro. Arrancó con la preciosa taranta Callejón de la luna que luego convirtió en una soleá. Más tarde, con todos los artistas ya en su sitio, se puso más festero, con aquella letra de los Tangos del Arco Bajo: “Mi primo Antonio que bien me baila si su recuerdo le encoge el alma”.
Desde CTXT, vimos el concierto desde una butaca con una visibilidad complicada. Había que ir sorteando cabezas y cambiando de postura para alcanzar a ver a todo el elenco. A Vicente Amigo se le intuía gesticular; levantar la frente hacia el cielo; mover la guitarra adelante y atrás, bailando con ella levemente; hacer guiños a los músicos y a los cantaores; pero, sobre todo, estar consigo mismo, cerrando los ojos, gozando del sonido y la vibración, de la limpieza de las notas. La relación del sevillano con el sonido es íntima. Hay vídeos suyos en internet de apenas un par de minutos en los que se le ve probando guitarras nuevas. Serio, arpegiando, picando, mirando a un punto fijo, revisando una a una la redondez de cada pulsación.
Amigo se acompañó de músicos de calidad. Ewen Vernal tocó el bajo con un aire concentrado de profesor de literatura. Paquito González se encargaba de la percusión sonriendo mucho. Añil Fernández empuñó la guitarra de acompañamiento. Al cante, Rafael de Utrera y Pedro el Granaíno, al que le brillaba el pelo y, de tanto en tanto, era jaleado por el público. El Choro puso los pies y fue el responsable, en el último de sus bailes, de un extraño momento. Poco antes del final del espectáculo, los instrumentos se apagaron y quedó él solo con sus tacones, marcando el compás muy despacio. En los palcos se veía al público adelantándose en su silla. Fue el instante más calmado y el que más en vilo puso al espectador: parecía que algo estaba a punto de quebrarse.
Se interpretaron bellísimos temas nuevos, entre los que destacaron Las cuatro lunas y Amoralí. Sonaron seguiriyas, bulerías, soleás, rumbas… Todo tocado para estimular el recuerdo. Las rumbas, con sus exploraciones en los trastes más estrechos, nos trasladaron a una lluvia de agosto con sol: las gotas salpicando sobre las mesas de metal de las terrazas mientras alguien que ha preferido no resguardarse se deja mojar la cara.
La técnica de Vicente Amigo es, probablemente, la mejor del panorama actual, y así lo demostró en el Real. Su compás, milimétrico. Su imaginación y talento en la improvisación encuentran pocos rivales. Su toque fue perfecto y se estiró sin límites en velocidad, aunque este virtuosismo, en ciertos instantes, lo llevó a eclipsar la calidad de sus composiciones. La creatividad lo ha llevado desde el comienzo de su carrera a encontrar un estilo propio, uno de los pocos sonidos reconocibles después de que Paco de Lucía acaparara casi todas las posibilidades del diapasón. El toque del sevillano tiene un sello único: unos acordes abiertos como partenones y unas armonías de impronta clásica, intelectual, a las que se les nota la magia de las matemáticas.
El concierto finalizó con ‘Roma’, el último tema de Tierra. Los músicos fueron abandonando sus instrumentos, al final quedó él solo hasta que se apagaron las luces. El aplauso duró varios minutos. Amigo floreció en la noche del 1 de mayo como un Paganini de la guitarra flamenca: un artista del que, si sólo conociéramos sus partituras, habría que inventar leyendas para explicar cómo un ser humano puede alcanzar tales niveles de maestría.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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