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La señora Bottecchia da a luz por octava vez. Nos la imaginamos cansada, seguramente avejentada de forma prematura. Ocho hijos son muchos, aunque en aquella última década del siglo XIX la cifra no fuera tan rara. Pero es fácil opinar desde fuera, claro. Su octavo hijo. Está agotada, no quiere pensar. Póngalo Ottavio, de nombre. Y con Ottavio Bottecchia se quedó.
A Ottavio Bottecchia se le quedó marcado el hambre en el rostro desde niño. Los pómulos hundidos, la piel cetrina, la frente despejada, con esas arrugas que te pone el sol cuando estás expuesto todo el día. Y la nariz, la nariz geométrica, el apéndice que te intimida, te observa, te estudia. La legendaria nariz de Bottecchia de la que hasta Dino Buzzati acabará hablando. Nada menos.
Estamos frisando el comienzo del siglo XX y los Bottecchia se tienen que mudar. Abandonan su pequeño pueblo del Friul, muy cerca de Treviso, y viajan a Alemania, tierra prometida, a buscar un trozo de pan que llevar a la boca de los niños. Y allí, en tierras germanas, Ottavio comienza a trabajar. De albañil. Trabajo duro, descarnado, ingrato. Sus músculos se endurecen, su carácter se vuelve taciturno, concentrado. Es un chaval. Es un obrero. Poco después, muy poco después, será un soldado.
Porque se desata la Primera Guerra Mundial y Ottavio, que había vuelto con su familia a Italia, es llamado a filas. El mismo país que hizo emigrar a su familia por la falta de oportunidades reclama ahora su sangre para defenderse de la tierra que los acogió y los alimentó durante años. Ottavio acude, claro, al Ejército Real Italiano, y allí es rápidamente enrolado en la división de los Bersaglieri, los ciclistas-soldado que acaban convirtiéndose en leyenda a lomos de sus máquinas marca Bianchi, las mismas que tienen en el manillar un acople similar a los utilizados ahora en las pruebas contrarreloj y que en aquel entonces servía para apoyar el fusil. Esos Bersaglieri a los que quería pertenecer, más que ninguna otra cosa en la vida, aquel personaje pintoresco y trágico que fue Enrico Toti. Pero esa fue, seguramente, otra historia…
El caso es que incluso entre todos aquellos soldados en bicicleta destaca Ottavio Bottecchia por su fuerza, por la velocidad que era capaz de alcanzar durante larguísimos recorridos pedaleando sin apenas mostrar fatiga. Y por eso su destino no es otro que el de transportar mensajes entre las líneas de defensas italianas. En otras palabras, uno de los ejercicios más arriesgados que se pueda imaginar. Al menos en dos ocasiones entra Ottavio en batalla, y al parecer se muestra confiado y tranquilo, haciendo gala de enorme sangre fría y puntería certera. Sale de esas emboscadas ileso y con una medalla de plata del Ejército Italiano por su valor. Pero sigue en la guerra. Antes del final de la contienda habrá sufrido un ataque con gas mostaza y pasado la malaria. Bromas… Ah, y sus piernas están más fuertes que nunca, tanto que, firmado el Tratado de Versalles, Bottecchia toma una decisión: será ciclista profesional.
No lo tendrá fácil. Viajará a Francia para trabajar, de nuevo, como albañil y competir en algunas carreras menores. Allí, entre sus compañeros de obra, van fraguando en el joven Ottavio sentimientos políticos. Porque Bottecchia era socialista. Había aprendido a leer gracias a los pastiches socialistas que sus colegas le dejaban en la obra --en aquella unión tan curiosa entre deporte y política de la que hablará más tarde Gramsci en sentido contrario, cuando cuenta que en la cárcel los presos políticos del Fascismo mantenían el contacto con el exterior gracias a la lectura de La Gazzetta dello Sport y las glorias de los ciclistas italianos--, y su sentimiento proletario se encarna profundamente. No será, claro, la última vez que hablemos de la ideas de Ottavio…
Sobre la bicicleta el joven Bottecchia pronto demuestra sus cualidades. Tenacidad, fortaleza, capacidad extrema de sufrimiento. Y una calidad de escalador como, dicen, nunca antes se ha visto. El entrenamiento en el Frente Italiano parece haber dado sus frutos. Su estrella cada vez brilla más y a nadie sorprende que sea seleccionado por el equipo Automoto-Hutchinson, uno de los más potentes de la época, para correr el Tour de Francia de 1923.
Aquella carrera es completamente dominada por el debutante, y tan solo su disciplina le aleja de la victoria, que va a parar a su jefe de filas, Henri Pelissier. Cuando el francés ordena a Bottecchia que lo espere en cualquier etapa el italiano obedece sin problemas, parando en la cuenta y dejando pasar los minutos mientras limpia con esmero la máquina, quitándole barro, engrasando los frenos… Todos son conscientes de que ha sido el mejor, pero termina segundo en París. Al año siguiente lo hará aún mejor.
Henry y Charles Pelissier mantienen desde hace tiempo una agria pugna con Desgrange, el creador y director del Tour, que no gusta de los modales toscos, de las costumbres escandalosas, de los hermanos. La situación torna irremediable cuando Desgrange descubre a Henri arrojar un maillot de lana al suelo durante una etapa, algo completamente prohibido. Descalificación, discusión, insultos y algunas hostias. Los Pelissier están fuera del Tour, y ese mismo día concederán una entrevista a Albert Londrés cuyo título es ya epítome de ciclismo: “Los Forzados de la Ruta”…
La consecuencia deportiva de este hecho es que Bottecchia tiene vía libre para imponerse en la carrera, Y lo hará con una superioridad abismal sobre el resto, y dejando algunas historias de las que se recuerdan siempre, como cuando en la Casse Desserte del Izoard se baja de su máquina para realizar los últimos metros del puerto a pie, cantando a pleno pulmón canciones militares transalpinas. Días después será el primer italiano en imponerse en París. Gloria para la nueva estrella.
Salvo en su país de origen, claro, donde sus ideas de izquierda casan poco con las nuevas políticas que el Duce está imponiendo. Que hablen, que hablen de Bottecchia, pero solo como deportista. Nada de darle voz a sus pretensiones políticas. Nada de convertirlo en un cabecilla, en un símbolo, para ciertos grupos. Nada de eso. Un ciclista y solo un ciclista. Y veremos qué hacer con él…
Al año siguiente Bottecchia gana su segundo Tour de Francia vistiendo el maillot amarillo desde el primer día. Es, dicen, el más solvente ciclista que jamás haya existido. En 1926 se ve abocado al abandono en mitad de aquella Bayona-Luchon que recorre la tetralogía pirenaica, la del Círculo de la Muerte, bajo una nevada asgardiana, y que ha pasado a la historia como la jornada más dura de siempre en el Tour. Un día de tantos retazos, de tantas piezas, de tantos hombres duros como el pedernal llorando desconsolados en las cunetas… Picado en su amor propio, incapaz de dar una sola pedalada más, Bottecchia promete volver al año siguiente para cobrarse su venganza y vencer por tercera vez en París. Nunca podrá intentarlo.
“Mi mayor temor es que mis ideas lleven alguna desgracia a mi familia”, dijo una vez Ottavio. En mayo de 1927 sus peores presagios parecen tornar reales cuando su hermano Giovanni, también ciclista, es arrollado mientras entrena por un coche que se da a la fuga. Giovanni queda en el suelo, roto. Ottavia calla y continúa preparándose. Planea mudarse a Francia tras el Tour. El Tour que nunca llegará a correr.
Son las nueve de la mañana del tres de junio de 1927, y un granjero camina dubitativo. Ha visto algo raro apoyado en el muro de sus tierras. Un fardo, un cuerpo humano. Es un ciclista. Las heridas son tremendas, y casi no le permiten reconocer a Ottavio Bottecchia, el gran Ottavio. Lo trasladan al hospital de Gemona, pero no hay nada que hacer. Fallece unos días después
Se abre una investigación. ¿Qué ha pasado con el ídolo? La conclusión es vaga: un caída ha provocado los golpes y, por extensión, su muerte. Pero a nadie se le escapa que esa explicación es insostenible: la bicicleta estaba a varios metros de Bottecchia, y apenas presenta arañazos. No, no ha sido un accidente. Todos murmuran. Fueron ellos, los fascistas. Fueron ellos los que le siguieron, le dieron una paliza, le dejaron moribundo. Ellos. A él. Al rojo. Todo es silencio en aquellos gritos desgarrados. Italia gemirá sin que nadie la escuche durante décadas.
Muchos años después un sacerdote recibe la última confesión de un agricultor moribundo. Fue él, dice, él mató al ciclista hace tanto tiempo. Fue él, lo hizo porque le estaba robando unas uvas de sus tierras. Cogió una piedra y le golpeó con ella. No quería hacerlo, fue un accidente. Fui yo. Y expira. Y el sacerdote lo cuenta a la prensa. Caso cerrado, lo de Botecchia fueron un cúmulo de desgracias. Sin política, sin venganzas. Solo que… solo que en junio no hay uvas para robar y que te maten por ellas. Y que el sacerdote en cuestión resulta que había sido ferviente fascista durante el Régimen. Y que, en definitiva, nada estaba explicado de todo lo que se podía explicar. Porque, aún hoy, no sabemos cómo murió el hombre al que, casi seguro, mataron por sus ideas. Queda su recuerdo, sus gestas. Queda, también, su misterio.
La señora Bottecchia da a luz por octava vez. Nos la imaginamos cansada, seguramente avejentada de forma prematura. Ocho hijos son muchos, aunque en aquella última década del siglo XIX la cifra no fuera tan rara. Pero es fácil opinar desde fuera, claro. Su octavo hijo. Está agotada, no quiere pensar. Póngalo...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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