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Ciclismo

Fausto Coppi: el mito de Italia

Marcos Pereda 29/01/2015

Fausto Coppi duerme la siesta al lado de su maillot amarillo, durante el Tour de Francia de 1952.
Fausto Coppi duerme la siesta al lado de su maillot amarillo, durante el Tour de Francia de 1952. GETTY IMAGES

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Fausto Coppi fue, por encima de todo, un mito. El mito perfecto, escribió Gianni Mura, la suma de muchos. El mito. Porque Barthes definió el Tour de Francia, y el ciclismo, por extensión, como el mejor ejemplo de mito total, libre de cualquier ambigüedad, imagen utópica que refleja con claridad las relaciones entre el hombre, la Humanidad y la propia Naturaleza. Eso, ese, fue Coppi.

Pero, además de leyenda, Coppi fue abismal ciclista, para muchos el mejor de siempre. En ciclismo, igual que en la Historia, podemos contar el tiempo entre a.C. y d.C. Antes de Coppi y después de Coppi, tan grande fue su influencia en los métodos de entrenamiento, su innovación organizando escuadras, su impacto en el concepto mismo de la estética ciclista.

Porque Coppi, Fausto Coppi, también era estética. Una estética extraña, la del campesino italiano criado en la época de la cuota 90, de la Carta de Trabajo fascista. Poca libertad y mucha, mucha hambre que dejó huella en la figura de un Fausto que siempre tendría aspecto enfermizo fuera de la bicicleta, sus pómulos hundidos, su pecho de tísico, sus piernas demasiado largas que le hacían moverse como ave zancuda. Pero encima de su máquina… encima de su máquina Coppi era, sencillamente, la criatura más perfecta que jamás ha visto el ciclismo. Por eso fue tan fotografiado, intentando buscar en vano su secreto. Fotos entrenando, durmiendo, fotos desnudo que escandalizaban a la sociedad de su época. No importa, nadie sabe qué tipo de sortilegio hace que aquel hombre contrahecho mute en dios cuando está sobre dos ruedas. Salvo, quizás, el hecho de que es un mito. O varios de ellos.

El primer mito que encarnó el Fausto ciclista fue el de Edipo. Estamos en pleno Giro de Italia de 1940, y el antiguo repartidor (hacía ese trabajo en bicicleta) se revelará contra la figura paterna encarnada por Gino Bartali, líder de su equipo, Legnano, en aquel primer Giro de Coppi. Como Edipo, Fausto asesina al padre en mitad de una jornada apocalíptica de viento y lluvia en los Apeninos italianos, sentenciando aquel Giro. Pero Bartali no es Layo. Bartali se levantará para ser el rival de Coppi en la confrontación más recordada de la historia del deporte.

Vida de novela, argumento que ningún escritor tomaría en cuenta por considerarlo poco verosímil. Coppi vence el Giro el 9 de junio de 1940. El día después Mussolini declara la guerra a Francia y Gran Bretaña. Dos días después, tres noches tan solo desde que se impuso en la gran carrera transalpina, Coppi está en un barracón, movilizado como soldado del Régimen Fascista.

Vida de militar, con la bicicleta casi apartada. Y sin embargo Coppi consigue batir el récord de la hora en un desierto velódromo Vigorelli, en Milán. Es el 7 de noviembre de 1942 y el intento se ha realizado aprovechando una tregua en los bombardeos que asuelan aquellos días la capital lombarda.

El mito. En 1943 Coppi será Aquiles y cruzará el mar en dirección a la guerra, a ese norte de África donde los italianos están siendo literalmente masacrados por los ejércitos británicos. No es de extrañar que Fausto caiga prisionero nada más entrar en combate y pase casi dos años (entre abril de 1943 y febrero de 1945) en un campo de prisioneros inglés. Hambre, penurias y una malaria que lo deja al borde de la muerte serán sus recuerdos de aquellos veinte meses. Seiscientos días que no derrotaron a Aquiles.

Y es que después de la Ilíada siempre llega la Odisea, y la de Coppi comienza cuando desembarca en las costas de Calabria en 1945. No tiene nada, salvo el amor de un pueblo. Un periódico local solicita en portada una bicicleta para Coppi, para que pueda pedalear hasta su hogar, hasta su añorado norte. Cuando la consigue avanza cada jornada algunos cientos de kilómetros, participando en carreras populares en las que siempre vence y que le permiten dormir bajo techo. Ese viaje, escribió Gian Franco Venè, fue metáfora de Italia y los italianos.

Y es que Coppi era adorado por los escritores, por los periodistas, por los poetas. Brera, Malaparte, Buzzati, Bocca, Chany, Biagi, Montanelli o Barthes se preocuparon de contar sus gestas, de construir toda una cosmogonía alrededor de su persona. Hoy es difícil hablar sobre Coppi, porque todo lo que hizo, dijo o pensó está labrado en roca, fundido con la propia historia de Italia. No hay secretos por desvelar, sino mitos por reescribir.

Como el que dice que Coppi parió a la Italia de la posguerra, aquel que interpreta su salida del túnel del Turcchino durante la Milán-San Remo de 1946 (la primera clásica que se celebra tras el fin de la contienda bélica) como una suerte de parto metafórico de la nueva Italia. El sueño de Freud, de Jung. Aquel día Coppi se impone tras atacar a la salida del mismo Milán, ciudad devastada, con miles de personas durmiendo en la calles. Fausto sale de la posguerra más gris, la de Rossellini o De Sica, para llegar al luminoso San Remo en ganador, el mar azul al fondo, el guiño cómplice a la mamma en sus primeras palabras radiofónicas. Símbolos, eso era Fausto.

Coppi tuvo muchos Homeros, muchos Virgilios, muchas plumas que tiñeron su sudor con letritas tristes de tinta épica. Pero seguramente nadie estuvo más ligado a él que Mario Ferretti, un humilde locutor de radio que dejó para la posteridad las palabras que mejor definieron a Fausto: Un uomo solo è al comando; la sua maglia è bianco-celeste; il suo nome è Fausto Coppi. Ocurre durante la celebérrima etapa entre Cuneo y Pinerolo del Giro de 1949, cuando Dino Buzzati compara a Coppi con Hércules por su capacidad para sacar adelante los trabajos más inabordables.

¿Y el cristianismo? ¿Podría un héroe de la catoliquísima Italia no ser un mito cristiano? Lo cierto es que el Piadoso era Gino Bartali, pero el fervor que ambos despertaban entre las multitudes suponía una especie de éxtasis religioso. Como cuando durante el Tour de ese mismo 1949 los dos ases italianos escalan en solitario el Izoard y los aficionados italianos desplazados hasta allí se hincan de rodillas antes los ases. Santos, ángeles. O cuando llegan a barrer la carretera a su paso, para evitar que pinchen. Inefabilidad. O en la celebérrima foto en la que Coppi ofrece un bidón de agua a Bartali (o al revés, nunca podremos saberlo) y ambos son capturados en el momento más humano y por tanto más divino de sus carreras. Sí, el martirio. Su martirio.

Porque Coppi también fue mártir. Porque Coppi también se caía, y se rompía huesos, y abandonaba carreras lesionado como si fuera, en palabras de Roger Bastide, un icono religioso en mitad de una vidriera medieval. Porque Coppi también era ultrajado por sus rivales, que le arrebatan victorias con malas artes (véase Magni en el Giro de 1948). Y, sobre todo, porque a Coppi la vida le golpea duramente con la muerte de su hermano Serse en 1951, tras una caída aparentemente sin importancia durante el Giro del Piamonte. Más que un amigo, más que un confidente, un auténtico doppelgänger, como dijo Buzzati. Fausto nunca recuperaría su ánimo después de aquel golpe del destino.

Pero sí sus piernas, pues solo un año después arrasa la temporada ciclista como pocas veces se ha visto. A tal punto llega su superioridad que la organización del Tour tiene que poner un premio especial para el segundo clasificado. Aquel año parecía haber firmado un pacto con el diablo que le había otorgado la gracia suprema, la estética sublime, la energía inquebrantable. Y, tras él, sus gregarios. Pues Coppi, como en el mito artúrico, también tenía caballeros leales y fieles. Allí estaba Lancelot, por nombre Ettore Milano, antiguo partisano comunista de sonrisa fácil y rostro agraciado; o Galahad, el de corazón más puro; Andrea Carrea, quien llegó a ofrecer a Coppi retirarse del Tour de 1952 cuando alcanzó el maillot amarillo merced a una escapada, “no soy digno de él”, decía, grial evanescente del julio francés. Ese era su grupo, que se mantendrá unido incluso tras su muerte.

Poco después, en 1953, llega otra imagen icónica de Coppi, entre las paredes de nieve del Stelvio, la figura elegante y etérea de Fausto pasando junto a pintadas realizadas sobre el hielo. Allí Coppi busca el punto débil de Sigfrido, explotar la única muestra de debilidad que Koblet, el suizo guapo y elegante, pura charmesse, le ofrece en toda la carrera. Y es subiendo aquel puerto inconcebible donde Coppi atisba en las piernas pesadas de Koblet, en su respiración agitada, el lugar donde una hoja de tilo había taponado la sangre inmortal del dragón. Y se lanza a por otro mito, uno de septentrión esta vez. Y lo conquista.

Pero los mitos sólo pueden mantenerse en la muerte. Porque solo al morir Coppi toda Italia se hizo Coppiana, incluso los admiradores de Bartali. Porque, a diferencia de Gino, Coppi jamás se convirtió (jamás se pudo convertir) en figura venerable que todos contemplan con una sonrisa en la boca. No, Coppi murió joven, en enero de 1960, sin haber cumplido los cuarenta años. Coppi murió de forma extraña, tras contraer de nuevo malaria en África, donde había viajado para unas carreras de exhibición, las últimas, decía, de su trayectoria deportiva. Y, sobre todo, Coppi trascendió a la muerte en su última gran escapada, aquella que hace recorrer su cadáver las colinas cercanas a Castellania, por donde entrenó durante toda su vida, rodeado de más de 50.000 tiffosi. Esta vez sí, los aficionados le ven pasar en un silencio respetuoso. Porque ante el mito, en ocasiones, solo queda la admiración, solo cabe el silencio.

Silencio, arriva Coppi.

 

 





Fausto Coppi fue, por encima de todo, un mito. El mito perfecto, escribió Gianni Mura, la suma de muchos. El mito. Porque Barthes definió el Tour de Francia, y el ciclismo, por extensión, como el mejor ejemplo de mito total, libre de cualquier ambigüedad, imagen utópica que refleja con claridad las relaciones...

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Marcos Pereda

Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).

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