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Antonio Orejudo (Madrid, 1963) es doctor en Filología Hispánica (hizo la tesis sobre Antonio de Guevara y el género epistolar en el Renacimiento), ha sido profesor de Literatura Española en universidades de Estados Unidos, investigador en la de Ámsterdam y ahora profesor titular en la de Almería. Vive en Málaga. Entre 2012 y 2013 publicó en Diario Kafka una serie de artículos sobre los clásicos de la literatura española que se cuentan entre las cumbres de la pedagogía y del reseñismo pop (aquí un ejemplo). Su primera novela, Fabulosas narraciones por historias, es de 1996, y desde entonces –significativamente, sin prisas− ha escrito cuatro más: Ventajas de viajar en tren (2000), Reconstrucción (2005), Un momento de descanso (2011) y Los Cinco y yo (2017), que es la que aquí nos ocupa. En ésta el narrador refuta “la idea de que una novela es una secreción del talento. No. Una novela es como completar una enciclopedia por fascículos: se requiere voluntad, perseverancia y esfuerzo”. Recientemente ha declarado que está “hasta los huevos del humor”. Una de sus canciones preferidas es Cream, de Prince, y la última película que ha visto es Leviatán, de Andréi Zviáguintsev, y le ha gustado.
He estado a punto de poner en la bio que tu grupo sanguíneo es 0-, pero como es algo que dice el narrador de tu novela, al igual que dice que ha abandonado la literatura para dedicarse a precavidas operaciones financieras, no sé si es verdad o no. Si lo es, dime, ¿cómo sabes tu grupo sanguíneo? Yo no sé el mío.
Lo sé porque mi padre trabajaba en la Cruz Roja, y allí no concebían que una persona pudiera salir a la calle sin saber su grupo sanguíneo. El mío verdadero no es 0-, sino 0+.
Te he oído decir que no sabes muy bien qué es la autoficción y que, en todo caso, tu novela sería pseudoautoficción. Yo tampoco tengo mucha idea, pero parece que no es ya la clásica novela de fondo autobiográfico tipo David Copperfield o tantas otras. Todo apunta a que es un género con sus propios rasgos, bien aceptado en estas últimas décadas por las instituciones literarias (incluido el mercado), en el que hay un tipo con algunos conocimientos de Historia y Literatura que, a fuerza de jugar al escondite o –en la variante “seria”− de dolerse del destino del Hombre, acaba componiendo un autorretrato en el que queda muy bien. Sea un yo en estado líquido, sólido o gaseoso, parece un enésimo intento de romantizar la figura del escritor, y da igual que se trate de un tipo tan desagradable como Carrère, porque queda “valiente”. Yo no veo nada de esto en Los Cinco y yo, pese a ese yo presente desde el título. Si me apuras, casi lo que veo es una parodia.
El modelo de Los Cinco y yo no es David Copperfield o Carrère, sino las Confesiones de San Agustín. El libro es en cierto modo un acto de contrición; por eso el escritor que aparece allí no queda tan bien como los escritores de la autoficción. Toni es un pecador arrepentido. Otro modelo muy presente han sido las Epístolas de Petrarca, una obra fascinante, que ha servido a sus biógrafos para trazar sus andanzas incluso después de que se supiera que Petrarca trabajaba sus sinceras cartas como un novelista su narración: cambiando datos (grupo sanguíneo 0- por 0+), modificando el orden en el que se escribieron, sustituyendo los destinatarios reales por otros, rehaciéndolas…
Una de mis mayores aspiraciones es escribir alguna vez una novela de miedo; una novela que sólo dé miedo, una novela cuya lectura sea una experiencia vital para el lector, no una exhibición de maestría
No es frecuente que un yo escritor se presente desde el principio como producto generacional, como muestra histórica y sociológica; que hable sin tapujos ni satisfacción de la persecución del éxito, del ansia de “formar parte de los grupos elegidos”, de “resentimiento social” y de “vías de expresión artística o, si se quiere, de medro social a través del arte”; o que se identifique no con un cándido o aguerrido aventurero sino con un tipo soberbio −Quintín Barnard, el padre de Georgina de Los Cinco− que cree que “la Fortuna estaba en deuda con él” y que tiene una “vulgar obsesión por el dinero”. ¿Qué se siente al clavar clavos en el ataúd del romanticismo y del mito del escritor puro?
Siempre me ha molestado la mistificación de los escritores. Yo empecé a perderles el respeto en una Feria del Libro de Madrid. Tenía entonces quince años y había ido a pedirle una firma a Mario Benedetti, cuyos cuentos acaba de descubrir. Como no tenía dinero para comprar su último libro, compré una novela titulada Gracias por el fuego, cuyo precio sí podía pagar. Esperaba que Benedetti se pusiera en pie, me abrazara y viera en el brillo de mis ojos una prueba fehaciente de mi talento. Pero ni siquiera levantó la cabeza, se limitó a escribir “Para Antonio cordialmente”. Fue mi primera decepción con los escritores. Luego vendrían otras. Yo mismo me he decepcionado a mí mismo muchas veces. Con todo, no ha sido mi intención clavar clavos en ningún ataúd. No tengo espíritu redentor. Lo que sí he sentido es la euforia que acompaña una confesión bien hecha, con su examen de conciencia, su dolor de los pecados, su propósito de enmienda y el cumplimiento de la penitencia.
Vaya, ¿entonces no es un saludable entierro? ¿Más bien una operación de limpieza? ¿Una purificación efectiva?
Sí, una lavativa, un enema. Pero prefiero tu lectura. La intención del autor está sobrevalorada.
Hay en el libro una grave constatación de que para escribir pueden ser necesarias las virtudes del “coleccionista de fascículos: la disciplina y la fuerza de voluntad”; y, por otro lado –y esto es muy interesante− por cierta fe en una experiencia de lectura “preliteraria”, que busca en los libros no forma ni sentido sino “realidades alternativas”, incluso "una manera de vivir" o de salir de excursión…
Esa lectura preliteraria fue la que yo hice con aquellos primeros libros de Los Cinco. Nunca fui consciente —y si lo fui, nunca me interesó demasiado— de que aquellas aventuras estaban escritas por alguien. A eso contribuía la rareza de un nombre como el de Enid Blyton, que ni siquiera parecía nombre. Lo más parecido a esa experiencia preliteraria de la lectura es el trance en el que entra mi hijo cuando se sumerge en un videojuego. Él tampoco es consciente de quién ha creado aquello, ni le importa; la autoría para él carece de importancia. Lo único que existe es su experiencia de jugador. Yo entonces no era un lector, era un jugador. Para mí, como lector, eso es irrecuperable. Y como escritor creo que también. Yo escribo en buena medida para otros escritores, para lectores que son potencialmente, o de hecho, escritores. Este olvido de la lectura preliteraria nos ha alejado de los lectores y ha convertido la lectura en una actividad residual. El fenómeno no es reciente: cuando el multimillonario marqués de Santillana escribe una obra admirando la pobreza del sabio Bías sin renunciar a su riqueza está creando un artefacto literario dirigido a los lectores-escritores. Esta insinceridad, repetida a lo largo de los siglos, ha ido erosionando la credibilidad del discurso literario. Una de mis mayores aspiraciones es escribir alguna vez una novela de miedo; una novela que sólo dé miedo, una novela cuya lectura sea una experiencia vital para el lector, no una exhibición de maestría.
Como decía, tu narrador se presenta desde el principio como un producto de su generación, que es la tuya y, creo, también la mía. Pero la mirada sobre nuestra generación, demasiado joven en la muerte de Franco y demasiado vieja en la Gran Recesión, es bastante triste. El libro nos presenta como un hatajo imperdonablemente numeroso de zombis irrelevantes y acomodaticios, sin ningún “protagonismo histórico”, y que nunca ha ocupado posiciones de poder, eclipsada por la generación anterior o posterior. No sé si estoy del todo de acuerdo con esto último. Por una parte, quizá no ha habido líderes en nuestra generación, pero sí ministros, banqueros, estrellas de cine y televisión, chefs y gente con la sartén por el mango. En la novela se destaca ciertamente esta pasión, a veces camuflada, por el enriquecimiento. Pero también ha habido figuras literarias (políticas en cuanto crean gusto y opinión) realmente influyentes… aunque casi siempre, es verdad, “vendidas” a los valores de la generación anterior (novelitas sobre la guerra civil y la posguerra, o con asesinatos, por ejemplo), que es la que realmente dirigió la Transición y facilitó fortunas. Pero es todo muy raro, ¿no? Esa apropiación de valores importados de otras generaciones… Y sigue ocurriendo: mira a los treintañeros de Podemos, que podrían ser nuestros hijos, cantando L’estaca…
Nunca hemos hecho tertulia alrededor de un mayor, ni siquiera nos hemos mostrado muy interesados en asociarnos alrededor de una idea o un proyecto
Los valores de la transición siguen estando vigentes. Los miembros de nuestra generación que han llegado lo han hecho, como tú dices, aceptando esas reglas del juego, esos valores, esos gustos literarios, esos juicios o prejuicios de la generación anterior. Yo los he mirado con la misma envidia con la que miraba a mis primos mayores cuando los padres los dejaban sentarse en la mesa con los adultos. Nadie cuestionaba la autoridad de los adultos; todo lo contrario: queríamos formar parte de ellos, no queríamos sustituirlos: queríamos ser adultos en compañía de aquellos adultos, a los que admirábamos, porque era valor añadido a la condición adulto. Esto es lo que cuestionan los primitos más pequeños, los de Podemos: la autoridad de esos adultos. Quieren sustituirlos, ser los nuevos adultos. Lo que es descorazonador, tienes razón, es que esa legítima ambición (que nosotros ni siquiera tuvimos) no vaya acompañada de una renovación del repertorio musical. Por lo menos, podrían haber optado por la versión de L’estacade Toni Peret & DJ Richard & Johnny Bass.
Jo, esta versión scouse no la conocía. ¡Qué buena! ¿Crees que ellos la considerarían cultura popular?
No sé si la considerarían cultura popular o arte degenerado; pero en todo caso, no los veo yo cerrando con ella Vistalegre III.
La novela termina tremendamente (juro que es uno de esos finales que corta la respiración) con un sangrante “Y no se habló más del asunto” seguido de diez líneas de típicos manjares de Los Cinco, cuando se comprueba la gran cantidad de dividendos que puede generar la complicidad con ese capitalismo “decente” (o sea, indecente) que propugna un personaje. Eso nos señala a todos, pero yo aún tengo la esperanza de que en nuestra generación pueda haberse dado un genuino desinterés por el poder, un complicado pero no tan inocuo ensayo de vivir deliberadamente, en la medida de lo posible, a espaldas de él… ¿Soy demasiado optimista?
No sé hasta qué punto ha sido desinterés y hasta qué punto ha sido resignación. Yo comprendí muy pronto que en España no había sitio. Y no hablo de poder. El poder ni se me pasaba por la cabeza cuando terminé la carrera. Hablo de trabajo, de sustento. Parece que los treintañeros actuales, La-Generación-Mejor-Preparada-De-La-Historia-De-España, han sido los primeros emigrantes de clase media. Cuando yo terminé la universidad en 1986 había un 25% de paro. Con Felipe González a los mandos, y muchos de mis compañeros de clase tuvieron que marcharse fuera. Uno de ellos se marchó a Tanzania a enseñar español, y sigue por ahí, dando vueltas. Otro, que se quedó, trabajó de buzonero un tiempo. Yo me marché a Estados Unidos, pero no porque las grandes potencias se rifaran mi talento, sino porque no tenía alternativa. Ahora bien, lo que sí veo en muchos de los que tienen mi edad es una renuncia, quizás por pereza, a los usos un poco serviles que requiere la relación con el poder. Por ejemplo: nunca hemos hecho tertulia alrededor de un mayor, ni siquiera nos hemos mostrado muy interesados en asociarnos alrededor de una idea o un proyecto.
Uhm… Es cierto que no hemos formado un grupo pero es que formar un grupo a lo mejor nos parecía muy de camarilla de la generación anterior. Por otro lado, ¿realmente crees que tú y yo, por poner un ejemplo, hemos renunciado a pasillear para entrar en la Real Academia Española, a cenar en la bodeguilla ayer o a comer con el comisario Villarejo hoy, o a ganar el Planeta –y quien dice el Planeta dice cualquier best seller de receta− por resignación o pereza?
En mi caso no es una renuncia ética. Yo no he pasilleado por una mezcla de pereza y soberbia: siempre he vivido muy lejos de la capital y desplazarse hasta allí es una lata. Además, carezco de humildad para hacer la pelota. En cuanto a escribir un best seller… ¡qué más quisiera yo que vender tantos ejemplares como Dan Brown! Lo he intentado. Incluso he llegado a terminar un borrador, así, de aire policíaco, escrito con el único propósito de hacer lo que quiere la gente, como diría un militante de Podemos. Pero luego te pones a revisarlo, te entran los escrúpulos literarios, lo corriges y lo estropeas todo.
Yo no me refería al desinterés por el poder necesariamente como una postura ética, pero, ya que hablamos de ética, dime: ¿la ética del coleccionista de fascículos puede dirigirse a que toda esa “voluntad, perseverancia y esfuerzo” no se noten? Tus libros siempre me han parecido de una claridad envidiable, con una prosa en la que nunca chirría nada y una soltura que parece que te sale sola. ¿No te parece que ese estilo es algo ingrato? Seguimos adulando una tradición que valora ante todo que el estilo se note…
Que me diga eso el autor de Estilo rico, estilo pobre es un espaldarazo a mi desvelo por que el estilo no se note, que como sabes es lo más difícil a la hora de escribir. Se requiere mucha voluntad, mucha perseverancia y mucho esfuerzo para borrar lo literario de la literatura. Para mí el lenguaje es una herramienta, un medio, no un fin. Esa tradición según la cual un texto bien escrito es aquel que se nota que está escrito sigue viva porque hay muchos poetas y muchos filósofos escribiendo novelas; las escriben así, sin entrenamiento, sin adaptar su musculatura a la nueva prueba. Es como si un velocista corriera la maratón sin haberse preparado. A mí me parece que para escribir una novela es necesario renunciar a la voluntad de estilo, y eso requiere una humildad que no suele estar al alcance de los poetas ni de los filósofos, mucho más reacios que los novelistas a desaparecer de su escritura. Me gusta además ese estilo conversacional, esos giros orales que hacen a los libros tan cercanos.
Otra cosa que te envidio mucho es esa facilidad para pasar de un plano a otro. En Los Cinco y yo se pasa del presente al pasado, y de la realidad del narrador a la glosa de una novela escrita por otro, con la mayor naturalidad, sin ruidos ni estorbos. ¿Eso cómo se consigue? Dímelo, que quiero imitarlo.
Yo se lo he copiado a Philip Roth y a Saul Bellow. Mientras escribía esta novela he abierto muchas veces sus libros fijándome sólo en eso, en los giros que utilizaban para hacer esas transiciones, que he envidiado siempre mucho. Son transiciones muy conversacionales: cuando hablamos estamos todo el tiempo yendo de un lugar a otro, del presente al pasado, del pasado al chascarrillo, del chascarrillo a la reflexión y de ahí a la glosa. En la oralidad hay más libertad de movimientos.
Cuando hablamos estamos todo el tiempo yendo de un lugar a otro, del presente al pasado, del pasado al chascarrillo, del chascarrillo a la reflexión y de ahí a la glosa
Dime algo sobre esta frase de la novela: “Siempre me ha costado elegir y renunciar”.
Pues que admiro mucho las mentes ejecutivas que reciben información, la analizan, valoran riesgos y toman decisiones. Y todo en cuestión de segundos. Yo soy incapaz. Puedo recibir información, puedo analizarla y valorar los pros y los contras de las diferentes soluciones, pero luego me cuesta mucho decidirme, elegir y renunciar. Como tengo mucha capacidad de proyección, soy capaz de vivir anticipadamente lo que pasará si tomo la decisión A y lo que sucederá si tomo la decisión B. Y las dos posibilidades me parecen apetecibles o catastróficas. Es la frase de un indeciso. Y esto se aplica también a la escritura, un trabajo en el que constantemente tienes que estar tomando decisiones: borrar o no. De cada una de mis novelas guardo centenares de versiones con las variantes que la redacción definitiva desechó.
Y algo sobre esta otra: “El sufrimiento se atenúa con más sufrimiento”.
No hay mucho que decir: el malestar disminuye cuando el dolor lo sepulta, y este sólo desaparece si tienes la suerte de vivir una experiencia terrorífica. Sucede lo mismo con el placer.
En cierto momento el narrador siente “de nuevo el deseo de escribir” pero inmediatamente se corrige: “no fueron ganas de escribir, sino el deseo de que la obra estuviera hecha”. Me identifico mucho con esa sensación, porque escribir-escribir es un rollo, ¿no?
Es la parte más aburrida de la escritura: escribir. Porque escribir no es sólo escribir. Escribir es sólo una mínima parte del trabajo. Antes hay que leer, y luego, después de escribir, corregir, borrar, cambiar de lugar, fundir personajes, unificar tramas, simplificar argumentos. Eso me encanta. Pero inventar…. inventar es un tostón.
A mí solo me gustan realmente el momento en que se me ocurre una idea o historia que doy por buena y el momento en que digo: “Ya está, el libro está listo, ¡por fin!”.
Lo mío es peor: yo siento que el libro está listo, ¡por fin!, en el momento en el que se me ocurre la idea. Y a continuación viene el desengaño: me doy cuenta de que no, de que hay que coger el pico y la pala. Tengo fama de escribir poco, porque tardo mucho en publicar, pero yo soy muy de pico y pala.
El gran personaje de Los Cinco y yo es seguramente Rafael Reig. Sin embargo, en la novela que él ha escrito sobre la historia de Los Cinco ya adultos, a ti te saca “un poco neurótico, obsesionado con la muerte” y te da un pobre papel de guía turístico. Por tu parte, tú lo haces curarse de un alzhéimer precoz gracias a un tratamiento Big Farma de más que sospechosa ética. ¿Qué hay entre Rafael Reig y tú?
Hay una vieja amistad a prueba de bomba y también una vieja rivalidad a prueba de bomba. Nos admiramos y nos tememos. O por lo menos nos temíamos. Cuando éramos más jóvenes los dos pensábamos que el genio era el otro, y eso nos atormentaba. Ahora que ya hemos comprendido que el genio no es ninguno de los dos vivimos más tranquilos.
Ya para terminar… He contado en la novela hasta ocho referencias a libros o artículos no escritos o no publicados por el narrador, desde un ensayo político “incendiario” contra las compañías telefónicas hasta un Elogio de la mediocridad o El club de la gente que siempre se pone en lo peor. Tengo la sensación de que alguno de estos inéditos acaban escribiéndose en la novela. Pero hay dos cosas sí escritas de las que me gustaría leer al menos un fragmento: o bien del “prospecto de autor” de las gotas FLYaWAY contra el miedo a volar, o bien de la correspondencia entre Enid Blyton y Magda Goebbels. ¿Puedo pedirte que nos enseñes un pasaje de uno u otro texto?
De la correspondencia entre Enid Blyton y Magda Goebbels permíteme que no te adelante nada porque se está elaborando una edición crítica. En cuanto al prospecto de autor de FLYaWAY, algo se adelanta en la novela. Los prospectos son todo un género literario, y me parece un hallazgo que a alguien se le haya ocurrido incluir en ellos la primera persona. En el que yo elaboré, contaba mi experiencia personal con los aviones, el nacimiento del miedo y el modo en el que estas gotas han modificado completamente mi experiencia no sólo en los aviones, sino también en los aeropuertos. En el prospecto hay una parte final en la que hablo del uso recreativo de esta droga, nada desdeñable.
Oye, no me líes, que yo me lo creo todo. ¿La correspondencia entre Enid Blyton y Magda Goebbels existe de verdad? Y ¿Blyton le escribía en ese estilo que tú tan bien imitas, tipo “Nos arremolinamos alrededor del pozo y nos quedamos contemplándolo en silencio”?
Gracias a Enid Blyton, aprendí que en un diálogo los personajes podían espetar, corroborar y fruncir el ceño. En cuanto a la correspondencia entre Blyton y Goebbels… qué más da que sea verdad o mentira, si resulta verosímil. ¡Los Cinco y yo es una novela!
Bueno. Muchas gracias.
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Autor >
Luis Magrinyà
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