Francesco Totti en un partido en 2009.
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En el estadio de San Siro saben bastante de buen fútbol. La frase podría valer para las dos mitades de la grada, pues ninguna anda escasa de glorias pasadas (y presente mediocre), pero esta vez toca referirse al bando rojinegro. Al que vio al tridente holandés y al sueco. Al que vio a Maldini hijo y padre. Al que vio a los suyos ganar, por ahora, 18 títulos internacionales y otros tantos campeonatos de Italia. Esa hinchada es muy difícil de impresionar; hay que hacer algo o ser alguien realmente extraordinario, y más vistiendo camiseta ajena.
Por eso, el contundente 1-4 con que la Roma atropelló al Milan el pasado 7 de mayo pasó a segundo plano. El fondo sur, que fuera hogar de la Fossa dei Leoni, antaño el grupo ultra más respetado de Europa, desplegó una pancarta con un mensaje muy significativo: “La Sud homenajea al rival Francesco Totti”. No enemigo, como suele ser habitual en el lenguaje belicista de los aficionados más exaltados, sino rival. Con la carga de honor que eso implica.
Es el honor, precisamente, la seña de identidad del Capitano en una carrera extendida durante más de dos décadas y que, parece, pronto tocará a su fin. Veinticinco temporadas, todas con la misma camiseta, la del equipo que le iluminaba la mirada de niño cuando iba al estadio Olímpico no como protagonista, sino como espectador. Nada ha podido con el orgullo de defender a su gente. Ni la escasez de títulos habitual en una entidad como la romanista con mucho más nombre que historia, ni las propuestas multimillonarias de aquí y allá para cambiar de aires. El mismísimo rey Midas de Chamartín tuvo que volverse a casa con el rabo entre las piernas, tras fracasar en su intento de blanquear el rojo púrpura y el amarillo oro del corazón de Totti.
Veinticinco temporadas, todas con la misma camiseta, la del equipo que le iluminaba la mirada de niño cuando iba al estadio Olímpico no como protagonista, sino como espectador
No ha doblegado su amor por la Roma ni siquiera el extraño ostracismo al que le lleva sometiendo el entrenador Luciano Spalletti las últimas dos temporadas. Con el 41º cumpleaños al caer, hasta el fanático más radical comprende que er Pupone ya no está para ser titular indiscutible en un equipo que lucha por el segundo puesto de la Serie A. Pero siempre que sale rinde, y no son pocas las veces que ha revolucionado partidos que estaban perdidos. De ahí que nadie termine de entender por qué recibe tan pocas oportunidades, si acaso relegadas al último cuarto de hora de los encuentros más intrascendentes. Y a veces ni eso: en Milán, con todo resuelto y el público anfitrión deseándolo, el técnico no tuvo a bien sacarle para que recibiera sus merecidos aplausos.
Ni así el número 10, que se sabe ídolo, que con un gesto de su mano podría desencadenar un tumulto en las calles de la Ciudad Eterna, ha alzado la voz. Por el bien del equipo ha preferido mantenerse en un segundo plano, más allá de algún episodio puntual a finales de la campaña pasada en el que se llegó a involucrar hasta su mujer. Mientras la prensa fríe a preguntas a Spalletti, quien ha llegado a declarar que si llega a saber la que le esperaba no habría aceptado el cargo, a día de hoy Totti ha optado por lo más sensato, que es no abrir la boca y dejar que otros especulen. De hecho, ha esperado hasta ultimísima hora, tres días antes del partido contra el Genoa que cerrará la temporada, para anunciar que el próximo curso no formará parte de la plantilla, con tal de no desestabilizar a sus compañeros.
Justo esa es la mayor de las muchas virtudes que tiene como futbolista. Siempre ha relegado al servicio del equipo un talento descomunal, comparable solo a figuras legendarias del calcio como Giuseppe Meazza, Roberto Baggio, los Mazzola, Gianni Rivera o su admirado Bruno Conti. Con él en el campo, la Roma ha ganado un Scudetto, dos copas y dos supercopas, que parecen poco pero son un tercio de lo logrado por el club en 90 años de historia, en un país como Italia donde los clubes del norte dominan el palmarés con mano de hierro.
Y eso que títulos individuales tampoco le faltan. Con el mérito añadido de no ser delantero centro al uso, su pie derecho calza una Bota de Oro, conquistada en 2007 con una cifra modesta para los estándares actuales (26 goles) pero que ninguno de los grandes nueves de la época pudo alcanzar. La Asociación Italiana de Futbolistas se sacó de la manga en su momento los Oscar del Calcio, una gala de premios que casi parece creada para homenajearle: entre unas categorías y otras, once estatuillas llenan las vitrinas de su casa. Si contamos galardones de la prensa especializada y de otras entidades relacionadas con el balompié, aunque sea tangencialmente, la lista se hace eterna. Eso sí: se le ha resistido el Balón de Oro. Dicen que si se hubiera animado a fichar por un club grande, se lo habría llevado sin problemas en varias ocasiones, a lo que él replica que no hay club más grande que el suyo.
Reacciones como esa no hacen más que contribuir a engrandecer su figura. El país transalpino es mitómano por naturaleza y por obligación, al encontrarse carente de referentes morales no corrompidos; no en balde dice un chascarrillo célebre que las cuatro grandes mafias del país son la Cosa Nostra siciliana, la Camorra campana, la ‘Ndrangheta calabresa y el governo, que lo infecta todo. Era inevitable que fuera allí donde se inventara un concepto tan contundente como el de la bandiera, el jugador de fútbol que, por su compromiso, adquiere carácter legendario para la hinchada y para la ciudad que le acoge. En este sentido, y dejando al margen el obsesivo (y un tanto impostado) caso de Nápoles donde niños y ancianos rezan en altares callejeros a San Diego Armando Mártir, no hay otra bandiera en toda Italia como Totti.
Totti es Roma y Roma es Totti. La identificación del uno con la otra es tal que no se atreven a discutirla ni los (relativamente escasos) aficionados de la Lazio que pueblan la urbe; es más, le reconocen y le aplauden como “enemigo de toda la vida”, tal como se podía leer en la pancarta vista en el último partido en el Olímpico con los blanquicelestes como locales. Nacido y criado en las Siete Colinas, reticente a abandonarlas, y con un fortísimo acento romanesco que se niega a disimular pese a las burlas que recibe cuando viaja, sus vecinos no solo le admiran, sino que sienten que les representa. Su nombre, siempre sobre el 10, se lee en las camisetas rojas que casi todos los habitantes de la capital poseen, sin importar que no acudan casi nunca al estadio a verle jugar. Su cara adorna murales improvisados en cualquier fachada. Su boda en 2005 con la azafata televisiva Ilary Blasi reunió durante varias horas a una multitud de tifosi en la puerta de la iglesia de Aracoeli, en pleno centro de la ciudad, mientras la televisión la transmitía en directo después de haber pagado una buena cifra (que fue a parar, aseguran, a una ONG) en concepto de derechos exclusivos.
Este lado solidario, a costa incluso de su reputación, es otro de los factores que le convierten en un personaje tan popular. Hay un ejemplo que lo demuestra de la manera más contundente. Durante una época se puso muy de moda contar “chistes de Totti”, ocurrencias similares a las burlas que sufren los habitantes de Lepe, algunas más elaboradas, otras bastante hirientes, siempre poniendo al interfecto como un personaje poco avispado, cuando no directamente tonto. Cualquier otro se habría ofendido y se habría planteado reclutar un ejército de abogados para lanzar una campaña de demandas por difamación. En su lugar, Francesco se lo tomó con humor. Se prestó a leerlos en público en televisión y a representarlos en pequeños gags con otros compañeros. Es más: cedió su imagen y escribió un pequeño prólogo para un libro recopilatorio, que tuvo tanto éxito que se llegó a escribir una segunda parte. Los beneficios se destinaron íntegramente a entidades de ayuda a los más necesitados en Roma.
quien más, quien menos, todo el mundo en aquel lado de los Alpes le tiene cariño. A ello contribuyen, sin duda, sus logros con la selección nacional
La Tottimanía es clamorosa en su patria chica, aunque no se restringe allí, sino que se expande: quien más, quien menos, todo el mundo en aquel lado de los Alpes le tiene cariño. Durante este curso, que todos asumen como el último en activo, se han sucedido las muestras de cariño a lo largo y ancho del país con forma de bota. Son habituales las ovaciones cuando sale al césped en cualquier punto del mapa; hay equipos, como el Chievo en el último partido, que van más allá y el presidente en persona baja a saludarle al vestuario y a entregarle placas conmemorativas. A este afecto tan extendido contribuyen, sin duda, sus logros con la selección nacional. No es que sea el que más partidos ha jugado con la azzurra, apenas 58, y sus escasos nueve goles le dejan muy lejos de los cañoneros que marcaron épocas. Pero ha estado ahí cuando había que estar.
Dos momentos puntuales destacan sobre todos los demás, y curiosamente ambos son lanzamientos de penaltis. El primero, cuando aún era un jovenzuelo imberbe con el 20 a la espalda por falta de autoridad para reclamar su número fetiche, en la tanda de la semifinal de la Eurocopa de 2000: avisó a un Maldini estupefacto con el mítico “mo je faccio er cucchiaio” (“ahora le hago la cuchara”, su marca de la casa) y acto seguido se atrevió a colarle un panenkazo a Van der Sar. Más tarde, en 2006, ya con el 10 propio de la estrella del combinado, fue él quien desatascó desde los once metros la eliminatoria de octavos de final contra Australia que se había puesto mucho más difícil de lo esperado. En aquel Mundial fue titular en todos los partidos y, casualidad o no, Italia salió campeona.
Justo después decidió que, a sus 30 años, era buen momento para dar paso a los jóvenes, abandonar la Nazionale y centrarse en la Roma. Quiso irse por todo lo alto, quizás para que los seguidores le recordaran por sus luces y dejaran un poco de lado las sombras que también hubo. Porque Totti, como buen italiano, es un hombre de carácter fuerte, a veces difícil de controlar. Ha protagonizado episodios sonados, como el escupitajo que le soltó en plena cara al danés Poulsen en la fase de grupos de la Eurocopa 2004, que no vio el árbitro pero sí la televisión, y le valió tres partidos lejos del césped. Con la Roma también ha perdido los nervios a menudo; lo demuestran las 15 tarjetas rojas que lleva en su carrera, 13 de ellas directas, no por doble amarilla. Solo por comparar, a Marco Materazzi, con su fama de salvaje, le echaron una vez menos.
Es hasta comprensible. Cuesta mantenerse siempre centrado cuando se está en el ojo del huracán desde los 16 años. Con esa edad, en marzo de 1993, le hizo debutar Vujadin Boskov, aunque de forma testimonial, apenas un rato al final de un partido contra el Brescia. Tendría que pasar un año para que le convirtiera en titular el nuevo técnico, Carletto Mazzone, a quien considera su padre futbolístico. Con él y con Zeman aprendió el oficio, con Capello conoció la victoria, y en la primera etapa de Spalletti se consolidó como crack mundial. Con otros no le fue tan bien; el visionario Virrey Bianchi, dios en Argentina, coleccionista de fracasos en Europa, se atrevió a tildarle de jugador menor y llegó a pedir que le cedieran.
Hoy, tras casi 800 partidos y 307 goles, se vuelve a dudar de su estatus, más por el paso inevitable del tiempo que por una incierta decadencia futbolística, y aunque él no suelta prenda más allá de su salida del primer equipo, se especula con su retirada inminente y su ingreso en el cuerpo técnico como mano derecha del recién llegado Monchi. Se dice también que podría echar alguna pachanga en ligas extranjeras menores; hay quien le ve en el Miami FC a las órdenes del mito laziale Alessandro Nesta. No son pocos los canales de televisión que querrían tenerle comentando partidos, y hasta la Federación italiana está dispuesta a hacerle un hueco en su organigrama. De momento, de cara al que se está vendiendo como su último partido, contra el Genoa el 28 de mayo, se han agotado las entradas en el estadio por primera vez en años… pese a que no está asegurado que participe, pues el equipo se juega ni más ni menos que una plaza de Champions.
Y después, ¿qué? ¿Adónde irá la Roma sin Totti? Su lugarteniente De Rossi lleva diez años aguantando el mote de Capitan Futuro y los achaques le empiezan a pesar. El otro romano de la plantilla, Florenzi, parecía el más indicado para heredar el cargo hasta que se partió el ligamento cruzado de la rodilla izquierda, sin fecha prevista de regreso. Mientras tanto, ley Bosman mediante, el equipo de la capital del país juega muchos partidos no ya sin gente de la casa, sino sin un solo italiano en el once inicial. Nadie sabe qué deparará el futuro, ni si habrá alguien que, aunque sea imposible hacerlo tan bien como él, al menos se atreva a defender el honor del club y de la ciudad.
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Autor >
Luis Tejo Machuca
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