Lectura
Un futuro para las mayorías
Capítulo del libro ‘El gran retroceso. Un debate internacional sobre el reto urgente de reconducir el rumbo de la democracia’
Ivan Krastev 24/05/2017
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Aún no es de noche, pero queda poco.
Bob Dylan
En su novela Las intermitencias de la muerte, de 2005, José Saramago cuenta la historia de un país donde la gente deja repentinamente de morir y donde la muerte pierde su condición de eje central para la vida humana. Al principio, la euforia se apodera de la gente, pero muy pronto vuelven a surgir en su mundo algunos “dilemas” —metafísicos, políticos, prácticos—. La Iglesia católica se da cuenta de que “sin muerte no hay resurrección, y sin resurrección no hay iglesia” [1]. Para las compañías de seguros, la inmortalidad significa el fin. El Estado se enfrenta a la compleja tarea de tener que pagar las pensiones de forma indefinida. Las familias que tienen a su cargo a ancianos o personas dependientes empiezan a atisbar que sólo la muerte puede librarlos de una eternidad dedicada a cuidarlos. Aparece una mafia que trafica con ancianos y enfermos para llevarlos hasta los países vecinos (puesto que allí aún es posible morir). Como le advierte al rey el primer ministro: “Si no volvemos a morir, no tenemos futuro” [2].
Saramago no nos ofrece muchos detalles sobre el estado de inestabilidad política en el que se encuentra esta “Patria de la Inmortalidad”, pero podemos imaginarnos perfectamente un movimiento al estilo del 15M que permitiría a los jóvenes y a los desempleados manifestarse y tomar las plazas, una vez descubrieran que no va a haber trabajo para ellos y que la política de su país ha quedado en manos de las generaciones anteriores. También podemos figurarnos fácilmente la aparición de una derecha populista, cuyos líderes y partidos prometerían un regreso al esplendor del pasado. En definitiva, la novela de Saramago sirve como perfecta introducción a nuestro mundo.
La experiencia occidental de la globalización se parece mucho a este jugueteo de Saramago con la inmortalidad. Es un sueño que de pronto se convirtió en pesadilla. Hace tan sólo unos años, muchos en Occidente creían que un mundo sin fronteras podía suponer el final de todos nuestros problemas. Lo que estamos viendo en la actualidad, por el contrario, es un levantamiento generalizado contra ese orden liberal-progresista surgido en 1989 sobre el fundamento de la libre circulación de personas, capitales, mercancías e ideas, que se presenta a sí mismo como una suerte de revuelta democrática contra los sistemas de libertades.
La ironía consiste en que el fin de la censura nos ha traído una política de la post verdad
El avance de la democracia en los países no occidentales ha tenido un efecto paradójico y es que —como muestra un estudio reciente— los ciudadanos “de algunas democracias supuestamente consolidadas en Norteamérica y Europa Occidental no sólo son cada vez más críticos con sus líderes, sino que además se han vuelto más pesimistas con respecto al valor de la democracia como sistema político, confían menos en poder intervenir sobre las políticas públicas con su participación y están más dispuestos a decantarse por alternativas políticas autoritarias” [3]. Este estudio muestra también que las “generaciones más jóvenes se sienten poco comprometidas con la democracia” y “tienden a involucrarse cada vez menos en política” [4].
Los efectos que ha tenido la revolución de las comunicaciones no son menos sorprendentes. Hoy, la gente puede buscar en Google prácticamente cualquier cosa y la censura se ha convertido en algo casi imposible. Al mismo tiempo, hemos podido observar cómo se han difundido de manera alarmante las más enrevesadas teorías conspirativas y cómo ha crecido la desconfianza pública hacia las instituciones democráticas. La ironía consiste en que el fin de la censura nos ha traído una política de la post verdad.
Lo que hoy estamos experimentando en el mundo occidental no es un contratiempo pasajero dentro de una senda imparable de progreso, no es ni tan siquiera una pausa, sino un completo cambio de rumbo. Es la destrucción del mundo que nació en 1989, y el aspecto más preocupante de esta transformación no es que pueda favorecer el ascenso de algunos regímenes autoritarios, sino que está alterando la naturaleza misma de los sistemas democráticos en muchas naciones occidentales. Con el avance de la democracia en las décadas inmediatamente posteriores al año 1989, una gran variedad de grupos (étnicos, religiosos, sexuales) fueron incorporados a la vida pública. Hoy, sin embargo, las elecciones sirven para reforzar el poder de los grupos mayoritarios. Estas mayorías amenazadas han irrumpido en la vida política europea con una fuerza imparable. Quienes forman parte de ellas piensan que los extranjeros se han apropiado de sus respectivos países, poniendo así en riesgo sus modos de vida, y están convencidos de que tal cosa ha sido posible gracias al pacto secreto que las élites globales han sellado con unos inmigrantes culturalmente atrasados. El populismo de estas mayorías no es, como tal vez lo fuera hace alrededor de un siglo, el producto de un nacionalismo de inspiración romántica. Se trata, en cambio, de una reacción alentada por una serie de proyecciones demográficas que apuntan, por un lado, a una progresiva pérdida del peso internacional de Estados Unidos y Europa y, por otro, a la llegada de olas migratorias masivas a estas zonas, así como también por los cambios que ha traído consigo la revolución tecnológica. Estas proyecciones han hecho que muchos europeos empiecen a imaginar un mundo en el que su cultura habrá desaparecido, mientras que las transformaciones tecnológicas les ofrecen la desoladora perspectiva de un futuro en el que sus trabajos actuales ya no existirán. El hecho de que la opinión pública occidental haya perdido su carácter revolucionario para convertirse en una fuerza reaccionaria es lo que explica tanto la aparición de los partidos populistas de extrema derecha en Europa como la victoria de Donald Trump en Estados Unidos.
¿El fin de...?
Hace poco más de un cuarto de siglo, justo en ese 1989 que hoy nos parece tan lejano —aquel annus mirabilis gracias al cual pudimos ver a los alemanes bailan- do sobre las ruinas del Muro de Berlín— Francis Fukuyama fue capaz de resumir el espíritu de toda una época. En un ya célebre ensayo, sostenía que con el final de la guerra fría se habían superado los grandes conflictos ideológicos [5]. La contienda había terminado y la historia había declarado un vencedor: los sistemas demoliberales del mundo occidental. Tomando prestadas algunas ideas de Hegel, Fukuyama veía esta victoria de Occidente en la guerra fría como una sentencia favorable emitida por la propia historia, a la que se concebía como una suerte de Alto Tribunal de Justicia Internacional. Puede que, a corto plazo, algunos países no fueran capaces de adaptarse a este modelo ejemplar. Pero estaban obligados a intentarlo. El modelo occidental era el único ideal disponible y, al mismo tiempo, el único pacto viable.
En semejante contexto, las cuestiones más urgentes que debían resolverse eran las siguientes: ¿cómo podía Occidente contribuir a la transformación del resto del mundo y cómo podía el resto del mundo reproducir aceptablemente el modelo occidental? ¿Qué instituciones y políticas debían implantarse y emularse?
Ésta es precisamente la concepción del mundo posterior a la guerra fría que se está desmoronando ante nuestros ojos. El derrumbe del orden liberal ha obligado a que nos interroguemos sobre el tipo de cambios que se han producido en Occidente durante los últimos treinta años y también sobre por qué el mundo que surgió después de 1989 ha provocado la indignación precisamente de aquellos que, para muchos, fueron sus principales beneficiarios: los norteamericanos y los europeos. La actual situación de inestabilidad política que se vive en Europa y en Estados Unidos no puede entenderse sólo como una revuelta por parte de quienes han sido económicamente derrotados por la globalización. El mejor argumento para demostrar que no se trata de una cuestión exclusivamente económica nos lo proporciona el caso de Polonia: los polacos han disfrutado de una década de gran crecimiento económico y prosperidad durante la cual se han llegado a reducir incluso sus niveles de desigualdad y, sin embargo, en 2015 eligieron a un partido reaccionario y populista al que pocos años antes habían expulsado del poder. ¿Por qué lo hicieron?
La actual situación de inestabilidad política que se vive en Europa y en Estados Unidos no puede entenderse sólo como una revuelta por parte de quienes han sido económicamente derrotados por la globalización
Al mismo tiempo que Fukuyama proclamaba el fin de la historia, un politólogo norteamericano llamado Ken Jowitt nos ofrecía una interpretación bien distinta de lo que significaba el final de la guerra fría: ya no se trataba tanto de un tiempo de triunfo como del punto de partida de una crisis traumática, el momento en el que se sentaron las bases de eso que el propio Jowitt denominaba “el nuevo desorden mundial” [6].En su opinión, el fin del comunismo “podía compararse a una erupción volcánica catastrófica que, en sus fases iniciales, sólo afectaría al “ecosistema” político más inmediato (esto es, al resto de los regímenes leninistas), pero cuyos efectos tendrían con toda seguridad un impacto global sobre las fronteras e identidades alrededor de las cuales se ha ordenado y definido política, económica y militarmente nuestro mundo” [7]. Fukuyama creía que las fronteras nacionales conservarían su trazado durante el periodo de la posguerra fría, si bien perderían buena parte de su relevancia. Jowitt, por el contrario, imaginó un futuro en el que esas fronteras sufrirían alteraciones, las identidades serían reformuladas, los conflictos aumentarían y la incertidumbre no produciría más que parálisis. No veía el periodo post comunista como una época de ajustes desprovista de situaciones dramáticas, sino más bien como una etapa compleja y peligrosa habitada por una serie de regímenes que sólo podían ser adecuadamente descritos como mutantes políticos.
Jowitt coincidía con Fukuyama en que no volvería a aparecer ningún sistema ideológico totalizador como alternativa a las democracias occidentales pero, además predijo un retorno de las viejas identidades étnicas, religiosas y tribales. Sin duda, una de las paradojas de la globalización consiste en que, aunque la libre circulación de personas, capitales, mercancías e ideas permite una mayor cercanía entre la gente, también reduce la capacidad de las naciones-Estado para integrar a los extranjeros. Como señaló Arjun Appadurai hace una década, “la nación-Estado ha sido progresivamente reducida a la fantasía de que su identidad étnica es el único recurso cultural sobre el que puede ejercer un control absoluto”. [8] La consecuencia imprevista de todas esas políticas macroeconómicas basadas en el mantra de que “no hay alternativa” es que las políticas identitarias han pasado a ocupar el centro de la vida política europea. El mercado e internet se han revelado como dos herramientas poderosísimas para aumentar la capacidad de elección de los individuos pero, al mismo tiempo, han erosionado la cohesión interna de las sociedades occidentales, ya que tanto el uno como el otro sirven para reforzar las inclinaciones naturales del individuo, entre las cuales se encuentra la de rodearse de gente similar y evitar a quienes son diferentes. Vivimos en un mundo muy bien conectado pero escasamente integrado. La globalización conecta pero a la vez separa. Jowitt nos advirtió de que en este mundo simultáneamente conectado y separado debíamos estar preparados para que de las cenizas de esas naciones-Estado debilitadas brotarán ciertas manifestaciones de odio y emergieran movimientos de indignación.
Para Jowitt, el orden político de la posguerra fría se parecía mucho a “un bar de solteros”. “Es como un grupo de personas que, a pesar de no conocerse de nada, comparten una misma manera de hablar, se entienden, se van juntos a casa, se acuestan, no vuelven a verse nunca más, olvidan sus nombres, y terminan volviendo al bar para conocer a más gente. Se trata, por tanto, de un mundo hecho a base de separaciones.” [9] Un mundo rico en experiencias que, sin embargo, no fomenta ni la formación de identidades estables ni ninguna forma de compromiso. No sorprende en absoluto que, como reacción a todo esto, estemos asistiendo a una recuperación de las barricadas como nuestro tipo preferido de frontera.
Es precisamente esta transición —desde el mundo hecho de separaciones de los años noventa hacia este mundo dividido por barricadas que está apareciendo en nuestros días— lo que obliga a cambiar la función de los sistemas democráticos. Estamos pasando de la democracia entendida como un sistema que promueve la emancipación de las minorías a la democracia entendida como un sistema político que garantiza el poder de las mayorías.
Estamos pasando de la democracia entendida como un sistema que promueve la emancipación de las minorías a la democracia entendida como un sistema político que garantiza el poder de las mayorías
La actual crisis de los refugiados en Europa es una perfecta muestra de cómo está cambiando el atractivo que ejerce la democracia y cómo aumentan las contradicciones entre los principios de la democracia mayoritaria y los del constitucionalismo liberal, tanto para los ciudadanos como para sus clases dirigentes. El primer ministro húngaro Viktor Orbán hablaba en nombre de muchas personas cuando afirmó que “una democracia no tiene por qué ser necesariamente liberal. Una cosa no deja de ser democrática sólo porque no se ajuste a los principios del liberalismo”. [10] Es más, insistía, se puede decir —es casi un deber— que aquellas sociedades cuyos Estados se han organizado de acuerdo con los principios del liberalismo tendrán más dificultades para ser competitivas a nivel global en los próximos años, y lo más probable es que sufran algún retroceso a menos que se reformen de manera sustancial.
Según todos los análisis, Singapur, China, la India, Turquía y Rusia son los nuevos protagonistas del orden internacional. Creo que nuestras instituciones políticas previeron adecuadamente esta amenaza. Y si repasamos lo que hemos hecho a lo largo de estos cuatro años y lo que haremos en los próximos cuatro, veremos que es posible interpretarlo desde esta perspectiva. Estamos buscando (mientras hacemos también todo lo posible para encontrar una manera de romper con los dogmas de la Europa Occidental y vivir al margen de ellos) la forma de construir una sociedad que nos permita ser competitivos en esta gigantesca lucha global. [11]
La crisis migratoria no tiene que ver, a pesar de lo que digan los funcionarios de Bruselas, con una “falta de solidaridad”. Se trata, más bien, de un choque de solidaridades, de una fricción entre nuestras solidaridades nacionales, étnicas y religiosas y nuestras obligaciones como seres humanos. No debemos verla tan sólo como un movimiento migratorio desde fuera de Europa hacia el Viejo Continente, o desde los países miembro más pobres hacia los más ricos, sino también como un movimiento que aleja a los votantes del centro y como un desplazamiento de la frontera entre la izquierda y la derecha hacia otra que separa a los internacionalistas de los nacionalistas.
La crisis migratoria trata, más bien, de un choque de solidaridades, de una fricción entre nuestras solidaridades nacionales, étnicas y religiosas y nuestras obligaciones como seres humano
La crisis de los refugiados también ha provocado un cambio en las líneas de argumentación. En los años setenta, los intelectuales de izquierdas tendían a defender apasionadamente el derecho de los pueblos indígenas en la India y América Latina a conservar sus modos de vida. Pero ¿qué ocurre con la clase media en los países occidentales de hoy? ¿Debe ser despojada de ese mismo derecho? ¿Y qué explicación podemos dar al hecho de que sea precisamente el electorado tradicional de la izquierda el que se esté desplazando hacia la extrema derecha? En Austria, más del 85 % de los trabajadores no cualificados votó al candidato de la extrema derecha nacionalista en la primera vuelta de las elecciones presidenciales celebrada en mayo de 2016. En las elecciones de Mecklenburgo- Pomerania Occidental, un estado del norte de Alemania, más del 30 % de ese mismo grupo dio su apoyo a Alternativa por Alemania. En las elecciones regionales francesas que se celebraron en diciembre de 2015, el Frente Nacional se hizo con el 50 % del voto de la clase trabajadora. Los resultados del referéndum en el Reino Unido fueron sorprendentes: los partidarios del brexit obtuvieron sus mejores resultados en los feudos electorales tradicionales del Partido Laborista al norte de Inglaterra. Parece claro que la clase trabajadora postmarxista, que ni se ve a sí misma ya como una vanguardia ni cree en la revolución anticapitalista global, carece de motivos para ser internacionalista.
Amenazas normativas
El de las mayorías amenazadas es un tipo de populismo para el que la historia no nos ha preparado adecuadamente. Más que los sociólogos, son los psicólogos quienes mejor pueden ayudarnos a entenderlo. En los años treinta y cuarenta, algunos de los refugiados alemanes que tuvieron la fortuna de poder huir antes de ser internados por los nazis en un campo de concentración se vieron de pronto asaltados por la duda de si era posible que en sus países de acogida se repitiera lo que había sucedido en Alemania. No estaban dispuestos a que el fenómeno del autoritarismo recibiera una explicación basada exclusivamente en las peculiaridades del carácter nacional alemán o en el antagonismo de clase. Se inclinaban a verlo más como un rasgo constitutivo del individuo, como un tipo de personalidad específica. El estudio de la “personalidad autoritaria” ha sufrido importantes cambios desde la década de los cincuenta y las hipótesis iniciales han sido sustancialmente reformuladas, pero en un libro de reciente publicación titulado The Autoritarian Dynamic, Karen Stenner, [12] cuyo trabajo se ha desarrollado dentro de esta tradición, ha revelado algunas claves que pueden sernos de utilidad a la hora de comprender el ascenso de las mayorías amenazadas y el cambio en la naturaleza de las democracias occidentales. En esta obra, Stenner demuestra que la voluntad de someterse a un gobierno autoritario no es una cualidad psicológica permanente, sino que se trata de una predisposición de los individuos a volverse intolerantes cuando perciben que los niveles de amenaza es- tán aumentando.
En palabras de Jonathan Haidt, es como si “algunas personas tuvieran en sus cabezas un botón que, cuando es pulsado, desencadena una conducta centrada prioritariamente en la defensa de su grupo de pertenencia, la expulsión de los extranjeros y los disidentes y el aplastamiento de cualquier forma de rebelión interna”. [13] Lo que lleva a que este botón sea accionado no es cualquier tipo de amenaza, sino una muy concreta a la que Stenner denomina “amenaza normativa”, que se presenta cuando el individuo cree que la integridad del orden moral está en peligro y el “nosotros” ideal se está desintegrando. El cambio de actitud hacia los extranjeros, en realidad hacia cualquiera que sea percibido como una amenaza, es provocado más por el miedo a que el orden moral se derrumbe que a la situación real en la que éste se encuentra.
El cambio de actitud hacia los extranjeros, es provocado más por el miedo a que el orden moral se derrumbe que a la situación real en la que éste se encuentra
El concepto de “amenaza normativa” acuñado por Stenner nos permite entender mejor cómo se ha transformado la vida política europea con la crisis de los refugiados de 2015, así como también por qué han sido precisamente los ciudadanos centroeuropeos quienes han reaccionado con mayor hostilidad hacia los refugiados, a pesar del escaso número de ellos que hay en sus respectivos países. En el caso europeo, el tipo de “amenaza normativa” que se ha declarado con la crisis de los refugiados tiene su origen en la cuestión demográfica. De manera sorprendente, el pánico demográfico es un factor que, a pesar de ser determinante en la formación de las actitudes que los europeos tienen hacia los inmigrantes, apenas ha sido estudiado. Su importancia, sin embargo, es capital, especialmente en el caso de la Europa Central y del Este. La historia reciente de esta región nos ofrece numerosos ejemplos de países y Estados que han entrado en decadencia. A lo largo del último cuarto de siglo, casi uno de cada diez búlgaros se ha marchado al extranjero a vivir y a trabajar. Y la mayoría de quienes se han ido (y de quienes aún lo están haciendo) son, como cabía esperar, jóvenes. Según las estimaciones de la ONU, de aquí al año 2050 la población de Bulgaria se reducirá en un 27,9 %. En los países pequeños como Bulgaria, Lituania o Rumanía (en los últimos diez años, Lituania ha perdido el 12,2 % de su población y Rumanía el 7 %), se han disparado las alarmas ante la posibilidad de una “extinción étnica”. Para todos ellos, la llegada de los inmigrantes significa perder el tren de la historia, y el popular argumento de que una Europa envejecida necesita inmigrantes tan sólo sirve para reforzar una creciente sensación de melancolía existencial.
Hace una década, el disidente y filósofo húngaro Gáspár Miklós Tamás [14] señaló que la Ilustración, en la cual tiene sus raíces intelectuales el proyecto de la Unión Europea, exige la existencia de una ciudadanía universal. Pero para que esa ciudadanía universal se dé es necesario que ocurra una de estas dos cosas: o bien los países pobres y disfuncionales se transforman en lugares donde apetezca vivir, o bien Europa abre sus fronteras a todo el mundo. No parece que ninguna de estas dos cosas vaya a suceder ni ahora ni, probablemente, nunca. El mundo está hoy compuesto por una gran cantidad de Estados fallidos de los que nadie quiere ser ciudadano, y ni Europa tiene la capacidad ni sus ciudadanos/votantes la voluntad de ponerse de acuerdo para dejar sus fronteras abiertas.
La revolución de los migrantes
Cuando los investigadores de la Universidad de Michigan realizaron en 1981 la primera Encuesta Mundial de Valores se quedaron sorprendidos al descubrir que los niveles de felicidad no estaban determinados por el bienestar material. Por aquel entonces, los nigerianos se declaraba tan felices como los ciudadanos de Alemania Occidental. Ahora, sin embargo, treinta y cinco años después, la situación ha cambiado. Según las últimas encuestas, son muchos los lugares en los que la gente se declara tan feliz como cabría esperar por su PIB [15]. Lo que ha ocurrido en este tiempo ha sido que los nigerianos han podido comprarse televisores y que, gracias al avance de internet, los jóvenes de ese país han visto cómo viven los europeos y cómo son sus escuelas y hospitales. La globalización ha hecho del mundo una aldea, pero se trata de una aldea que vive bajo el dominio de una dictadura: la dictadura de las comparaciones globales. La gente ya no compara sus vidas con las de sus vecinos; ahora se comparan con los ciudadanos más ricos del planeta.
La globalización ha hecho del mundo una aldea, pero se trata de una aldea que vive bajo el dominio de una dictadura: la dictadura de las comparaciones globales
En este mundo hiperconectado, la inmigración es la nueva revolución, pero no se trata de una revolución de masas al estilo de las del siglo xx, sino de una revolución propia del siglo xxi, motivada por un deseo de huida, protagonizada por familias e individuos y a la que ya no le sirven de inspiración las estampas del porvenir que dibujan los ideólogos, sino esas fotos de Google Maps en las que puede verse cómo es la vida al otro lado de la frontera. Esta nueva revolución no necesita de movimientos políticos ni de líderes para triunfar. Así que no debería sorprendernos que para muchos parias de la Tierra cruzar las fronteras de la UE resulte mucho más atractivo que cualquier utopía. Son cada vez más las personas para las que la idea del cambio consiste más en un cambio de país que en un cambio de gobierno.
El problema de esta revolución de migrantes consiste en su preocupante capacidad para alentar un movimiento contrarrevolucionario en Europa. El rasgo definitorio de los partidos europeos de derecha populista es que son reaccionarios, no nacional-conservadores. En el trabajo que dedicó a reflexionar sobre el ascenso de la política reaccionaria en los países occidentales, Mark Lilla afirmaba que “la inagotable vitalidad del espíritu reaccionario, incluso sin un programa político revolucionario”, se debe a la sensación de que “nuestra forma de vida actual en cualquier lugar del planeta, con sus constantes cambios sociales y tecnológicos, es el equivalente psicológico de una revolución permanente”. [16] Y para los reaccionarios, “la única respuesta sensata a la llegada del apocalipsis consiste en provocar otro, con la esperanza de poder así empezar de cero”. [17]
El economista de Harvard Dani Rodrik tenía razón cuando nos advertía hace unos años de que para controlar las tensiones entre las democracias nacionales y el mercado global, los países sólo disponen de tres opciones: pueden restringir la democracia con el fin de aumentar la competitividad en los mercados internacionales; pueden intentar poner límites a la globalización con la esperanza de reforzar la legitimidad de las instituciones democráticas propias, o pueden globalizar la democracia a costa de su soberanía nacional. Lo que no podemos es disfrutar al mismo tiempo de hiperglobalización, democracia y autogobierno. No debería resultarnos, por tanto, sorprendente que los internacionalistas miren con inquietud hacia las democracias nacionales o que esos populistas a quienes tanto se les llena la boca con la palabra democracia resulten ser proteccionistas y aislacionistas. [18]
El giro populista
Si la historia nos ha enseñado algo, es que el avance de la democracia puede servir tanto para abrir una sociedad como para aislarla. La democracia es un mecanismo de inclusión, pero también puede serlo de exclusión, y lo que estamos viendo hoy es el ascenso de unos regímenes mayoritarios que han hecho del Estado su coto privado: tratan así de dar respuesta a las presiones competitivas de un mundo en el que la soberanía popular es la única fuente de legitimidad política y los mercados globales son la única fuente de crecimiento económico.
El aumento de las actitudes populistas significa el regreso a cierto grado de polarización y a un estilo más agresivo de hacer política
Este “giro populista” es diferente en cada país, pero se pueden distinguir algunos rasgos comunes. El aumento de las actitudes populistas significa el regreso a cierto grado de polarización y a un estilo más agresivo de hacer política (lo cual no tiene por qué ser necesariamente negativo). Da la vuelta a ese proceso de fragmentación del espacio político que se caracteriza por la rápida proliferación de pequeños partidos y movimientos nicho, y hace que los votantes se concentren en sus propios miedos personales antes que en los colectivos. El ascenso del populismo es el regreso a un tipo de política más personalista en la que los líderes desempeñan un papel fundamental y las instituciones son casi siempre vistas con suspicacia. La oposición derecha/izquierda queda sustituida por un conflicto entre internacionalistas y nacionalistas. La irrupción del miedo marca también la disolución de ese vínculo entre democracia y sistema de libertades que constituía el rasgo distintivo del mundo surgido después de 1989.
El verdadero atractivo de la democracia liberal consiste en que quienes pierden unas elecciones no tienen por qué preocuparse de perder nada más: la derrota electoral los obligará a reorganizarse y planear la siguiente contienda, pero no tendrán que exiliarse ni pasar a la clandestinidad mientras sus bienes son confiscados. La pega a menudo olvidada de todo esto es que la democracia no permite a los ganadores disfrutar de una victoria total y definitiva. En tiempos predemocráticos —esto es, durante la mayor parte de la historia de la humanidad—, las disputas no se resolvían con debates pacíficos y apacibles cambios de gobierno. Todo se decidía por la fuerza: tanto los invasores victoriosos como los ganadores de una guerra civil podían disponer de sus enemigos derrotados para hacer con ellos lo que se les antojase. En una democracia liberal, el “conquistador” nunca obtiene esa satisfacción. La paradoja de la democracia liberal es que, aunque sus ciudadanos son libres, también se sienten impotentes.
Los partidos populistas resultan atractivos precisamente porque prometen una victoria total. Se dirigen a aquellos que ven en la separación de poderes, tan respetada por los liberales, más una coartada para que las clases dirigentes puedan incumplir sus promesas electorales que un medio para que los gobernantes tengan que rendir cuentas. Por ello, una vez llegan al poder, lo que caracteriza a los partidos populistas son sus sistemáticos esfuerzos para desmantelar el sistema de pesos y contrapesos y para tomar bajo su control todas aquellas instituciones que gocen de alguna independencia, como los tribunales, los bancos centrales, los medios de comunicación o las organizaciones de la sociedad civil. Pero estos partidos populistas no son sólo unos vencedores despiadados: también son unos perdedores mezquinos. Como están convencidos de ser los portavoces de la mayoría, tienen muchas dificultades para aceptar las derrotas electorales. La consecuencia es que aumenta el número de elecciones impugnadas y se extiende la opinión de que “unas elecciones sólo son justas si las ganamos nosotros”.
En el mundo que nació después de 1989 se creía que el avance de la democracia también significaría a largo plazo el avance de las libertades. Ésta es la creencia que el auge de los regímenes mayoritarios en todos los rincones del planeta está cuestionando. Lo paradójico de las democracias liberales europeas de la posguerra fría era que el aumento de las libertades individuales y los derechos humanos iba siempre acompañado por una disminución de la capacidad que los ciudadanos tenían para cambiar con sus votos no sólo los gobiernos, sino también las políticas. Ahora, la política vuelve a ser prioritaria y los gobiernos están recuperando su poder, pero —como puede verse en nuestros días— a costa de las libertades individuales.
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1. José Saramago, Las intermitencias de la muerte, Alfaguara
2. Ibíd
3. Roberto Stefan Foa, Yascha Mounk, The democratic disconnect, Journal of Democracy, 27/3 (julio de 2016).
4. Ibíd
5. Francis Fukuyama, ¿El fin de la historia?, Claves, 1 (abril de 1990).
6. Ken Jowitt, After Leninism: The new world disorder, Journal of Democracy, 2 (invierno de 1991). Jowitt desarrollaría más tarde las ideas de este artículo en The New World Disorder: The Leninist Extinction, University of California Press, Berkeley, 1992; especialmente en los capítulos 7 al 9. Hay traducción española del artículo de Jowitt, Después del leninismo: el nuevo desorden mundial, en Cuadernos de Marcha, 60 (junio de 1991).
7. Ibíd
8. Arjun Appadurai, El rechazo de las minorías: ensayo sobre la geografía de la furia, Tusquets, Barcelona, 2007.
9. Harry Kreisler, The Individual, charisma and the Leninist extinction. A conversation with Ken Jowitt, 7 de diciembre de 1999; Conversations with History, Series del Institute of International Studies, UC Berkeley: globetrotter.berkeley.edu/people/Jowitt/jowittcon0.html
10. Viktor Orbán, discurso en Băile Tuşnad, 26 de julio de 2014, http://budapestbeacon.com/public-policy/full-text-of-viktororbans-speech-at-baile-tusnad-tusnadfurdo-of-26-july-2014/10592
11. Ibíd.
12. Karen Stenner, The Authoritarian Dynamic, Cambridge University Press, Cambridge, 2010.
13. Jonathan Haidt, When and why nationalism beats globalism, The American Interest, 12, 1, 10 de julio de 2016, www.theamerican-interest.com/2016/07/10/when-and-why-nationalismbeats-globalism
14. Gáspár Miklós Tamás, What is post-fascism?, 13 de septiembre de 2001, www.opendemocracy.net/people-newright/article_ 306.jsp
15. Max Roser, Happiness and life satisfaction, 2016, https://ourworldindata.org/happiness-and-life-satisfaction/
16. Mark Lilla, The Shipwrecked Mind. On Political Reaction, New York Review Books, Nueva York, 2016.
17. Mark Lilla, Republicans for revolution, The New York Review of Books (12 de enero de 2012).
18. Dani Rodrik, La paradoja de la globalización. Democracia y el futuro de la economía mundial, Antoni Bosch editor, Barcelona, 2012.
Traducción de Íñigo F. Lomana.
Ivan Krastev nació en 1965 en Lukovit y es presidente del Centro de Estrategias Liberales de Sofía y miembro permanente de la junta directiva del Instituto de Ciencias Humanas de Viena. Desde 2015 escribe con regularidad editoriales para la edición internacional de The New York Times. Es autor, entre otros libros, de Democracy Disrupted. The Global Politics on Protest (University of Pennsylvania Press, 2014) e In Mistrust We Trust: Can Democracy Survive When We Don’t Trust Our Leaders? (TED Conferences, 2013).
El gran retroceso. Un debate internacional sobre el reto urgente de reconducir el rumbo de la democracia. Varios autores. Seix Barral, 2017
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