Chris y Annie: el “privilegio” de encontrar tu sitio
Chris Stewart, autor del best-seller ‘Entre limones’, ex batería de ‘Génesis’, hedonista y campesino, vive desde hace décadas con Annie Exton, su mujer, en un cortijo en la Alpujarra donde trabajan la tierra, crían ovejas y procuran exprimir la vida
Miguel Ángel Ortega Lucas Órgiva , 21/06/2017
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Chris y Annie en su casa de la Alpujarra.
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En la Alpujarra anochece ya a las diez de la tarde. Pero un reloj en la Alpujarra tiene la única utilidad de contarnos qué hora será más allá, ahí en el mundo, no aquí; qué es lo que el mundo llamado real estará haciendo a estas horas, al otro lado del anochecer, del atardecer, del crepúsculo de la Alpujarra como una alcancía de oro derramándose, la tierra estremeciéndose en silencio.
En la Alpujarra granadina el tiempo empieza a ser otro conforme avanza el coche por la carretera, bordeando barrancos de árboles frutales, y tumbas anónimas de una guerra que parece no terminar nunca, y curvas temerarias sobre riscos; conforme se interna el coche por infinitos caminos de tierra, hasta llegar a los confines donde ya sólo se puede seguir a pie, cruzando el puente secreto sobre un río sin nombre.
En la Alpujarra hay un valle, y en el valle un camino, y en el camino un cortijo, y en el cortijo una pareja de jovencísimos sesentañeros ingleses que hace ya casi tres décadas descubrieron aquí la tierra prometida. Un paraíso al alcance de cualquiera, siempre que cualquiera estuviera dispuesto a llegar hasta aquí, y a quedarse.
Esta entrevista (o encuentro, o descubrimiento) surgió en origen al conocer la historia de un inglés que de muy jovencito formó parte de la primerísima versión del legendario grupo de rock Génesis; que fue expulsado muy pronto de éste para acabar de esquilador de ovejas, y que después recaló en Andalucía para convertirse en inesperado autor de best-sellers. Precisamente por un librito en que contaba su humilde aventura al adquirir –con una inconsciencia admirable– una casa en este Edén del sur. Pero el Edén no iba a florecer solo; había que saber trabajarlo, hacerlo habitable (saber por dónde podía salir el agua, por ejemplo), y distaba un trecho largo de eso que solemos llamar civilización. Pero los caminos de la felicidad son (sobre todo ésos) inescrutables.
Chris Stewart (Faygate, Horsham Sussex, 1951) llamó por teléfono a Inglaterra a su mujer, para informarle eufórico de que ya eran los propietarios de un cortijo en la Alpujarra, donde tener su propio rebaño de ovejas y donde vivir todo lo lejos posible de lo que consideraban que no era la vida. Aquí se establecieron; aquí creció su hija, Clohé; aquí siguió escribiendo las sucesivas continuaciones de Entre limones [Conduciendo entre limones: un optimista en Andalucía, en la versión inglesa], una serie con más de dos millones de lectores en todo el mundo que le ha hecho (casi, casi) tan conocido, en el ámbito anglosajón, como si hubiera acompañado como batería el triunfo de Génesis en la escena musical de los ‘70.
Llegamos aquí, a este valle, a esta casa, traídos por una amiga común, la escritora y antropóloga Cristina Gálvez, buena conocedora del lugar y sus caminos. Llegamos sin rumbo definido, con la vaga idea de entrevistar a una suerte de estrella de rock frustrada y reconvertida en escritor. Nos encontramos, sin embargo, con un señor de humanidad instantánea, rezumante de salud, que trabaja en el campo, que se ríe de todo, que gasta un gracioso español culto con acento anglosajón y que define el vivir aquí, en el corazón de la Alpujarra, con su mujer, sus atardeceres, su guitarra, sus gatos, sus perros, sus ovejas y su trabajo incansable, como un “privilegio”. Chris Stewart dice mucho esa palabra, privilegio; y la dice con el fervor de quien hubiera llegado aquí no hace décadas, sino antes de ayer. Como si fundara este mundo de nuevo, maravillado, cada día al levantarse.
“...Desde muy joven tuve pasión por el campo...” –hemos tomado asiento en la mesa del porche; Annie Exton, mientras tanto (él la llama Annie o Ana, en castellano), quiere echar un último vistazo a las ovejas, y asegurarse de que el vino blanco está suficientemente frío. Los perros descansan recostados más allá; algún gato se pasea en derredor; canta algún pájaro último, y alguna cigarra. La luz, entre el verde flagrante de los árboles y el óleo del atardecer, tardará mucho aún en irse del todo–. “...Mi familia era bastante adinerada. Pero mi padre jugaba mucho y perdió ¡todo! En cierto modo (es una expresión que aprendí hace poco, en cierto modo), en cierto modo fue lo mejor que hizo, porque así yo tuve que luchar y buscar mi propia vida. Pero estoy obsesionado con el tema éste de encontrar tu sitio en el mundo, y me pregunto si los demás estáis igual de obsesionados con esto... Los menos privilegiados tienen que vivir en pisos mirando a un bloque de hormigón; ésa es su vista. Pero desde luego hay gente que florece en esa vida. El ser humano es extraordinario para adaptarse... Los placeres del campo no son ni remotamente universales. Y cada vez más porcentaje de la población del planeta vive en ciudades, sobre todo por obligación”.
Pero es una filosofía de vida, ¿verdad? Buscar un lugar físico en el mundo es también estar a favor de una forma de vida y en contra de otra... –le preguntamos. La grabadora está ahí, en una esquina de la mesa, pero como si no estuviera: casi el único animal eléctrico en este ecosistema con el móvil sin cobertura, el vino en su punto, y la conversación–. “Sí, sí, porque primero fue España, Andalucía. Yo vine con 21 años para estudiar guitarra en Sevilla y me enamoré de España, y soñé con vivir aquí. Annie y yo compartíamos esa pasión por España, y por el campo. Compartimos un rebaño de ovejas, que es lo más romántico que hay... [la medio guasa de Stewart es casi constante; contagiarse de ella, facilísimo]. El primer regalo que di a Annie, por su vigésimo primer cumpleaños, fue un par de corderos huérfanos. Viajé mucho en mi juventud. Era para mí un viaje en busca de algún sitio para asentarme. En todos los países que visito pienso cómo será vivir ahí, ser parte de ese paisaje. Pero aquí soy uno de los observados, y no el observador, y me encanta, porque soy ya parte del paisaje”.
También descubrió entonces la agricultura. “Me enamoré totalmente de la tierra. El día que empecé a trabajar en el sur de Inglaterra fue como una epifania [epifanía quiere decir]. Inolvidable. Es el tema de mi próximo libro. He escrito ya el capítulo en que descubro los placeres de la agricultura... El título del libro es terrible: House of fuckerpig...
La conversación está regada tanto de vino y de cerveza como de carcajadas. Igual que sus libros: de un estilo sencillo, directo y divertidísimo, sin florituras –aunque el verbo de Stewart, incluso en castellano, revela a un amante de la sensualidad de las palabras–, se trata de otra artimaña suya para pasarlo en grande, comenzando por sus tribulaciones buscando un lugar por la zona hasta dar con el lugar, propiedad entonces de los campesinos Pedro y María. Tenía muchas papeletas para calar en el público de su país, y fue más que un éxito, en Inglaterra y en EE.UU. “Todo lo que cuento en el libro es cierto”, dice. “No soy capaz de inventar cosas. Sentimos que el mismo cortijo nos encontró a nosotros. Creímos que había sido el destino; este parche de tierra a punto de ser abandonado. Nos embrujó de una manera extraordinaria”.
“Estamos cada día más apasionados y cada día nos matamos más con el trabajo... Pero no me quejo. Me queda una vida entera de reconstruir balates [muros de piedra seca]. Para mí es pura belleza; ilumina el paisaje... El alto Atlas, en Marruecos, es idéntico, un espejo de la Alpujarra. Allí los pueblos crecen de la tierra porque están hechos de piedra; tienen el mismo color de la tierra.
–¿Eres de algún país?
–No. Soy europeo. Orgulloso de ser europeo. Pero claro, ya no lo soy porque mis malditos compaisanos han elegido por mí... [se refiere al Brexit] Pero hablo varios idiomas europeos y adoro Europa, incluso la institución, que está lejos de la perfección pero es algo que ha mantenido la paz durante 70 años entre varias naciones que no han sabido estar en paz... Así que será un paso atrás terrible si se desmonta Europa, como tienen pensado estos tontos de la extrema derecha y nacionalistas... Me siento avergonzado ahora. Siempre seré inglés, no hay manera. Se dice que se puede sacar a un español de España pero no a España de un español. Es igual con un inglés. Hay algo dentro por la cultura, por las canciones que cantaste en el patio del colegio, que te harán español para todos tus días. Hay cosas que me hacen orgulloso de ser inglés, aunque se me olvidan...
Pero se confunde demasiadas veces a un pueblo con su gobierno: quienes aquí dialogamos no tenemos –a priori– nada que ver con quienes nos gobiernan... Nos parecemos en todo caso por compartir genoma: Chris está leyendo Sapiens, “el libro que está leyendo todo el mundo, sobre... poca cosa: la historia del homo sapiens. Pero este tío lo hace tan asequible que lo convierte en la novela más excitante que puedas imaginar. Fabulosa. Puedes abrirlo por cualquier parte y te da para pensar todo el día...”. ¿Y en qué se piensa aquí? ¿Qué piensa un hombre cuando puede estar muchas horas solo, en el campo...?
“En el día a día. También disfruto constantemente la belleza que me rodea, sin duda. Parece un tópico pero no; soy consciente de esto. Es una de las compensaciones de hacerte mayor. Vale la pena hacerse mayor. Hay placeres. Porque soy cada vez más profundamente consciente de la belleza que me rodea. Y supone una parte cada vez más fundamental de mi vida... La canción de los pájaros; cada vez conozco más, y soy más consciente del tejido entero de sonidos que mece nuestras vidas. Es una cosa constante. Ayer pasé cinco horas tan solo como uno puede estar, con el tractor arando, arriba, abajo, arriba, abajo... Cinco horas sin parar. Pero cada vez que podía levantar la vista veía la luz cambiando en los cerros del norte, y minutos más tarde cambiando en los cerros del sur. Y es una cosa, ufff, indescriptible, el placer que te da. El calor del sol encima de ti, el ruido del tractor, el olor de tierra movida... Y pensar en cómo voy a sembrar, qué voy a sembrar, cómo regar, abonar, el placer que van a tener las ovejas, verlas dar saltos de alegría... Hay placeres muy esotéricos en la agricultura. Es un tejido tan rico, tan complejo...”
–Es un servicio a la vida –interviene Cristina Gálvez–. Tiene un sentido.
–¡Sí, sí! –responde, enérgico–, es un servicio a la vida; bien dicho. Desde el primer día como agricultor me di cuenta de que esto es una cosa de importancia fundamental. Los abogados, los asesores fiscales y demás cabrones [risas de nuevo] son necesarios, pero no tan necesarios. Necesario es el que produce el alimento, que es lo fundamental...
“Pero las cosas intangibles [continúa, después de que el plumilla haya perorado largo sobre la necesidad de una mesa bien hecha y la inutilidad palmaria de un artículo] también tienen una importancia fundamental... Esto de ser escritor, pensador... Poder admirar un cuadro de Velázquez o de Murillo ante la desesperación... Probablemente lo mejor para el futuro de la Humanidad sea salvar un cuadro si es bueno; si salvas a una persona puede ser un hijo de puta que luego... El otro día, hablando de Vida y destino de Vasili Grossman, yo decía que la conclusión es que la única salvación del ser humano es hacer actos aleatorios de bondad; quizá absurdos. Al final de la batalla de Stalingrado los campesinos rusos iban dando comida a los alemanes; los que habían sido responsables de su sufrimiento. Les daban de comer. Y esto es estupendo... Una cosa curiosa: antes de que vinierais vosotros vino una pareja de alemanes, una pareja muy mayor; medio muertos, totalmente a la deriva. Venían de Ferreirola [a unos cuantos kilómetros a pie]. Llamamos a un taxi y les llevé a la carretera con el coche para que lo cogieran... Así que el futuro de la Humanidad consiste en ayudar a los alemanes...”. (Y nos reímos a carcajadas.)
“El fin de todos los sueños”
Va venciéndose la luz, casi imperceptiblemente, en el valle. Anne ya está con nosotros, y toca echar las fotos antes de que oscurezca. Lo hacemos en el lugar del porche donde suelen sentarse juntos, antes de dormir, como los únicos centinelas del lugar en varios kilómetros a la redonda. Cuando volvemos a la mesa surge el tema (nada bucólico) de los atentados terroristas en Londres, de cómo acaban facilitando a la postre que los gobiernos occidentales aprieten las tuercas de la seguridad ciudadana (que el miedo sea un gran negocio para los que mandan), y les hacemos notar que, a pesar de ser fieles lectores de The Guardian, ellos se encuentran a salvo, aquí, de todo ese ruido.
“Pero hay que seguirlo también”, replica Chris; “saber qué está pasando. Sería muy fácil decir ‘me da igual, no puedo tener ninguna influencia sobre lo que pueda suceder en Afganistán’... Yo no podría vivir sin leer mi periódico, sin saber lo que pasa en el mundo, y llegar a alguna filosofía personal como ésta que decíamos, la manera micro de influenciar las cosas...”
–Porque la revolución posible es la que hace uno consigo mismo, ¿no?
–Sí. Espiritualmente... Ah... ¡huevos! No os podéis imaginar el placer de un huevo, la mayonesa casera...
–¿Lo producís todo aquí?
–No, no somos autosuficientes; tenemos el privilegio también de poder vivir en el campo, pero no del campo, así que no tenemos que apretar y dar mal alimento a las ovejas. Preferimos tener un rebaño de ovejas bien alimentadas y felices.
–¿Huíais de algo cuando os fuisteis de Inglaterra?
–De Margaret Thatcher –responde Annie.
Pero no deja de ser otra medio broma. Esta pareja comparte un mismo sentido del humor [“mi hermana me dijo que la invitase a salir, y como siempre he sido una persona de muy poca voluntad...”]; seguramente uno de los secretos para seguir juntos después de cuarenta años. Aunque no sean exactamente cuarenta: “Hace cuarenta años que nos encontramos”, explica ella; “yo tenía 20 y él 24. Pero durante años tuvimos otros novios y novias al mismo tiempo. Porque con veinte años era una lástima tener sólo un novio toda la vida...”
-¡Claro! –Chris–: ¡Qué falta de imaginación!
–Tú tenías otras novias.
–¡Por decenas!
–Pues yo aún más...
Pero –continúa Annie un poco más en serio, después de las risas y de que el plumilla perorase un rato sobre su estupidez palmaria en materia sentimental– “sabemos ya que no somos inmortales, que tenemos los días contados, aunque nos queden quizás muchos años. No podemos permitirnos el lujo de discutir. Hay que disfrutar [lo dicen casi al unísono] de cada día”. No es triste envejecer, dice; se valora más lo que se tiene.
–Cuando nos casamos –interviene Chris– fuimos a un campo muy bonito en Inglaterra...
–Una noche solamente...
–Una noche sólo... Cuando despertamos a la mañana siguiente llovía. Salimos a caminar por el jardín, y yo estaba muy deprimido. Ella me preguntaba ‘¿qué te pasa? Si es el primer día del resto de nuestra vida...’. Yo dije: ‘A lo mejor hemos arruinado algo que estaba bastante bien... Creo que el matrimonio es el fin de todos los sueños...’ Ella dijo: ‘Qué cosa tan bonita para decirle a tu nueva esposa, el fin de todos los sueños...’
–Es por lo que me llaman una santa...
Pero fue en aquel momento, recién casados en aquel campo lluvioso de Inglaterra –la estampa del fin de todos los sueños–, cuando Annie preguntó a Chris qué era aquello con lo que había soñado siempre. “Con vivir en España”, respondió. Y ella replicó: “¡Pues yo también, y en los doce años que nos conocemos nunca hemos hablado de esto!”. “Entonces decidimos venir aquí”. (Quizás una prueba de que el supuesto fin de todos los sueños puede acabar haciendo que se cumpla el sueño más antiguo.) Llegaron finalmente a El Valero –que es como se llama el cortijo– hace ahora casi treinta años, teniendo ella 34, y él 38.
...Pero, continúa Chris, “¿qué es lo que tenemos nosotros? Somos un matrimonio, pero somos una miga, un grano de polvo en la colosal escala de todo esto [el cortijo, la naturaleza, la vida]. Hemos sido elegidos por la naturaleza para cumplir sus planes. Nosotros importamos un bledo; y estamos muy contentos. Tenemos una cosa mucho más grande. No somos creyentes del todo. Bueno, yo soy ateo; Annie menos...
–Yo espero que haya algo...
–Hace falta en esta vida algo más importante, más grande que tú... ¡Sí: las gallinas! ¡Son nuestros dioses!
Y sin embargo, como decía el maestro Félix Grande, no es necesario creer en Dios para admitir que lo sagrado existe. Este cortijo, al fin y al cabo, es un templo...
“Sí, sí, sí...”, responden ambos. “Y nosotros”, dice Chris, “lo tenemos resumido en lo que llamo la bondad de la naturaleza”. “Hoy en día me cuesta hasta matar una mosca”, dice Anne. “Chris está siempre matando moscas. Pero yo maté el otro día una y me sentí fatal...”. La consciencia, tal vez, de que de alguna forma incomprensible esa mosca forma parte de nosotros, de que conviene respetar el orden natural de las cosas (aunque, como advierte Cristina Gálvez, si no fuera por la intervención humana, la Alpujarra no sería tan verde: es el vergel que es gracias, también, a las acequias). Como decía Walt Whitman, otro amante de la vida silvestre, que no retirada: “No hay un solo átomo de ti que no me pertenezca”.
Ahora sí es de noche, y se encienden de súbito unas pequeñas bombillas amarillas en uno de los árboles del porche. Los anfitriones sacan a la terraza la cena exquisita, de espárragos trigueros, salsa romesco y pan de leña. Chris cuenta que aceptó hace poco la sugerencia de un amigo de memorizar poesía, y anda recitándose a sí mismo “como cinco ó seis veces” diarias un célebre poema de T. S. Eliot, The love song of J. Alfred Prufrock [“Vámonos entonces, tú y yo, / cuando la noche se haya estirado contra el cielo...”]. “Al principio no entendía nada, pero cada vez va penetrando más y más en mí”. Mientras, Anne estudia por su cuenta mandarín, “que es más útil que el inglés”, y que T. S. Eliot, cuando viajan a China a ver a Clohé, su hija. Y en algún momento caemos en la cuenta de que todavía no hemos hablado ni una sola vez de música con el llamado ex batería de Génesis: ¿Qué sucedió para que durara en él cinco minutos?
“Era un grupo de colegio. Teníamos 15, 16, 17 años. Y yo carecía totalmente de talento como batería. Me encantaba, pero era un inútil. El famoso Jonathan King [el mánager], que por cierto acaba de salir del calabozo, y contactó conmigo curiosamente este año, no quiero ni pensar para qué... fue el hijo de puta, pero un hijo de puta muy sensato por echarme a la calle. Él tenía 21 años entonces, también era un niño.”. Pero precisamente por ser niños, el golpe para Stewart debió de ser jodido; ¿no? “Supongo que sí, pero es una de esas cosas que he eliminado de la mente, que funciona como una válvula que olvida y reduce los dolores de la vida. Supongo que estuve desolado, perder por un pelo una carrera como estrella de rock en los 60... Pero eso fue antes del gran éxito del grupo. Luego contrataron a Phil Collins, que no importa lo que pienses de él; es un fenómeno musical. Si quieres una noche bonita, es tu hombre. Y un batería fantástico. Pero yo no me arrepiento de nada. Ahora toco la guitarra incansablemente”.
Y es probable que todo suceda por algún motivo, aunque en muchas ocasiones no sepamos o podamos verlo: la riqueza, el poder, la repercusión de las celebrities, opina Chris, “infantiliza. Si no eres una persona de calidad enorme, te infantiliza. Te hacen un niño caprichoso, estúpido, mimado”. Lo dice, admite, con cierto conocimiento de causa: tras el fenómeno editorial de su primer libro, en 1999, Stewart tuvo algún ligero amago de estupidización, producido por el maravilloso tratamiento que un autor de éxito tiene por parte de los editores en el mundo anglosajón. Pero le duró poco: ninguna persona (al menos ninguna persona de su calidad enorme) duraría demasiado creyéndose alguien en mitad de la “colosal escala de todo esto”.
De ahí que se partieran de risa, también, al recibir recientemente una invitación por parte de la Casa Real inglesa para asistir a una recepción en honor de los reyes de España, en algún castillo milenario de la campiña de su país natal. A pesar de no tener claro aún “por qué les invitan” exactamente, ni qué van a ponerse para tal evento, no iban tampoco a renunciar a la experiencia. Al menos verán allí a su “gran amigo Paul Preston”.
En algún momento pedimos a Chris que saque la guitarra, que nos cante algo, y pasará de mano en mano, igual que el vino, igual que el revoloteo de la conversación, convertida ya en confidencia en el silencio astral del valle. Se honrará la memoria de Leonard Cohen –que en gloria estaba también aquella noche, en algún lugar de la Alpujarra–; a Bob Dylan, llamando con los nudillos a las puertas del cielo de junio. Al poco nos iremos; nos llevará Chris con su jeep hasta el claro donde dejamos el coche. Y quedará –al borde casi de la luna llena– un valle donde hay un camino, y al final del camino un cortijo, y en el cortijo una pareja de seres humanos que viven y trabajan y se quieren sonriendo. Sonriendo.
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La serie literaria de Chris Stewart, iniciada con Entre limones (2006), continúa hasta ahora en español con los títulos El loro en el limonero (2007), Tres maneras de volcar un barco (2010), Los almendros en flor(2011) y Los últimos tiempos del Club del Autobús (2015).
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Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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