Tribuna
Lo impolítico de la violencia machista
Este grave problema, además de una política lo más eficaz posible dentro de sus confines, reclama para acabar con él una profunda transformación cultural como indispensable reverso de la revolución feminista en curso
José Antonio Pérez Tapias 3/07/2017
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Manifestación en Madrid por el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. 8 de Marzo de 2015
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La violencia machista, máxime cuando llega al extremo en que una mujer más, de nuevo, desgraciadamente es asesinada por el varón que era su pareja, no sólo impacta con toda su dureza en el entorno inmediato de familiares y amigos, sino que sacude cimientos muy profundos de nuestra realidad social. Las reacciones públicas que se producen cuando mujeres son matadas, expresando dolor, dan cauce también a una respuesta social que reacciona contra lo que sería la “normalización” de esa violencia. Recusarla públicamente es compartir sentimientos de pesar y generar solidaridad en un acto de resistencia. No obstante, la reacción no evita el desconcierto ante hechos criminales de esa naturaleza. Es muy desasosegante tener que afrontar una violencia contra las mujeres que, además de acabar con la vida de ellas cuando la violencia llega a ese punto, resulta ser como un potente torpedo sobre la línea de flotación de las formas de convivencia más elementales de una sociedad.
Es un logro del movimiento feminista que la violencia contra las mujeres que se da en el seno de nuestra realidad social no quede, en cuanto a su conocimiento y denuncia, circunscrita al ámbito de la más estricta privacidad, a la intimidad de unas relaciones de pareja en las que la existencia de la mujer se convirtió en un infierno del que sólo podía esperarse, en muchos casos, el desenlace trágico de un insufrible drama cotidiano. Sacar a la luz todo ello, hacer público el sufrimiento injustamente padecido en la más íntima órbita de lo privado, llevar al ámbito político una violencia destructora de relaciones humanas y de la vida de quienes están inmersos en ellas, ha sido y es de todo punto necesario si se quiere atajar una violencia de género que se enquista en la dinámica de nuestra sociedad como semilla de muerte y quiebra de las más elementales exigencias en cuanto a dignidad y respeto recíproco. En ese sentido bien está que se exijan decisiones políticas y medidas de todo tipo –jurídicas, judiciales, policiales, de soporte económico y apoyo humano, de facilidades para la autonomía de las mujeres y de logros en cuanto a objetivos de igualdad-- para avanzar en la dirección de erradicar efectivamente la violencia machista. Todas esas expectativas son las que se concentran sobre la reivindicación de un pacto de Estado contra la violencia machista, como necesidad urgente que ha de cubrir desde el sostén presupuestario para esa lucha contra la violencia de género, incluyendo la financiación de medidas de prevención en unos casos o de atención a posteriori en otros, hasta la implementación de nuevas normas legales o de innovadoras pautas judiciales. Sin embargo, hay motivos para pensar que, con todo eso como necesario, quizá no contemos con lo suficiente.
Es un logro del movimiento feminista que la violencia contra las mujeres que se da en el seno de nuestra realidad social no quede, en cuanto a su conocimiento y denuncia, circunscrita al ámbito de la más estricta privacidad
La necesidad de una política eficaz contra la violencia machista, constatando a la vez que aun siendo así da muestras de insuficiencia en cuanto a atajarla, puede llevar a una fuerte frustración social. Algo de eso hay, como se deja ver en las declaraciones políticas que acompañan a las expresiones colectivas de dolor que se suceden al hilo del trágico sucederse de crímenes machistas. Tal frustración reclama análisis más a fondo de esa violencia tan difícil de entender para de esa forma lograr también mayor acierto en las medidas en su contra.
La política, tan presente en la vida social –de suyo la organiza en su dinámica convivencial y la estructura con sus instituciones--, tiene, sin embargo, sus límites, como el filósofo italiano Roberto Esposito se ha encargado de mostrar. Ocurre, además, que ante la violencia machista su limitación se hace más notable –a poco que se quiera observar mirando a la realidad de frente--. Debe saberse eso, tanto por parte de la sociedad como por parte de la política y de quienes expresamente desempeñan cargos públicos. Tal limitación no hay que achacarla sin más a un mero déficit de las políticas públicas que culpablemente se hayan dejado de cubrir –que es caso, por otra parte, que puede darse en sociedades afectadas por una cultura patriarcal que sigue siendo dominante--. Por el contrario, lo que se puede apreciar ante la problemática que nos ocupa es que la violencia machista es de tales características que la política por sí sola no puede resolver todo lo que con ella tiene que ver.
Cabe decir que desde instancias políticas se está acostumbrado a abordar fenómenos violentos de otros tipos, cuya amplia gama va desde la delincuencia común hasta la actividad terrorista. En todos esos casos, aun con su diversidad, las diferentes formas de violencia presentan rasgos que las aproximan, sea por el lado de objetivos en sí violentos o, en cualquier caso, de medios violentos para conseguir ciertos objetivos. Diríase que esas formas de violencia, con la perversidad que entrañan, tienen un carácter instrumental. Hasta la violencia que va implicada muchas veces en la política –y no sólo aquélla externa a la política que ésta ha de afrontar-- conlleva la dimensión de medio para algún tipo de finalidad. Ésta misma puede conllevar violencia, y eso la hace criticable, y los medios violentos para ello no se justifican, como Walter Benjamin puso de relieve en sus escritos al respecto. Con todo, desde la política –y desde la filosofía política-- se suelen considerar aceptables ciertas formas de violencia, sea la del monopolio legítimo del Estado, como dijo Weber, sea la que pone en juego la legítima defensa, como teorizó la tradición escolástica. En cambio, lo que sucede con la violencia machista es precisamente que carece de ese carácter instrumental, se agota, por tanto, en sí misma, esto es, se trata de pura destructividad que concita la más negativa pasión, que es lo propio de la destructividad sobre cuya índole Fromm nos desveló su “anatomía”.
Los objetivos de igualdad entre mujeres y hombres se confrontan con jerarquías milenarias y las metas de emancipación de las mujeres tienen que habérselas con seculares prácticas de dominio
Diríase que la violencia machista, nutrida en su barbarie desde el telón de fondo de una cultura patriarcal cuyo orden simbólico –estructurando lo Real, como subraya Lacan desde su psicoanálisis-- no se ha disipado a pesar de los logros de la revolución feminista, concentra odio sobre odio, es decir, el odio reduplicado para suplantar el amor que, aun distorsionado, hubo. Y es esa condición la que refuerza su destructividad, como propia de una libertad desatada hasta el terror –la que despliega “la furia del hacer desaparecer”, según expresión hegeliana-- porque es libertad que se autodestruye en la misma actuación que promueve, que no deja de ser manifestación de puro mal. Tan es así que, como bien sabemos, la destructividad llega al punto de exceso de quitar la vida a hijos e hijas para añadir más sangre de inútil venganza a la que supone el sacrificio de la pareja que era madre de ellos.
La índole de tal violencia, localizada en el seno de las relaciones más íntimas, destruyendo vidas personales es a la vez desestructuradora del mismo orden social. Mas tal efecto se produce desde un plano externo a la política, aunque no ajeno a ella. Es a ese respecto que se sostiene la afirmación de que la violencia machista es impolítica, anidando en ese nivel de realidad que queda supuesto en la política como algo ontológicamente previo a ella, pero que en gran medida, como lo no político, se ubica en un plano donde es difícil que alcance su acción. De ahí los fuertes obstáculos con que se enfrentan las medidas políticas contra la violencia de género, pues se sitúan, a pesar de su inexcusable necesidad, en la frontera de cierta inconmensurabilidad –inconmensurabilidad que se ve soslayada cuando precipitadamente se sigue la consigna que asimila sin más el terror de la violencia machista al terrorismo como fenómeno (anti)político--. La violencia machista, por ello mismo, dado su carácter impolítico, para ser eliminada –no podrá serlo mientras haya actitudes machistas ancladas en el carácter social en referencia al cual se conforman los caracteres individuales-- requiere una acción cultural en profundidad que vaya más al fondo de lo que usualmente puede hacer la política susceptible de aplicarse.
Los objetivos de igualdad entre mujeres y hombres se confrontan con jerarquías milenarias y las metas de emancipación de las mujeres tienen que habérselas con seculares prácticas de dominio. La pérdida de poder, como hace ver Hannah Arendt, siempre desencadena reacciones violentas. Los hombres no liberados del lastre de la condición cultural de “machos” llevan mal la reubicación ante la mujer cuando ésta se autoafirma en su libertad. La pulsión de muerte, ante un eros imposible desde el dominio añorado, desata trágicamente en muchos casos lo que acaba en la muerte violenta de la mujer que fue amada y no se supo seguir amando: es el mal radicalizado por obra del odio del amor contra sí mismo. El machismo lleva consigo esas altas dosis de ignorancia culpable que ciega hasta la ofuscación del odio más irracional. La violencia machista, además de una política lo más eficaz posible dentro de sus confines, reclama para acabar con ella una profunda transformación cultural como indispensable reverso de la revolución feminista en curso. Lo impolítico tiene que ver con cuestiones culturales de fondo con las que enganchan las pasiones oscuras que activan el odio más mortífero. Sus consecuencias son inhumanas, su negativo desarrollo es deshumanizante, y ello debemos saberlo para actuar en consecuencia si queremos una digna humanidad para mujeres y hombres.
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José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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