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Captura del vídeo de presentación del manifiesto aditivista.
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No es que la cultura haya muerto, sino, al contrario, que por fin rebasa los límites de la exigua placa de cultivo para convertirse en un exhuberante ecosistema, en una explosión cámbrica de monstuosidades inverosímiles expandiéndose mucho más allá del espacio que el ingenuo relativismo cultural proclamado por el postmodernismo pop le había reservado: un relativismo que rechazaba la existencia de una cultura dominante, pero requería relaciones estables entre los elementos que conformaban la consolidada diversidad cultural. No, ahora se trata de la emergencia imparable de una marginalidad universal, la invasión del reino de Pan, una realidad panpsíquica, pancultural, pantécnica, en la que la producción artística no es siquiera colectiva –ya no existen colectivos estables–, sino múltiple y multiforme. El manifiesto que retorna como género no apunta hacia una serie limitada de direcciones políticas o estéticas, sino hacia una infinitud de trayectorias que, si llevan a alguna parte, es a la contingencia extrema, a la improbabilidad de lo inusual y lo evanescente. El manifiesto del siglo XXI no pretende agrupar acólitos sino, a lo sumo, llamar la atención de unos pocos aliados eventuales y con frecuencia anónimos. El anonimato y el camuflaje extremo son las nuevas identidades. “Si la naturaleza es injusta, cambiémosla”, concluye el manifiesto xenofeminista del colectivo Laboria Cuboniks. “La vida sólo existe en acción. No hay innovación que no posea un carácter agresivo”, apunta el manifiesto aditivista. La cultura está tan extremadamente viva que, aún infectándolo todo, apenas somos capaces de atrapar un ínfimo fragmento durante un milisegundo y ya se ha convertido en otra cosa, en algo que nos ha dejado bien atrás. Explica Alexander Galloway en Excommunication que “después de Hermes e Iris, en lugar de un retorno a la hermenéutica (la narrativa crítica) o una vuelta a la fenomenología (el arco iridiscente), existe un tercer modo que combina y aniquila los otros dos. Pues tras Hermes e Iris hay otra forma divina de mediación pura, la red distribuida, que se encarna en el cuerpo incontinente de lo que los griegos llamaron primero las Erinnias y después las Euménides, y los romanos denominaron las Furias. Por lo tanto, en lugar de un problema o un poema, hoy debemos enfrentarnos a un sistema. Una tercera divinidad debe unirse al grupo: no un hombre ni una mujer, sino una estampida de animales”.
Vince Garton, en el post Aceleracionismo incondicional como antipraxis, que podría también ser considerado un manifiesto, va más lejos: “Para el aceleracionista incondicional –apunta–, la fastidiosa seriedad de los solucionadores que proponen ‘salvar la humanidad’ es absurda ante los problemas a los que se enfrentan. Sólo puede provocar una risa olímpica […] A la pregunta ‘¿qué debe hacerse?’, [el aceleracionista incondicional] sólo puede legítimamente responder ‘haz lo que te apetezca’ […] Esta libertad es lo que significa antipraxis, y esta innegociable oposición conceptual no a la práctica, sino a la misma capacidad de regular el diagrama transcendental de la aceleración y el rechazo de los mandamientos normativos que provoca, constituye una de las formas de su incondicionalidad”.
El manifiesto del siglo XXI es un género de ficción más que una llamada a transformar el mundo, porque hemos reconocido que el mundo se transforma a mayor velocidad de lo que podemos percibir, y el único modo de sacar algún partido de sus cambios es que nuestra ficción esté ya allí, agazapada en un instante del futuro, cuando la realidad la alcance.
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Autor >
Germán Sierra
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