ANTOLÓGICA EN LA FUNDACIÓN MAEGHT
Arroyo y el respeto de las tradiciones
Eduardo Arroyo une su nombre a los de Picasso, Miró, Tapies, Chillida y Barceló al protagonizar una antológica en la sede de la Fundación Maeght en Saint-Paul-de-Vance
Felipe Nieto 2/08/2017
La mujer del minero Pérez Martinez llamada Tina es rapada por la policía, 1970 (Eduardo Arroyo).
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Dans le respect des traditions (“En el respeto de las tradiciones”) es el guiño irónico bajo el que el pintor Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) presenta su exposición antológica en uno de los más importantes centros del arte actual, que no museo, como destacó el día de su inauguración en el año 1964 André Malraux, ministro francés de Cultura a la sazón. Contados artistas han tenido tal honor. Entre los españoles cinco han sido los predecesores de Arroyo: Picasso, Miró, Tapies, Chillida y Barceló.
Ningún lugar mejor que este se encontrará para ver reconocida una trayectoria artística. Pocos lugares públicos como este animarán al goce del arte en todos los sentidos. Situado a escasos 20 kilómetros del mar Mediterráneo que forma las costas y bahías de Niza, Antibes y Cannes, Saint-Paul-de-Vance yergue sus murallas en un promontorio escarpado, a salvo de invasiones desde tiempos medievales hasta los muy recientes, los años de entreguerras del siglo XX, cuando empezó la conquista pacífica del territorio por toda suerte de artistas y sus troupes. Década a década han ido transformando el paisaje hasta convertirlo, para bien y para mal, en lo que hoy es una de las plazas fuertes del turismo continental de masas.
Al pie del gran torreón municipal destacado sobre la torre de la iglesia aneja, bien remarcado el poder civil sobre el eclesiástico, descienden y se desparraman por las pendientes en elipses concéntricas las calles y callejas estrechas de pavimento pétreo, atravesadas por pasadizos angostos y flanqueadas por muros elevados, abiertos en ventanas más bien parcas. De tanto en tanto se abre un espacio para una plazuela capaz apenas de acoger una sencilla fuente, un caño de aguas frescas potables o algún minúsculo jardín, la excepción verde y aromática en un trazado urbano tan abigarrado. Sin embargo, un primor muy francés, cabría decir, ha hecho de este pequeño laberinto sinuoso y de altibajos constantes un pequeño vergel gracias a la exuberancia de plantas que adornan puertas, caen de las ventanas y pueblan las fachadas. Resultan así jardines colgantes continuos o arcos vegetales caprichosos a lo largo de las calles. Piensa uno en emplazamientos peninsulares similares, sobrios y austeros en los paramentos desnudos de sus edificaciones muy solariegas, y no sabe a qué atenerse. El secano mercantil de muchos de nuestros conjuntos monumentales contrasta con la apoteosis de galerías de arte, anticuarios, talleres de artesanías heteróclitas, joyerías, boutiques y perfumerías, negocios todos apiñados en las principales vías de la pequeña villa. Todo para mayor facilidad de la voracidad de las diarias oleadas turísticas llegadas con el tiempo justo para la compra y para una breve aproximación a los balcones de las murallas desde donde contemplar, a sus pies, un extenso panorama que, a través de la campiña superpoblada, lleva al azul mediterráneo intuido entre brumas.
Debieron ser tiempos diferentes, desde luego más tranquilos, los que conocieron quienes, en la vía abierta poco antes por Picasso, retornaron o se acercaron por primera vez a Saint-Paul-de-Vance a partir de la segunda postguerra mundial, pintores como Marc Chagall que aquí está enterrado, poetas como Jacques Prévert o André Verdet, el compañero de Jorge Semprún en Buchenwald, que residió aquí hasta su muerte en 2004. Sus viviendas se mantienen, pero su recuerdo se palpa aún en muchos de los rincones de este entorno y se prolonga por la senda que asciende suave por la colina aledaña hasta el ya mencionado centro mayor de la creación artística de nuestro tiempo, la Fundación Maeght que nos ha traído hasta aquí.
Apenas franqueada la entrada y satisfecha sin excusas ni reducciones la alta cotización de entrada –propia de una institución que carece de subvenciones públicas, todo hay que decirlo– no tiene uno dudas de haber entrado en un mundo mediterráneo tout court, mallorquín para ser preciso. La luz, los olores y los colores, al asalto de todos los sentidos, evocan ese milagro de la mediterraneidad, suscitado por la magia conjunta del arquitecto Josep Lluís Sert y del pintor–escultor Joan Miró, ambos barceloneses de nacimiento pero mallorquines por elección.
La construcción de Sert, muy pegada al suelo, parece, sin embargo, dispuesta a despegar hacia el mar. Se trata de conjunto armonioso de pabellones de factura racionalista, unos materiales sobrios –piedra y ladrillo–, y colores terrosos muy aclimatados. Los lucernarios en lo alto de cada pabellón facilitan la iluminación natural. Todas esas construcciones interconectadas por patios y estanques rematan en cuartos o medias bóvedas, cóncavas unas, otras convexas, como alas, que dotan de altura y ligereza al conjunto.
Sus jardines acogen obras de los grandes escultores del siglo XX anteriormente expuestas en la Maeght, con la que colaboraron desde sus comienzos y a la que aportaron sus ideas para la decoración de muros, estanques o patios. Algunos, como Miró, disponen de un jardín–laberinto propio que atrae y sorprende con sus esculturas características de gran tamaño.
La obra de Eduardo Arroyo presentada en esta amplia y variada muestra –pintura, grabado, dibujo, acuarela, escultura, collage…–, con piezas recientes que se presentan por primera vez en público, revela la inagotable creatividad del artista. Desde comienzos de los años 60 del siglo XX se propuso construir su obra «en el respeto de las tradiciones», es decir, con el designio decidido de transgredirlas para ir trazando, tozuda y persistentemente, su itinerario propio. Nada mejor para ello que detenerse ante el cuadro del año 1965 del mismo título que toda la exposición. En una tela de gran tamaño es presentado un mismo paisaje, digamos convencional, en cuatro estilos diferentes, realista decimonónico, puntillista, abstracto y expresionista, cuatro pequeños cuadros dentro del cuadro, con el que el pintor hace ver que su estilo es todos esos estilos a la vez, un estilo propio capaz de ver y utilizar los anteriores para ir un paso más allá y, después de mostrar su maestría y dominio en el manejo de los mismos, ofrecer algo más, un plus con que refutar la ilusión de la representación.
Desde que se instaló en París en 1958 y decidió que la pintura sería su oficio y su vida, en detrimento de la profesión periodística para la que se había formado, Arroyo emprendió el camino artístico contrario a las escuelas dominantes, en Francia al menos, todas orientadas a la abstracción o al informalismo. Figuración, nueva figuración, más tarde figuración narrativa, con esas diferentes denominaciones salen decididos al ruedo de la pintura unos desconocidos artistas noveles radicados en París, de más está decirlo, todavía una de las capitales mundiales del arte. Poco después lo harían algunos norteamericanos con una propuesta que se llamó Pop-Art y pronto se generalizó por todo el mundo. El nuevo lenguaje pictórico, en el caso europeo, lleva consigo una actitud militante y combativa, tanto artística como política, lo que permite al autoexiliado político Arroyo (años más tarde el exilio sería forzoso por la persecución policial y la consiguiente expulsión de España) desarrollar, con vigor resistente y lógica rabia, la que en todos esos años es su pasión dominante, el rechazo, la denuncia de la España oprimida y reprimida por la dictadura de Franco. Es el tema recurrente de su obra hasta su vuelta legal a España a partir de 1976.
En la exposición de Saint-Paul-de-Vance, la obra más antigua procede de 1964. Retrato doble de Bocanegra o El Juego de los siete errores, que representa el tema español arquetípico tratado de forma burlesca, más militarista que tauromáquica, por medio de dos figuras del toreo prácticamente gemelas. La obsesión española de Arroyo, violentamente concebida, está representada en la segunda obra temporalmente más lejana, La mujer del minero Pérez Martínez llamada Tina es rapada por la policía, una tela de 1970 utilizada como cartel anunciador de la exposición a modo de emotiva puerta de acceso a la misma. La figura de esta mujer de cabeza calva, dignidad dolorida brotando de unos grandes ojos fijos y autoconscientes, de los que cuelgan lágrimas palpables y que luce pendientes con los colores de la bandera nacional española, la misma que sobre el fondo negro del cuadro adorna, es un decir, el ángulo superior izquierdo, es la protesta enérgica del pintor, el retrato de un régimen que, no contento con perseguir y encarcelar al proletariado minero, detiene, humilla y tortura a sus esposas luchadoras, las asturianas Tina y Anita en este caso. Corrían los años 1962-1963, años de huelgas en Asturias y en otros muchos lugares de España. A los 102 intelectuales que lanzaron un manifiesto de denuncia de la brutalidad policial, el flamante ministro de Información y Turismo, Fraga Iribarne, no tuvo empacho en replicarles que «Parece, por otra parte, posible que se cometiese la arbitrariedad de cortar el pelo a Constantina Pérez y Anita Braña, acto que, de ser cierto, sería realmente discutible, aunque las sistemáticas provocaciones de estas damas a la fuerza pública la hacían más que explicable…».
Al observar el largo título de este cuadro, La mujer del minero Pérez Martínez llamada Tina es rapada por la policía, (podríamos escribirlo más convencionalmente “Constantina Pérez Martínez, llamada Tina, la mujer del minero, es rapada por la policía”) encontramos una muestra del esfuerzo que hace Arroyo por dotar a sus cuadros de largos títulos descriptivos, sugerentes literariamente y eficaces políticamente. En ocasiones, la letra invade el cuadro y ofrece pistas o despistes para ampliar el contenido de la representación. Los cuadros de Arroyo, se ha dicho, son narrativos, no se limitan a reflejar o exponer, pretenden contar en pasos sucesivos, a modo de escenas encadenadas, historias que a su vez remiten a situaciones imaginadas o a obras literarias de interés para el autor. El periodista, el escritor que también quiere ser Arroyo, no está ausente de su pintura. Esta no absorbe todo su potencial creativo. Necesita de las palabras, autónomas o junto a las imágenes, no para explicar el cuadro sino para ampliar su potencial expresivo. Ahí están sus numerosos libros, relatos, una obra de teatro, biografías, memorias (Minuta de un testamento, 2009), todos dedicados a reflexionar sobre su experiencia vital, política, artística, en sus diferentes etapas y situaciones.
La etapa de exilio de Eduardo Arroyo finaliza en 1976 con el regreso del pintor a España. La muerte del general Franco que hace posible esa vuelta es festejada por Arroyo con, entre otras obras, la realización de la réplica de la Ronda nocturna de Rembrandt (1642) bajo del título de Ronda de noche con bastones (Ronde de nuit aux gourdins). Este es el cuadro parteluz de su evolución artística. En él, los muy dignos y dignificados por Rembrandt comerciantes de Amsterdam, no en vano eran los comanditarios de la obra, no llevan en sus manos los reglamentarios arcabuces y floretes de su época, sino todo tipo de armas rudimentarias contundentes, como bastones, bates de béisbol…, útiles muy adecuados para la noche del régimen español que acaba en 1975. A ambos lados del descomunal cuadro, 375x717 centímetros, Arroyo ha añadido dos paneles de un Madrid crepuscular, donde se está produciendo una muerte a palos: «Yo plasmé la parábola de un mundo que terminaba con la muerte de Franco», dice Arroyo al respecto (Catálogo de la exposición, p. 165).
¿Consiguió Eduardo Arroyo dejar atrás su etapa de exiliado con la vuelta a España en 1976? Parece que no, al menos no plenamente. Ni se decidió a instalarse en su Madrid natal –lo haría en 1982– ni, lo que aquí interesa, su obra abandonó la problemática del expatriado, más bien el tema del exilio no abandonó al pintor. Como muestra valgan los cuadros colgados en esta exposición dedicados a Blanco White de finales de los años 70, los que dedicó a Ángel Ganivet en 1978, concretamente a su suicidio en las aguas del Dvina en Riga (Letonia), o los dedicados al recuerdo del retorno como secuestrado del presidente de la Generalitat catalana, Lluís Companys, capturado y entregado por la Gestapo a los verdugos franquistas. Arroyo sería, en el mejor de los casos, a partir de los años 80, un nómada con residencias en diferentes puntos de España, donde produce una obra diversa, pero también en Europa, singularmente en Francia e Italia, países en los que se hizo lo que es y cuya atmósfera necesita seguir respirando para que su creatividad no se agote. Fue contemplando los lienzos dedicados al presidente catalán cuando Semprún, gran amigo del pintor desde los orígenes parisinos, aseguró comprender «creo, definitivamente, dónde estaba Eduardo Arroyo. Quiero decir: quién era. Porque el estar de un pintor es su pintura. O sea, su ser. Comprendí, creo, definitivamente, que el ser y el estar de Eduardo Arroyo –su estancia, su morada, su visión pictórica– se afincan para siempre tal vez en el exilio; que sus raíces están en el desarraigo, hundiéndose en la tierra del destierro» (Citado en Francisco Calvo Serraller, «Eduardo Arroyo, compuesto y sin tierra», catálogo de la exposición en la sala Parpalló, Valencia, 1986, p. 17).
La exposición de la Fundación Maeght recoge igualmente ejemplos seleccionados de todo el trabajo realizado por Arroyo a partir de 1976: piezas de caucho creadas en Berlín, retratos de algunos de sus personajes fetiche, ejemplos de la serie de los “deshollinadores” (Ramoneurs), trasuntos del pintor, muestras de sus grandes y cultivadas aficiones, el toreo y el boxeo, y algunas de sus obsesiones omnipresentes, como las moscas, unos animalejos siniestros esculpidos, pintados o dibujados, invasores de grandes espacios de su obra, cuya molesta presencia recuerda al artista los males de su patria, «el paraíso de las moscas», cabalmente. A todo ello, en la muestra se suma la producción escultórica, esos rotundos cantos procedentes de los Montes de León convertidos en cráneos expresivos que hablan de un tiempo remoto, ejemplos de otro de sus temas obsesivos, la Vanitas, o, por fin, los retratos sinópticos, en cerámica y piedra, de personajes espiritualmente próximos al autor (Balzac, Dante, Tolstoy, Orson Welles, Frida Kahlo, etcétera).
El centro de la exposición lo constituye un conjunto de obras inéditas, creadas en los últimos años, para ser presentadas en esta ocasión. Su última pintura, más abierta y más ambigua dice el artista, sigue dedicada a personajes y a temas literarios que le persiguen desde hace muchos años, el Dorian Gray de Wilde, el pintor Van Gogh en sus últimos días, Ulises, el de Homero y el de Joyce, o el Quijote de Cervantes. La gran tela (200x390 centímetros) Le Retour des croisades sería la joya de la exposición a juicio de quien firma esta crónica. El caballero que retorna no es sino un viejo picador, magro de carnes, a lomo de rocín de andar cansino y pica en ristre apuntando al suelo. Ha atravesado en su larga vida –y el pintor nos los muestra como telón de fondo de su cuadro– diversos paisajes, marinos, terrestres y aéreos, escenarios lejanos de sus numerosas aventuras a lo largo de su vida. La mirada firme en el destino inmediato, el hogar, no resta un ápice a la sensación de agotamiento vital que los avatares de la vida han infligido a caballero tan poco airoso sobre jamelgo de piel curtida, cosida a lanzadas y mandobles. ¿Homenaje a Cervantes en el perfil de su criatura quijotesca? Uno no puede dejar de pensar en uno más de los “retours” de Arroyo, en este momento tal vez más cansado, a pesar del gozo de haber cumplido, a sus 80 años, unos de sus grandes sueños de pintor, esta antológica de proyección universal en la Fundación Maeght.
Nos sacará de dudas el pintor en la rentrée del próximo otoño.
Eduardo Arroyo: Dans le respect des traditions
Hasta el 19 de noviembre en la Fondation Maeght
623, chemin des Gardettes
Saint-Paul-de-Vence, France
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Autor >
Felipe Nieto
Es doctor en historia, autor de La aventura comunista de Jorge Semprún: exilio, clandestinidad y ruptura, (XXVI premio Comillas), Barcelona, Tusquets, 2014.
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