CUATRO LUGARES DE VERANEO
Punta Cana: que vivan los hoteles de todo incluido
Ángeles Caballero 9/08/2017
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Imagen de un hotel en Punta Cana.
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Yo tuve un novio que me llevó a Punta Cana de vacaciones el último verano que pasamos juntos, cuando llevaba al menos un par de meses poniéndome los cuernos. La conciencia y su pelo rizado hicieron ahí un combo por el que me vi, tras seis años previos con unos veranos de pobres estudiantes sobreviviendo al asfalto, buscando un resort cinco estrellas. Qué felicidad tan grande.
Estaba tan nerviosa y tan emocionada que el día que volamos me fui a la peluquería para aguantar las horas de vuelo con una melena en condiciones (no, lo de cortarme el pelo no fue por eso). Nada más bajar del avión aquella melena me convirtió en una especie de Tina Turner (ay, mis referencias, cómo delatan la edad) sin esa voz ni esas piernas. Así la mantuve los diez días que pasamos allí, sólo moderada cuando le robaba a aquel hombre sin corazón su gomina de fijación tan fuerte que ni el azote del viento dominicano podía con ella.
En un autobús muy parecido al interurbano que me conecta con el extrarradio nos fueron dejando por los hoteles. Vi uno tan bonito que me bajé a estirar las piernas pensando que Julio Iglesias y Óscar de la Renta iban a aparecer de un momento a otro y por tanto yo tenía que estar la mar de mona. Poco duró aquello, porque allí no era donde yo iba a alojarme. Qué efímeras son las ilusiones de una joven veinteañera.
Nada más llegar al nuestro me colocaron una pulsera y yo me sentí como deben sentirse las terneras cuando las sellan, o los leones marinos del zoo cuando les tiran una sardina: un poco boba. Eso, me dijo mi entonces novio, nos daba la entrada a un paraíso en el que podíamos hacer lo que quisiéramos sin pensar en el horario. “A ver, que yo quiero bailar”, le dije. “Ya empezamos”, me contestó. Empezó mal, acabó mejor. Según se mire.
El caso es que a las cuatro de la mañana entraba un sol de justicia y yo, con tendencia a dormir poco, me pegaba una ducha y me iba a los jardines a desayunar (en esos sitios el hambre aparece a todas horas, debe ser la disponibilidad 24x7 de toneladas de comida). La pulsera me fastidiaba el estilismo pero era un gustazo salir del cuarto y notar que aquello estaba plagado de altavoces de los que salía bachata y salsa a todas horas. Esto sí se parece bastante a mi paraíso, pero no al de aquel señor sin ritmo en las venas que me acompañaba. Luego supe que al resto de señoras alojadas en el hotel nos pasaba lo mismo.
La gente le tiene manía al todo incluido. No digamos los que tienen posibles, a los que les parece la vulgaridad hecha vacaciones. No estoy de acuerdo. Todo es cuestión de adaptarse y perder unos cuantos prejuicios. También ayuda, dicho sea de paso, saber que hay un 99,9% de probabilidades de que no vuelvas a coincidir con tus compañeros de grupo, esos que te han visto beber ron a las diez de la mañana y han observado cómo tu piel sin melanina se juntaba de más con un mulato que te estaba enseñando a bailar bachata como si fueras hermana del mismísimo Juan Luis Guerra. Una noche me subí al escenario y bailé una canción de Lionel Richie. Nunca me han aplaudido tanto y no tengo vida suficiente para agradecer las dosis de alcohol que mis pobres espectadores tenían en sus venas.
Lo bueno de ir al Caribe es que por fin alguien aprecia tu piel blanca como la nieve. Lo bueno es que sientes que tu cuerpo está esculpido por los dioses visto desde la óptica de un país occidental y europeo. Para algunos dominicanos yo estaba en los huesos, a punto de desaparecer, y me recomendaban todo tipo de brebajes y mezclas de comida para “engordar las nalgas”. Y la maravilla de ir en 2001, cuando la plaga de gimnasios y tatuajes no estaba tan presente como ahora y no me tocaba aguantar el omóplato de mi vecino de piscina con una pantera tatuada del tamaño de mi cabeza. Tampoco había runners ni influencers y no había ni Instagram ni Twitter; éramos todos gente normal, clase media y con algún que otro ejque suelto, pero que quedaba perfectamente camuflado entre tanta gente. ¿Quién en su sano juicio querría salir de un sitio en el que todo era música, comida, bebida y piscina? Conocí a una pareja de Bilbao que había pasado su luna de miel en Maldivas y renegaba de aquello por aburrido. “Esto es otra cosa”, decían.
No crean que para disfrutar de esos placeres hay que gastarse cuatro cifras (desde que el otro día un amable tuitero me dijo que no me soportaba por esa imagen de “siempre happy” he decidido empatizar y ser pedagógica en mis artículos). Pueden ustedes irse a Torremolinos a ponerse hasta arriba de bacon y otros manjares y tener a su disposición unas 25 piscinas en las que chapotear sin miedo por mucho menos dinero. También tienen todo un elenco de huéspedes con el mismo apetito que usted y las mismas ganas de amortizar el dinero que han empleado. Sólo que allí no se baila bachata, aunque aquí se te riza menos el pelo. Y no suena Lionel Richie. Y no te encuentras a tu novio con otra nada más volver. Ya saben, el final del verano, que llegó. Eso que gané.
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Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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