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Palacio de la Magdalena, en Santander.
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Aquí, en el Norte profundo –mi amiga Amelia Valcárcel se empeña en que es Asturias, pero no: es Cantabria, cuna del septentrión, melancolía, que corrijo a mi gusto al poeta Amós de Escalante- aquí, en el profundo Norte es obligado empezar con una referencia climatológica: asqueroso. Agosto está siendo sencillamente asqueroso. Como julio. El invierno suave que no desanima a los turistas, supongo que felizmente para la maltrecha economía local. Pese a lo cual, y diciéndonos todo el rato que esto es vida y no los ferragostos madrileños, no se para en casa.
En la mesa de al lado, en la Candela –recorro las terrazas de Calderón de la Barca, descubriendo un Santander que nunca fue el mío, ahora que del Sardinero queda sólo una calle- hay una pandi de adolescentes. Son seis chicas, alrededor de los dieciocho. Monísimas todas. Enciendo un pitillo, doy un traguito a mi gintonic, y veo, más que oigo, su conversación. Está, por supuesto, trufada de miradas a los móviles, el maldito whatsapp que se enseñan unas a otras, y me doy cuenta de algo muy sorprendente: lo que pasa en sus teléfonos es el tema. Todo tiene qué ver con eso, las risas y las risitas, y los gestos y esos selfies que no pueden faltar ninguna tarde y hoy menos que nunca. Y me doy cuenta también de otra cosa: hay una de las niñas, la que está de espaldas a mí, a la que se dirigen todas. Claro, es la estrella. Y pienso ambiguamente que debe ser la más guapa.
¿La más guapa? Ninguna es una belleza apabullante, pero todas tienen la gracia de la extrema juventud. Sólo que han convenido, sin darse cuenta, de esa manera en que se producen la aprobación y el liderazgo en los grupos, como un rumor compartido que se va asentando hasta convertirse en verdad inamovible, que ella es la líder. Y ella lo sabe, y qué quieres, lo siente así. Y lo disfruta. Y las demás tienen su pequeño sufrimiento, escondido detrás y debajo de la admiración, y la emulación, y en fin, esas cosas que los psicólogos sociales saben estupendamente.
Cuando cumplan los sesenta, pienso, cada una de estas niñas verán las fotos que se están haciendo, y pensarán: ¡pero si era muy mona! Ah, no, que ya no hay fotos que encontrar en una mudanza, que lo suyo es aire y va al aire (cómo estará una para citar oblicuamente a Bécquer) y no se van a encontrar con ese viejo álbum que no has abierto hace veinte años, por así decir, porque nadie sabe muy bien cómo almacenar todas esas imágenes que llenan la cotidianidad y que de momento están en la nube o por ahí. Las “nuestras” se aparecen en cajas y en sobres y en cuadernos, y, como tengas que levantar una casa, te los encuentras. Y más vale que, entonces, no te mires al espejo.
Cuando cumplan los sesenta, pienso, cada una de estas niñas verán las fotos que se están haciendo, y pensarán: ¡pero si era muy mona!
Es que la memoria del cuerpo y del rostro propio, y de la gente que una quiere, está superpuesto, como sobreimpreso, al que van cambiando los años. En el cuerpo del amor, la memoria alisa las arrugas, levanta lo que se cayó, borra las mataduras de todos los combates. O las aleja en el reconocimiento del que es. Del que no ha dejado de ser.
-Pero el choque material con aquella imagen, con aquella tú de entonces, es muy fuerte. Hasta para las que no fuimos nunca de guapas, Carmen.
-Es que éramos muy monas. Y seguimos estupendas.
Carmen ha llegado afirmándose en una de esas batas kimonos de seda que se llevan tanto este verano, y en unas plataformas de vértigo.
-Por cierto, qué mal veo al pobre Alberto. Me parece que está completamente por ti.
Y se ríe la maldita después de esa frase tan antigua y tan generacional. Ni siquiera sé cómo llaman los jóvenes a ese estar por.
-Me le encontré ayer en el Centro Botín, en la exposición de Carsten Höller, que me gustó mucho.
-¿Alberto o la expo?
-Venga ya…. Hemos quedado para ir uno de estos días al Faro, a ver las fotos de Pilar Cossío, que es vieja amiga.
-O sea, que la cosa avanza.
Me niego a entrar en complicidad sobre este tema, porque sé que ahí, en la complicidad que es aprobación, es donde me puedo meter en un lío. Ya lo dice René Girard, el amor es siempre triangular, tiene que haber una mediación, que es alguien o algo que conoce y apoya al objeto amoroso como tal, y la relación misma. Y no hay enamoramiento sin eso. Y yo no quiero enamoramientos a estas alturas.
-Pues no me extrañaría que nos le encontráramos. Suele andar por estos andurriales, ya lo sabes.
Nombrar las cosas, pensaban los antiguos, es convocarlas. Y ahí llega, y yo trato de parecer indiferente, y me entra una timidez que hace muchos años que no tengo, y balbuceo, y me da fuego y me roza la mano, y me da miedo lo que estoy sintiendo, y trato de no mirarle directamente, y me quiero ir, y quiero quedarme, y doy un largo sorbo al gintonic, y me cuelgo de la conversación desde un silencio que no suele caracterizarme, y se me han ido el humor y la chispa. Y la memoria, porque no recuerdo de qué hablamos, de qué hablan. Y terminamos la copa y nos vamos, los tres, a la Feria del Libro, antiguo y de ocasión, que está a la vuelta, y enseguida, a la tercera caseta, Carmen da la espantada, dice que había quedado y miente, y me deja confusa en lo que me parece una encerrona. Vamos a cenar algo, pregunta o afirma, y me parece ridículo decir que no, que no puedo, y digo que sí, que vale, y sé que me estoy metiendo en ese lío del que no quería ni oír hablar. Y echamos a andar hacia su coche, y que sea lo que dios quiera.
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Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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