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Diálogo con Antoni Domènech

La democracia restauradora y la cuestión catalana

Entrevista con el pensador fallecido el domingo 17 de septiembre en Barcelona, incluida en el libro ‘La encrucijada española. Del 15-M a la disputa por el poder’

Pedro Brieger 18/09/2017

<p>Antoni Domènech, en una imagen reciente.</p>

Antoni Domènech, en una imagen reciente.

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A veces las casualidades sirven para comenzar un diálogo. Nos encontramos con Antoni Domènech un 18 de julio, fecha emblemática como pocas para España, pues ese día en 1936 las tropas del general Francisco Franco dieron el golpe de Estado que desembocará en la sangrienta Guerra Civil española.

Pero la elección de incorporar a Domènech a este libro no fue casual. Hace cuatro años que Cataluña, y toda España, está convulsionada por el crecimiento del deseo independentista de una parte importante de la población, rechazado una y otra vez desde Madrid. Si durante décadas el independentismo vasco monopolizó la temática nacional en España, de la noche a la mañana el eje se trasladó a Cataluña.

Necesitaba para este libro alguien que tuviera la capacidad de articular la historia de Barcelona desde la Segunda República y la Guerra Civil hasta nuestros días, y que conociera al dedillo todas las aristas del debate acerca de la cuestión nacional en Cataluña. Las posturas a favor y en contra de la independencia están atravesadas por la pasión y cuesta encontrar voces que estén dispuestas a analizar todas las aristas del tema sin caer en posturas maniqueas. Una de ellas es sin dudas Antoni Domènech, editor de la revista electrónica Sin Permiso, lectura obligada para cualquiera que quiera analizar en profundidad la política española desde diferentes puntos de vista. Y por eso fui hasta Barcelona para encontrarme con él.

no creo en las perspectivas de éxito de este movimiento independentista catalán: sería la primera vez en la historia que triunfa un movimiento rupturista protagonizado y dirigido por clases medias

El encuentro con Antoni Domènech transcurre en el centro de Barcelona, en diagonal a la plaza Sant Jaume donde están el Ayuntamiento de la ciudad y la sede de la Generalitat, el gobierno de Cataluña. Domènech vive fuera de la ciudad y elige para nuestro encuentro el bar Paraigua –un antiguo local de tapas– para comer un buen bocadillo de jamón y una cañita, como no podía ser de otra manera. En España nunca puede faltar esa cañita, la cerveza tirada. Domènech, además, conoce muy bien a la nueva generación de políticos españoles y en particular a los principales dirigentes de Podemos e Izquierda Unida, por lo que su mirada también nos ayudará a comprender el nuevo escenario político surgido con el 15-M y Podemos.

Antoni Domènech (Barcelona, 1952). Estudió Filosofía y Derecho en la Universidad de Barcelona, y Filosofía y Teoría Social en la Universidad Goethe de Fráncfort y en el Instituto de Filosofía de la Universidad Libre de Berlín. Desde 1994, es catedrático de Filosofía del Derecho Moral y Política en la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona. Como conferenciante ha sido invitado a numerosas universidades europeas e iberoamericanas. Es autor de numerosos trabajos publicados en diversas revistas académicas (Arbor, Das Argument, Isegoría, Révolution Française, Basic Income Studies, Revista Internacional de Filosofía Política, Sistema, La Balsa de la Medusa, etc.) y es el editor general de la revista política internacional Sin Permiso. Entre sus libros se encuentran De la ética a la política. De la razón erótica a la razón inerte (1989) y El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista (2004).

No faltó quien advirtiera desde 1978 que el problema del encaje de Cataluña en el Reino presentaba problemas más graves, más estructurales, que los del País Vasco. El País Vasco es un pequeño país de dos millones de habitantes, mientras que Cataluña representa más del 15% de la población española y su economía, más exportadora y crecientemente orientada al exterior, significa un 20% del PIB del Reino.

Desde 2011, en Cataluña existe un asombroso y masivo estado de movilización, ¿cómo se explica lo que ha sucedido?

Lo de Cataluña ha sido impresionante, particularmente si se tiene en cuenta que estalló en 2011, en un momento de reflujo de la protesta y la contestación en toda Europa, incluidas Grecia y Portugal. Y la movilización sostenida durante 2013 y 2014 todavía está viva, a pesar del indudable reflujo experimentado luego del cuasirreferréndum del 9 de noviembre de 2014. Hasta la victoria electoral de Syriza, en enero de 2015, lo de Cataluña fue un verdadero curiosum de la política europea, porque era el único lugar en que movimientos de contestación de signo democrático sacaban a masas entusiastas a la calle, muy lejos del sopor, reflujo y desmoralización –y hasta sensación de derrota– que se estaba experimentando en Portugal o en Grecia. Fue impresionante la movilización repetida de más de medio millón de personas en una ciudad que no llega a los dos millones de habitantes. Sí, fue algo sorprendente y, en cierto sentido, euforizante.

Artur Mas había comenzado a gobernar como un neoliberal extremista, apoyándose en el PP en Cataluña y mientras su partido (CiU –Convergència i Unió–) apoyaba al PP en las Cortes de Madrid, por lo que comenzaba a experimentar el consiguiente desgaste; él creyó que montarse sobre esa ola de protesta democrática y social en forma de independentismo le iba a permitir gobernar con más holgura y con una mayoría absoluta. De allí que convocara en 2012 a elecciones anticipadas. Se equivocó, porque perdió escaños y quedó parlamentariamente a merced de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC, el partido de centroizquierda de larga tradición independentista), que no aspiraba a otra cosa que a hacerle un sorpasso electoral. Subirse al carro en marcha de la independencia no le evitó tener que pagar electoralmente la factura por sus inmisericordes políticas de austeridad, tan o más jactanciosamente neoliberales que las de Rajoy. La derrota lo dejó muy tocado y a merced de una muy crecida ERC a nivel electoral. El Parlament de Catalunya se convirtió en una especie de comedia grotesca, porque el principal sostén parlamentario del gobierno era ahora el principal partido de oposición. Esta situación terminó por desgastar a los dos en el cuasirreferéndum del 9 de noviembre de 2014, cuando se vieron claramente los límites de la independencia catalana, porque sólo votaron unos dos millones de personas y de esos dos millones, 1,8 millones eligieron el sí. En un referéndum democrático de verdad –que el gobierno español no acepta de ninguna manera–, faltarían muchos cientos de miles de votos para una mayoría independentista.

La Segunda Restauración borbónica –la Transición– fue impuesta sin un referéndum que permitiera elegir entre monarquía o república, lo que significaba hurtar el derecho de autodeterminación de todos los pueblos de España

El gobierno autonómico estaba dirigido por un partido –Convergència i Unió– que en lo político era de centroderecha y en lo económico y social abiertamente de derecha. Llevaban más de un año aplicando políticas neoliberales durísimas, incluso haciendo alarde de ello, y empezaron a sufrir el desgaste que sufren los gobiernos que aplican este tipo de medidas de austeridad, consolidación fiscal y privatizaciones. Además, estaban sus escándalos de corrupción. Ellos –que jamás habían sido independentistas– pensaron que una manera de mitigar el desgaste era apuntarse a ese movimiento de una manera obviamente oportunista. Y eso empezó a cambiar el mapa político catalán.

Convergència i Unió era un partido de orden, con vinculaciones muy estrechas con las élites económicas y sociales de Cataluña, que no son para nada independentistas, como tampoco lo es, dicho sea de paso, el grueso de las clases trabajadoras urbanas catalanas. Ya ves con eso que, por simpático que pueda resultarme en ciertos aspectos, yo no creo en las perspectivas de éxito de este movimiento independentista catalán: sería la primera vez en la historia que triunfa un movimiento rupturista protagonizado y dirigido por clases medias. Las élites económicas y sociales estaban totalmente desconcertadas con esta pirueta de Artur Mas. Me hizo acordar a la película Tiempos Modernos, de Charles Chaplin, a esa escena en que está brujuleando por la calle y ve como se cae una bandera roja de señalización de un camión, la recoge y corre en su busca para avisarle, y de repente hay miles de personas siguiéndole como portaestandarte de una gran manifestación. Lo de Mas fue un poco eso. Él contribuyó, un tanto inopinadamente, a ampliar o a retroalimentar un movimiento que era, en el contexto constitucional español, muy radical. Hay que comprender que exigir un referéndum de autodeterminación no será nada del otro mundo en el Reino Unido, pero que sí que lo es, y mucho, en el Reino de España. La Constitución de 1978 prohíbe explícitamente este tipo de referéndums.

¿Por qué es tan significativa la Constitución de 1978?

En su momento, quien tal vez mejor comprendió la lógica de prohibición de los referéndums fue el ponente constitucional comunista Jordi Solé Tura. Hay que recordar que el Partido Comunista de España fue explícito y rotundo en la aceptación de la monarquía parlamentaria como forma de Estado en la restauración de las libertades públicas. La Segunda Restauración borbónica –eso fue político-constitucionalmente la Transición– fue impuesta por lo que entonces se llamaban “poderes fácticos” sin un referéndum que permitiera elegir entre monarquía o república como se hizo, por ejemplo, en Italia en la posguerra, lo que significaba hurtar el derecho de autodeterminación de todos los pueblos de España. Jordi Solé Tura comprendió muy bien que un régimen constitucional cuyo nacimiento se fundaba en la negación del derecho de autodeterminación de todos los pueblos de España no podía congruentemente dar el menor margen de posibilidad al derecho de autodeterminación de ningún pueblo en particular. Y así cayó del programa del PCE, primero, y luego del programa del PSOE, el derecho de autodeterminación de las llamadas “naciones históricas” (Cataluña, País Vasco y Galicia), un derecho que figuraba, antes de 1978, en todos los programas de las distintas fuerzas democráticas antifranquistas.

El PSOE, que no había jugado un papel ni remotamente destacado en la lucha contra la dictadura, se presentaba oportunistamente en ese contexto con un programa harto más radical que el PCE: nacionalización de la banca y de los sectores industriales estratégicos, reforma agraria, democracia autogestionaria en el puesto de trabajo, neutralidad geopolítica (hostil a la OTAN), etc. Cuando se votó el artículo 1 de la Constitución, que define a España como una monarquía parlamentaria, los socialistas se ausentaron “prudentemente” y los comunistas votaron con la derecha.

Uno puede pensar que la postura del Partido Comunista era comprensible tomando en cuenta que había sido diezmado durante la Guerra Civil y cuarenta años de dictadura.

La dirección del PCE, que era el partido más organizado y con mayor base social militante del antifranquismo, tenía mucha prisa en ser legalizado antes de las primeras elecciones libres de junio de 1977. Santiago Carrillo, secretario general del PCE, creyó que eso pasaba por aceptar a la monarquía y la bandera borbónica con más entusiasmo que el PSOE. Su idea era que el PCE iba a ser, como en Italia, la principal fuerza de la izquierda y que para asegurar eso no podía permitirse quedar afuera de las primeras elecciones libres y dejar el campo expedito a los socialistas. Fue una maniobra táctica suicida, porque en esas elecciones el PSOE pudo permitirse el lujo de aparecer con un programa nominal muy a la izquierda –incluso “republicano”– y con un programa tácito y una “imagen” de orden procedente del aval de la socialdemocracia internacional, particularmente, la alemana. En cambio, si el PSOE concurría a esas primeras elecciones con el PCE todavía ilegalizado y siendo la principal fuerza democrática del país, Felipe González hubiera estado en una situación muy incómoda. De todas formas, la legalización del PCE, dignamente atenido a sus principios republicanos y a sus tradiciones de lucha obrera y barrial, no habría tardado mucho en llegar. Luego vinieron los Pactos de La Moncloa, básicamente económicos, de rentas, de austeridad y ajuste fiscal aceptados por los sindicatos. Y esos pactos fueron importantes, porque, vistos en perspectiva, sentaron las bases de lo que podríamos llamar la economía política de la Segunda Restauración borbónica.

Claro que yo sangro aquí por la herida, ya que me fui del Partido Comunista en 1978 porque estuve en total desacuerdo con esa posición. Pensaba que la monarquía parlamentaria no necesitaba el apoyo del Partido Comunista porque la iban a imponer igual; cuestión de “correlación de debilidades”, como graciosamente dejó dicho mi amigo Manolo Vázquez Montalbán. Pero aceptarla con toda la pompa simbólica y con la promesa –lealmente cumplida– de desactivar todos los focos de conflicto social fue un suicidio político. En 1982, el PCE ya era un partidillo marginal.

¿Por qué es tan compleja la inserción de Cataluña en España?

Hay que pensar que la efímera Primera República (1873) murió en buena medida por no poder resolver el problema de la articulación plurinacional de España. Era una república federal que muchos consideraban que no estaba lo suficientemente centralizada y otros, al contrario, que lo estaba demasiado. La Segunda República quiso ser más cauta y no se planteó como una república federal, también por el recuerdo vivo del final de la primera a mano de los cantonalistas. A propósito, Friedrich Engels dejó escrito un penetrante análisis de ese final en su ensayo Los bakuninistas en acción. Se planteó como una república unitaria, pero con la promesa de estatutos de autogobierno para Cataluña, el País Vasco y Galicia. Fíjate que en 1978, al salir de la dictadura, un régimen resultado de un referéndum monarquía/ república no habría tenido mayor problema en resolver la cuestión vasca o catalana. En el caso vasco –en el que la situación se había encanallado por la aparición de un grupo antifranquista de lucha armada independentista, la ETA, con gran repercusión en la opinión pública mundial– podría haberse organizado un referéndum de autodeterminación del País Vasco, con observadores y mediadores internacionales, y se acababa el problema porque menos de un 15% de los vascos quería entonces la independencia. Pero como el pecado original de la Segunda Restauración borbónica fue hurtar a todos los pueblos de España el derecho de autodeterminación, un referéndum limpio e internacionalmente tutelado que pusiera democráticamente fin a la “cuestión vasca” resultaba imposible. Así pues, en cierto sentido, el azote del terrorismo de ETA –convertida luego del fin del franquismo en una organización particularmente obtusa y sanguinaria, que hemos padecido en las últimas décadas– ha sido uno de los costes que han tenido que arrostrarse por las limitaciones constitucionales del régimen del 78.

Aceptar la monarquía parlamentaria con toda la pompa simbólica y con la promesa –lealmente cumplida– de desactivar todos los focos de conflicto social fue un suicidio político. En 1982, el PCE ya era un partidillo marginal

En Cataluña, curiosamente, tenemos la Generalitat, que es la única institución de autogobierno en el actual Reino de España y que es heredera legal directa de la Segunda República. Esto se debe a que Josep Tarradellas, que fue su presidente en el exilio, pactó con Adolfo Suárez para amortiguar y desactivar el preponderante papel de la izquierda –particularmente, del Partido Socialista Unificado de Cataluña (el partido comunista de Cataluña)–. Tarradellas era un guerrero frío y anticomunista convencido, enormemente hostil al papel protagonista de los comunistas en la lucha antifranquista del interior y en la vida social y política catalana. En su negociación con los reformistas franquistas que controlaron el proceso de Transición, logró astutamente que se ratificara la Generalitat republicana y que se reconociera su papel de presidente de esta hasta las elecciones. Los vascos y los navarros mantuvieron, por otra parte, su tradicional régimen fiscal foral, otra configuración institucional vigente que es anterior a la actual Constitución del 78. Y es interesante darse cuenta de que, en las negociaciones con Tarradellas, Suárez amagó con ofrecer a Cataluña un régimen fiscal similar al vasco para disponer de hacienda propia y quedarse con todo lo que se recauda en Cataluña sin mayores obligaciones de solidaridad fiscal con las zonas menos ricas de España. Pero tras ganar inopinadamente las primeras elecciones autonómicas en 1979, la derecha catalanista de Jordi Pujol lo rechazó con un razonamiento más o menos de este tenor: “Si lo recaudo yo, ya veremos cuánto consigo recaudar y si es suficiente; y recaudar impuestos siempre es antipático. Mejor que se responsabilice el gobierno central de Madrid, y así los antipáticos serán siempre ellos y nosotros tampoco correremos el riesgo de quedarnos cortos en la recaudación”. Según los cálculos más radicales, Cataluña en la actualidad hace transferencias solidarias al resto de España por unos 15.000 millones de euros. En el lenguaje de los secesionistas esto sería el “déficit fiscal” de Cataluña con España. Una sangría económica. Para que se comprenda, de ser cierta esa cifra de 15.000 millones de euros, vendría a ser cerca del 10% del PBI argentino. La derecha catalanista –que, por una curiosa mezcla de astucia y cobardía, rechazó en su día el régimen fiscal que la derecha vasca aceptó resueltamente– basa ahora buena parte de sus reivindicaciones en esa idea de que “España nos roba” y de que Cataluña no puede lograr las –comparativamente exitosas– políticas industriales y de bienestar social de los vascos porque no tiene hacienda propia.

Es interesante pensar cómo se pueden trazar paralelismos y ver las diferencias entre la situación en Cataluña y en el País Vasco.

No faltó quien advirtiera desde 1978 que el problema del encaje de Cataluña en el Reino presenta problemas más graves, más estructurales, que los del País Vasco. El País Vasco es un pequeño país de dos millones de habitantes, mientras que Cataluña representa más del 15% de la población española y su economía, más exportadora y crecientemente orientada al exterior, significa un 20% del PIB del Reino. Aunque, claro está, los problemas que presentó el País Vasco a la Transición fueron de entrada más agudos y perentorios. Sobre todo, huelga decirlo, por el enquistamiento terrorista de las actividades de ETA, un grupo de origen nacionalista radical, en buena parte procedente de las propias filas del nacionalismo democristiano del Partido Nacionalista Vasco. ETA fue radicalizándose, particularmente desde finales de los 60 y conforme al espíritu de muchos movimientos de liberación nacional y anticolonial influidos por experiencias como la cubana o la argelina, pero también, en Europa, por movimientos como el republicano irlandés del IRA o incluso las teorizaciones de guerrilla urbana de la extrema izquierda alemana después del 68. Su primera víctima mortal fue un conocido torturador, funcionario destacado de la policía política franquista, Melitón Manzanas. Su posterior degeneración en los ochenta a una mera organización terrorista, con actos de gran crueldad y cada vez más desprovistos de sentido político, no puede ocultar el hecho –bastante sorprendente y en cierto sentido hasta enigmático– de que su base social de apoyo se mantuvo prácticamente incólume, incluso en sus peores momentos, en torno al 10% de la población. Con todo y con eso, el problema “territorial” de Cataluña ha terminado –como dije– por eclipsar al secesionismo vasco, lo que se ve particularmente claro ahora, tras el fin de la lucha armada de ETA y la reintegración política del independentismo abertzale como una gran fuerza política democrática con base de masas y gran proyección electoral.

¿Qué sucede con el sentimiento nacionalista en Galicia, Andalucía o la comunidad valenciana o el País Valenciá, como lo llaman ellos?

La derecha valenciana después de la muerte de Franco consiguió articularse sobre la base de una bandera regionalista básicamente anticatalanista, aunque el catalán que se habla en Barcelona y el que se habla en Valencia no tiene mayores diferencias que las que separan al castellano madrileño del rioplatense. En Galicia hay un movimiento nacionalista de tendencia independentista intelectual y políticamente interesante y de gran tradición, pero muy minoritario. Todos los intentos que se hicieron en Galicia de construir un nacionalismo autonomista conservador, una especie de Convergència i Unió, fracasaron. En Andalucía hay un movimiento independentista andaluz, tan interesante como minoritario, pero los partidos andalucistas no fraguaron. Andalucía es muy distinta y singular, aparte de ser la mayor comunidad autonómica. Podría ser perfectamente otra nacionalidad histórica y haber generado partidos nominalmente nacionalistas y electoralmente viables, pero el PSOE andaluz ha venido a funcionar en la práctica como un partido nacionalista. El PSOE lleva 30 años ininterrumpidos en el poder y ha conseguido tejer una red clientelar formidable, de la que los numerosos casos de corrupción que ahora están apareciendo con gran estrépito no son sino la punta del iceberg. La caída de la República significó el final de sus tímidos intentos de reforma agraria en Andalucía. El reforzado mantenimiento en Andalucía del caciquismo y el latifundismo oligárquico que significó el franquismo arrojó a millones de andaluces a la emigración, se fueron a Barcelona, a Madrid, a Alemania y a otros destinos.

la efímera Primera República (1873) murió en buena medida por no poder resolver el problema de la articulación plurinacional de España

La cuestión nacional también está atravesada por un tema lingüístico. ¿Es realmente una cuestión de fondo el debate sobre la utilización del nombre “España” o “Estado español”?

Bueno, quienes hablan del “Estado español” lo que están sugiriendo es que nuestro país es una realidad plurinacional o, como se dice a veces, una “nación de naciones”. Esa extraña fórmula de  “Estado español” viene a ser para cierta izquierda nuestra una protesta contra las visiones imperantes de España como una nación rotunda y homogénea, por así decirlo. Lo paradójico aquí es que el bobarrón término de “Estado español” es precisamente un invento del franquismo. ¿Qué fue constitucionalmente el régimen de Franco? No fue, como pretendía la derecha monárquica al principio, una restauración de la vieja monarquía. Y tampoco fue, claro está, una continuación en forma dictatorial del régimen republicano. A Franco le interesó mantener la ambigüedad para tener a raya a la familia real, que –aunque entusiasta de su golpe de Estado y de su “cruzada”– tuvo que mantener su residencia en Estoril, en Portugal. No estaba totalmente claro que el régimen de Franco fuera la mera antesala de una restauración borbónica, y menos aún por la línea dinástica de don Juan, el padre de Juan Carlos y abuelo de Felipe VI. En sus complicadas relaciones con la familia real, a Franco le interesaba mantener esa ambigüedad. El régimen franquista era claramente un régimen antirrepublicano, como el régimen de Pétain en Vichy. Pétain, que odiaba a la república, llamó a su régimen títere de los nazis “Estado francés”. Los franquistas lo plagiaron conscientemente. Ellos mismos introdujeron el horrísono “Estado español”, que ciertas izquierdas y ciertos nacionalismos periféricos sensibles a la plurinacionalidad de nuestro país –tal vez sin saberlo– han terminado por aceptar. Pero como las palabras nunca son totalmente neutras o inocentes en política, te hago observar lo siguiente: en la fórmula “Estado español” sigue ausente la oposición monarquía/república. Esto es utilísimo para las izquierdas acomodaticias y, sobre todo, para los nacionalismos periféricos conservadores, que llegaron a integrarse como parte esencial del arco político dinástico fraguado a partir de 1978. Un viejo lema de la derecha catalanista conservadora rezaba así: “¿República? ¿Monarquía? ¡Cataluña!”.

Por eso, yo prefiero hablar, como la izquierda republicana tradicional, de “pueblos de España” o aun –si se me apura– de “pueblos ibéricos”. Y en cuanto a la configuración política de la España actual, mejor nombrarla por el propio nombre oficial, suficientemente elocuente: Reino de España, tendencialmente incompatible con la unidad de nuestro país plurinacional. Sólo una república federal o confederal podría mantener de manera libre y estable esa –para mí– deseabilísima unidad de los pueblos de España. Dicho sea de paso: creo que desde la revista Sin Permiso hemos contribuido bastante en los últimos años a la generalización entre la izquierda del uso de “Reino de España” y a la progresiva erradicación del equívoco “Estado español”.

La región de Cataluña fue muy importante durante la Segunda República y la Guerra Civil. ¿Qué queda en la memoria colectiva respecto de la Segunda República?

Es esencial entender que la Transición no fue una restauración de la democracia bajo formas monárquicas, sino una restauración borbónica bajo unas formas democráticas que parecían inevitables en el contexto político europeo de 1975-78. Por eso se hizo sobre la base del olvido y de la amnesia dolosa; del olvido del significado de la Segunda República, del olvido de la Guerra Civil española como prefacio de la Segunda Guerra Mundial contra el nazi-fascismo, del olvido de la decisiva contribución de los republicanos españoles a la victoria aliada de 1944-45, del olvido de los crímenes monstruosos del franquismo, del olvido de las luchas populares antifranquistas en el interior y del olvido de las valiosas aportaciones del exilio intelectual republicano en el exterior.

Es esencial entender que la Transición no fue una restauración de la democracia bajo formas monárquicas, sino una restauración borbónica bajo unas formas democráticas que parecían inevitables en el contexto europeo de 1975-78

En 2003 tuvimos el primer gobierno de izquierda en Cataluña desde la Segunda República, que hizo algunas cosas excelentes en cuanto a recuperación de la memoria histórica, particularmente la creación del Memorial Democràtic, cuyo director fue mi difunto amigo Miquel Caminal, un historiador y politólogo serio y un militante democrático-republicano cabal. Levantó ampollas.

No hace falta que recuerde que en la Argentina hay una jueza, María Romilda Servini de Cubría, que ha tenido que apelar recientemente al derecho internacional público y a los crímenes imprescriptibles contra la Humanidad para intentar procesar en la Argentina a torturadores y responsables políticos franquistas contra los que no se puede proceder en España. Aquí están cubiertos por una ley de amnistía claramente incompatible con la adhesión del Reino de España a los tratados internacionales que regulan la protección de los derechos humanos.

En Barcelona quedan espacios –en mi opinión no lo suficientemente señalados simbólicamente– que recuerdan que aquí hubo una cruel guerra que se ensañó con la población civil. Quedan, por ejemplo, los refugios construidos por la propia población y por el alcalde republicano de la Barcelona de la época para protegerse de los bombardeos fascistas, sobre todo, los italianos. Barcelona fue la primera ciudad europea cuya población civil fue bombardeada, antes incluso que Guernica. Por eso, la gente construía refugios que todavía se pueden ver. Mi despacho de la Facultad de Economía está exactamente al lado del Palacio Real, que fue la sede durante los últimos meses del gobierno republicano español en guerra y ninguna placa lo recuerda. Detrás, está el Cuartel del Bruch, de donde salieron las tropas sublevadas fascistas el 18 de julio. Entre el 18 y el 19 de julio se desarrolló en Barcelona uno de los mayores episodios de lucha de clases urbana en la Europa del siglo XX. Vale la pena recordar que Engels había hablado de Barcelona como capital mundial de las insurrecciones proletarias en el XIX. La clase obrera en armas –particularmente, los anarcosindicalistas, absolutamente hegemónicos– aplastó a los militares sublevados. Tras el triunfo, la noche del 19 de julio, se dirigieron al cuartel del Bruch y lo tomaron. Lo rebautizaron como “Cuartel Bakunin”, que se convirtió a partir de entonces, y mientras duró la guerra, en un centro de instrucción de milicianos republicanos. Ninguna placa recuerda eso tampoco.

Cada 18 de julio, desde 1940, se celebraba en el Castillo de Montjuic una misa con curas castrenses para conmemorar la victoria franquista y recordar a sus “mártires”. Con el agravante de que en este castillo se fusiló al presidente de la Generalitat republicana, tras su secuestro en París por parte de la Gestapo. Y se seguía haciendo, ¡tras más de 35 años de gobiernos autonómicos y municipales democráticos! Y en un recinto que ya no era militar, sino público y cuya titularidad tiene el Ayuntamiento de Barcelona. Bueno, pues la nueva alcaldesa Ada Colau, de la coalición de izquierda radical Barcelona en Comú, se ha estrenado en el cargo –como quien dice– prohibiendo ese acto con el argumento razonabilísimo de que violaba la ley de memoria histórica.

Mi primera visita a Barcelona fue en 1981 y la recuerdo como una ciudad gris, muy poco atractiva. Sin embargo, ahora es una ciudad pujante, grande, bella, reconstruida, con mucho turismo. ¿Cómo se produjo ese cambio?

Barcelona era básicamente una ciudad industrial, la capital industrial de España, con un puerto grande en buena medida al servicio de la exportación y una cornisa marítima de muchos kilómetros, pero que daba urbanísticamente la espalda al mar. En su momento yo fui muy crítico –y sigo siéndolo– de las olimpíadas de Barcelona de 1992 y la forma de remodelar la ciudad; pero hay que reconocer que las olimpíadas sirvieron para volcar la ciudad al mar. Eso se hizo sobre la base de construir el puerto olímpico y de convertir lo que eran unos barrios fabriles en una gran zona abierta a la playa y al mar. También la Barceloneta, que era un barrio de pescadores, pero bastante cortado de la playa y contaminadísimo, se abrió a un mar limpio y regenerado. Si uno pasea por allí ahora es casi como Copacabana o Leblon en Río de Janeiro. Sería inconcebible un Río de espaldas al mar, ¿verdad? Las olimpíadas contribuyeron a devolverle a Barcelona ese paisaje que una intensa industrialización de siglo y medio le había hecho perder a la ciudad.

El 15-M reveló sobre todo dos cosas: por un lado, el hartazgo de la población trabajadora y de las clases medias españolas en general con un sistema corrompido de raíz. Eso por un lado; y por el otro, la brecha generacional

Es difícil hacer un juicio sobre lo que significó la transformación urbana de Barcelona porque también tuvo lados terriblemente negativos, como la gentrificación del centro urbano o la destrucción a gran escala de espacios populares. Además, se fomentó la especulación urbana inmobiliaria, con venta incluida del –ya escaso– parque público de vivienda. Pero la idea de hacer que esta ciudad no viviera de espaldas al mar, sino abalconada sobre él es básicamente buena. Y eso debe llamar mucho la atención de alguien como tú que estuvo muchos años sin visitar la ciudad. Si se compara la Barcelona de 1981 con la actual me imagino que es como comparar la Mánchester de mediados del siglo XIX con el Río de Janeiro de mediados del XX. Hoy Barcelona tiene el puerto más grande sobre el Mediterráneo occidental organizador de cruceros. Eso significa tener cuatro o cinco hoteles permanentemente atracados en los malecones con miles de turistas que pernoctan en esa especie de rascacielos flotantes que consumen en la ciudad. Barcelona se ha convertido en una enorme potencia turística, una de las más importantes del continente, y muy por encima de Madrid.

Probablemente, ningún proyecto progresista o de izquierda hubiera encarado esta transformación porque fue un proyecto netamente capitalista motivado por intereses económicos. Sin embargo, estás reconociendo que tuvo consecuencias positivas para la ciudad.

Se puede ser incluso más radical. A finales de los años 80 la izquierda, en un sentido amplio del término, no existía. Ni en España, ni en ningún sitio. Había sido derrotada completamente, había perdido cualquier idea seria de crítica, de resistencia al tipo de capitalismo contrarreformado que iba imponiéndose en el mundo. Había perdido incluso cualquier idea seria, más o menos socialdemócrata, de gobierno democrático (local o nacional) de la vida económica. Allí donde logró gobernar, como en la administración municipal tripartita de Barcelona en la época de las olimpíadas, ni siquiera se planteó cosas básicas muy bien sabidas por la socialdemocracia municipal de los años 20, 30, 40 y 50. Por ejemplo, que nada se puede hacer, como izquierda, sin un gran parque público de vivienda. La socialdemocracia en Viena, Austria, dejó –para citar un caso– una herencia por la que todavía hoy dos tercios de las viviendas están sustraídas de la propiedad privada inmobiliaria y son públicas o de propiedad cooperativa, sin ánimo de lucro. Treinta años de gobiernos de centroizquierda en Barcelona no sólo no aumentaron el parque público de viviendas, sino que malvendieron lo que tenían. El parque actual no debe llegar ni al 5% del total. Ni siquiera se percataron de que fueron una parte activa de la famosa burbuja inmobiliaria que, al estallar, generó el desplome de la economía española en 2008.

La Barcelona de los barrios obreros y populares, incluida la degradada periferia de las zonas dormitorio, ofrece todos los contrastes. El barrio de Poblenou es un ejemplo, porque es un viejo barrio obrero industrial, ahora de los más abiertos a la playa y al mar. Tiene grandes necesidades insatisfechas de servicios y equipamientos públicos, pero al mismo tiempo está abierto a la playa, empiezan a aparecer apartamentos turísticos y hoteles de lujo, todo mezclado. En los últimos años de gobierno de derecha, hemos visto una acentuación de los rasgos más negativos que se habían observado luego de décadas de administración de la centroizquierda. Una superlativa atención a la Barcelona turística en el tradicional centro granburgués, con el Paseo de Gracia como parteaguas de dos “Ensanches”, que fue una obra maestra del urbanismo europeo de la segunda mitad del siglo XIX. Y una desatención muy llamativa, casi dolosa en su displicencia, a los barrios de obreros y trabajadores tradicionales. Ese divorcio, naturalmente, se puede observar también sociológicamente en las elecciones. En no despreciable medida, Ada Colau y Barcelona en Comú han ganado las elecciones del 24 de mayo de 2015 porque han conseguido movilizar el voto tradicionalmente más abstencionista de los barrios obreros y populares.

Los problemas que planteás respecto de la vivienda, ¿son los que permiten comprender el crecimiento del movimiento en contra de los desahucios y su visibilidad?

¡Claro! España tiene una de las leyes de alquiler más injustas del mundo, por la cual cuando uno está endeudado y es moroso, le inician un proceso de desahucio (desalojo). No basta con devolver las llaves y desentenderse de la deuda, como por ejemplo en la ley estadounidense. Aquí a uno lo desalojan y sigue teniendo la deuda. Cuando vino la crisis y muchos perdieron sus trabajos y sus hogares porque habían sido desalojados, aunque hubieran pagado el 50% de la hipoteca y hubieran sido desalojados debían pagar el resto, y a un precio sobrevalorado, porque en España hubo una burbuja inmobiliaria. Lo que uno pagó lo pierde y le sigue debiendo al banco el resto.

A finales de los años 80 la izquierda, en un sentido amplio del término, no existía. Ni en España, ni en ningún sitio. Había sido derrotada completamente, había perdido cualquier idea seria de crítica, de resistencia

En 2012 había unos mil desalojos por mes sólo en la ciudad de Barcelona. Todavía hoy, en el conjunto de España, sigue habiendo unos 15.000 desahucios por mes. ¡Una cifra enorme! Muchas veces se trata de familias monoparentales, mujeres con dos o tres hijos a su cargo. La gente se autoorganizó para evitar eso, y asistimos a escenas como las que se ven en las películas sobre la gran depresión en Estados Unidos de los años 30. Esto permite comprender el surgimiento de Ada Colau como figura popular. La espectacular burbuja inmobiliaria española empezó con la liberalización de la ley del suelo y del alquiler que iniciaron los socialistas y luego el PP siguió adelante y radicalizó el asunto a partir de fines de los años 90. Eso generó que el alquiler resultara prohibitivo y que fuera más barato comprar, porque, coincidiendo con la entrada en la Eurozona y la moneda única, comenzó a entrar dinero ocioso foráneo muy barato como crédito a España, sobre todo de los bancos alemanes. Se prestaba a intereses muy baratos, y eso fue lo que hinchó espectacularmente la burbuja inmobiliaria, generó el ilusorio “efecto riqueza” y endeudó a una población trabajadora cuyos salarios reales estaban prácticamente congelados, así como a las empresas españolas. Explotó la burbuja y España entró en crisis, en una especie de espiral de la muerte.

¿Qué influencia tuvo el estallido de la burbuja en la aparición de las movilizaciones masivas que dieron lugar al 15-M?

Muchísima. Entre el 2000 y el 2010, España dobló su PIB per cápita, pero no fue por el gran aumento de productividad, ni porque los salarios reales hubieran aumentado mucho, ya que estaban casi congelados desde hacía más de 20 años. Lo que hubo fue una sensacional burbuja, un endeudamiento atroz de familias y empresas. El endeudamiento de las familias sirvió para incrementar la demanda efectiva agregada, y eso provocó una sensacional ilusión de prosperidad. Todo se pinchó en 2008 y comenzaron a emerger –o a descubrirse– unas realidades terribles. El paro, que siempre fue estructuralmente alto, pero que estaba en torno al 10%, se disparó en un abrir y cerrar de ojos hasta el 25%, y el desempleo juvenil al 50%. ¡Más del cincuenta por ciento de los jóvenes españoles no tienen empleo! Seamos serios, un país con una tasa de paro juvenil de esas proporciones –sólo Grecia nos supera en Europa– está a punto de perder su derecho a existir como país.

Todo eso está en el trasfondo del enorme estallido de ira popular, señaladamente juvenil, que fue el 15-M. Porque en este país se ha abierto una brecha generacional. Supuestamente, era la generación mejor preparada de la historia de España, con tasas de matrícula universitaria muy crecidas. Pero se quedaban inopinadamente sin expectativas laborales o de inserción social, sin futuro.

En el 15-M se vio que los sindicatos estaban totalmente groguis y apareció una nueva forma de contestación con esos muchachos tomando la Puerta del Sol en Madrid o la Plaza de Cataluña en Barcelona, sin encomendarse a Dios ni al diablo

Tradicionalmente, la contestación política arraigaba en la contestación social de los sindicatos. Cuando en 1988 se rompe la relación de la UGT con el PSOE y el 14 de diciembre de ese año se produce la primera huelga general, tuvo unos efectos políticos fulminantes porque casi hizo caer al gobierno de Felipe González, y desde luego lo puso de rodillas. Los sindicatos obreros, a pesar de la comparativamente débil tasa de sindicalización española, resultaban políticamente temibles, capaces de vertebrar en la calle una oposición social muy contundente a los excesos “neoliberales” de los gobiernos de turno. Pero a partir de 2008 fue evidente la pérdida total de ese poder de contestación, movilización e intimidación de las grandes organizaciones sindicales. En Grecia, en cuatro años ha habido 30 huelgas generales, aquí hemos visto una y media, y de poco o ningún efecto. Durante décadas era impensable que se pudiera organizar una gran protesta social en Madrid, Barcelona o Valencia sin los sindicatos, porque eran su sistema de capilaridad social, como –en cierta medida– lo sigue siendo la Iglesia para la derecha.

En el 15-M se vio que los sindicatos estaban totalmente groguis y apareció una nueva forma de contestación con esos muchachos tomando la Puerta del Sol en Madrid o la Plaza de Cataluña en Barcelona, sin encomendarse a Dios ni al diablo. Es más, incluso con hostilidad hacia unos sindicatos crecientemente percibidos, con mayor o menor justicia, como parte esencial de los males de un sistema en vías de descrédito total. En Barcelona fue menos importante que en Madrid, pero con grandes movilizaciones también en la Plaza de Cataluña. Fue un fenómeno masivo y muy bien visto en la opinión pública, con consignas para nada bobas. Algunas de ellas eran muy profundas como “no somos mercancía” y otras, superlativamente graciosas sin dejar de ser agudas como “no hay pan para tanto chorizo”[1].

¿Te sorprendió lo que sucedió el 15-M?

A mí –en lo personal– el movimiento del 15-M me sorprendió mu- cho y gratamente. No pude prever un desplome tan grave y fulminante de las izquierdas tradicionales y, sobre todo, de los grandes sindicatos obreros mayoritarios. Siempre fui de la idea de que los sindicatos fueran de la mano de las movilizaciones, de que no se tratara a las direcciones sindicales simplemente como “traidoras”, “derrotistas” o “apoltronadas”. Pero hay que decir que los sindicatos han hecho muy poco para rehabilitarse a los ojos de los jóvenes y de los distintos sectores o “mareas” en las distintas luchas sectoriales que se han producido desde 2008 respecto de educación, sanidad o las hipotecas. Y hemos visto como, en enero de 2015, en Madrid una movilización callejera convocada por la dirección de Podemos –que en cierto sentido es el heredero político-institucional del movimiento 15-M– tuvo diez veces más gente que una convocada por CCOO y la UGT juntas.

Los efectos del 15-M se dejan ver incluso en la nueva estética de la política, ¡si hasta Pedro Sánchez, el nuevo y joven dirigente del PSOE, que empezó con pinta de atildado dependiente del quinto piso de la tienda El Corte Inglés, ha terminado por “descorbatarse”! Pero al final, políticamente, el fenómeno más importante que ha terminado trayendo consigo el 15-M ha sido Podemos.

Durante la movilización del 15-M en Barcelona, ¿hubo expresiones del nacionalismo catalán?

Al contrario, durante el 15-M, en las asambleas de la Plaza de Cataluña se hablaba de forma indistinta en catalán y en caste- llano como en los tiempos del antifranquismo y para enojo de algunos fundamentalistas. La erupción del nuevo independentismo catalán vino cuatro meses después, a partir de la Diada del 11 de septiembre de 2011, que fue una expresión de frustración de las clases medias catalanas, que son de tradición profundamente democrática. Tal vez el 15-M comunicó energía y voluntad de protesta a unas clases medias catalanas que se habían mantenido relativamente alejadas. La tendencia democrática fue parecida, pero los orígenes de la protesta fueron diferentes. No se trata, en su tendencia principal, de un nacionalismo agresivo o xenófobo. Al contrario, es una manifestación democrática más de la crisis de la Segunda Restauración borbónica, y pone el dedo en una llaga dolorosísima, su incapacidad para vertebrar libre y democráticamente la diversidad nacional de los pueblos de España.

Hablamos de la importancia del 15-M y de cómo modificó a España, ¿qué significa la aparición de Podemos en este sentido?

El 15-M reveló sobre todo dos cosas: por un lado, el hartazgo de la población trabajadora y de las clases medias españolas en general con un sistema corrompido de raíz, con un país que de repente parecía en putrefacción. Eso por un lado; y por el otro, la brecha generacional. No es que Pablo Iglesias u otros dirigentes del actual Podemos jugaran un papel esencial y ni siquiera demasiado destacado en el 15-M, pero comprendieron la necesidad de dar una forma política y una expresión político-institucional a un movimiento que, como todos los movimientos que expresan rabia popular y contestación espontáneas, estaba en vías de desvanecerse y evaporarse. También me sorprendió el éxito de Podemos en las elecciones europeas de 2014. Refleja el hartazgo al que había llegado la población con el entero arco político de la Segunda Restauración, no sólo con el bipartidismo dinástico. Pensé que iba a haber algo más tradicional y menos fulminante. Los estudios sociológicos empíricos muestran que en las elecciones europeas de 2014 entre quienes votaron a Podemos abundaban los profesionales urbanos y las gentes académicamente bien preparadas, y que era una expresión de la frustración de la “generación más preparada de la historia”. Con el tiempo –¡y sólo ha pasado un año!– su base social se ha ensanchado hacia la población trabajadora asalariada, particularmente a las capas más castigadas por la crisis, y no sólo a las urbanas. Podemos estaría en trance de convertirse en el partido intergeneracional de los más castigados y humillados por la crisis en toda la geografía económico-social del país, y no sólo en una expresión juvenil urbana de la frustración de expectativas; así pues, ¡un potencial electoral inmenso!

La pregunta es, entonces, si el núcleo dirigente original de Podemos que respondía a la base social del Podemos que triunfó en las europeas de mayo de 2014 comprenderá cabalmente y se adaptará a sus nuevas bases, por así decirlo, más plebeyas y más heterogéneas generacional y territorialmente. Son gentes que han demostrado realismo y pragmatismo hasta ahora. Se puede seguramente esperar que la comprensible borrachera del inesperado éxito de mayo de 2014 y ciertos tics adánicos de una nueva generación de izquierda que prefiere olvidar antes que comprender la terrible derrota de la izquierda con que terminó el siglo XX no cegará su visión de las realidades y las necesidades políticas de finales de 2015, incluidas las de sus transformadas bases propias.

Podemos no está sólo en el escenario político español, también hay numerosas fuerzas locales que se han desarrollado, muchas de las cuales se vinculan a Podemos...

El gran debate ahora es el de la llamada “confluencia”: si de cara a las próximas elecciones generales Podemos va a concurrir solo –como resolvieron hacer en plena borrachera de éxito y cuando creían que podían comerse el mundo– o si va a concurrir en listas de unidad y confluencia popular amplia. Las elecciones municipales de mayo 2015 y los extraordinarios éxitos de experiencias de confluencia municipal en las principales capitales españolas parecen avalar la confluencia de todas las izquierdas en las elecciones generales.

Antes de las municipales, pocos pensaban que las izquierdas a la izquierda del PSOE podían triunfar en las principales capitales españolas: Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza, Cádiz, Santiago, La Coruña, El Ferrol, Zamora. Es un fenómeno muy característico de la historia española del siglo XX: los grandes cambios políticos empiezan por las grandes ciudades y con elecciones municipales. Hay que recordar que la Segunda República vino en abril de 1931 porque los partidos monárquicos perdieron unas elecciones municipales aparentemente inocuas. Pero fue tan abrumadora la derrota y estaba tan desgastado el régimen de la Primera Restauración, que Alfonso XIII –el bisabuelo del actual rey, Felipe VI– abdicó y el 14 de abril se proclamaba la República.

El triunfo de las izquierdas confluyentes en las elecciones del 14 de mayo de 2015 ha dado alas a quienes presionan ahora a la dirección de Podemos para repetir la experiencia en las elecciones generales. Aunque también comprendo perfectamente que se resistan a convertirse en “tabla de salvación” de una vieja izquierda tan esclerotizada como acostumbrada a “regodearse en el fracaso”, casi con vocación de pureza perdedora. La dirección de Podemos ha comenzado ya a dejar de lado su adanismo juvenil comprendiendo la realidad histórica plurinacional de nuestro país y mostrando su voluntad de entenderse con otras fuerzas políticas y sociales de izquierda más o menos tradicionales en los territorios con perfil nacional propio, como por ejemplo en Cataluña, Valencia, Gali- cia o Navarra. Y dirigentes tan carismáticos y destacados de esas izquierdas nacionales con los que la dirección de Podemos quiere entenderse –como el veterano Xosé Manuel Beiras en Galicia o la joven Mónica Oltra en el País Valenciano– ya han dejado meridianamente claro que su posible alianza con Podemos pasa por algún tipo de confluencia y unidad popular en unas elecciones generales que se presentan como decisivas para el destino de nuestro país a medio y tal vez hasta a largo plazo.

Si bien la aparición de Podemos ha sacudido la política española y después de las elecciones al Parlamento Europeo en mayo de 2014 se hablaba del “fin del bipartidismo”, el Partido Popular todavía es la primera fuerza política...

A pesar de todo lo que ha caído, de los esperpénticos escándalos de corrupción, de las políticas de austeridad y socialmente inmisericordes practicadas por su gobierno de mayoría absoluta, el PP parece seguir teniendo un suelo electoral importante, en torno al 20-25%.

El estratega del PP es el sociólogo Pedro Arriola, que perteneció al Partido Comunista de España en su juventud. En su momento, diseñó la primera campaña que llevó a Aznar al gobierno en 1996. Su idea básica es que España es un país cuyo electorado está claramente escorado a la izquierda y a la centroizquierda. Siendo esto así, la única forma de que la derecha pueda ganar unas elecciones pasa por deprimir al electorado de la izquierda, es decir, por lograr que se abstengan al menos unos dos millones de votantes de izquierda o de centroizquierda. Para conseguirlo hay que machacar mucho a los socialistas –si es necesario, con críticas demagógicas, como que no defienden suficientemente a los trabajadores– y luego mantener un perfil lo suficientemente derechista como para no deprimir al núcleo duro de sus propios votantes. Pero tiene que ser suficientemente blando como para no provocar al electorado de izquierda y sacarlo de la abstención para entregar un voto útil al PSOE como el “mal menor” frente a una derecha posfranquista irredenta. Así ganó las primeras elecciones el nuevo PP de Aznar, con una abstención enorme dimanante de las mamarrachadas del final de Felipe González. Y las perdió en 2004 cuando, tras repetir una victoria en 2000, esta vez con mayoría absoluta, se puso más bravucón.

Su estrategia de campaña pasa ahora por más o menos pedir perdón abstractamente por lo mal que lo han hecho desde el go- bierno, en buena parte –claro está– por culpa de la “desastrosa situación heredada” del PSOE de Zapatero. También en amagar con un “giro social” ahora que se adivinarían ya los pretendidos “bue- nos frutos” de su demencial política económica procíclica. Pero pasa, sobre todo, por generar miedo y decir que si gana Podemos, o consigue –como en las municipales– resultados que restrinjan a su favor la capacidad de maniobra del PSOE, va a ser el caos total. En este sentido, el fracaso del gobierno de Syriza y la espantosa capitulación de Tsipras les viene aquí de perillas. Y en cuanto al PSOE, no haría falta machacarlo mucho, ya que alcanza con insinuar que no es más un partido “responsable” y que está a merced del nuevo “populismo” y de la “vieja extrema izquierda”, como se habría visto en los emblemáticos Ayuntamientos de Madrid y Barcelona, las dos grandes capitales-escaparate del país.

Hablás de extrema izquierda pero Podemos evitar utilizar la escisión de izquierda y derecha...

Por distintos motivos, algunos de los cuales tienen que ver con su borrachera ganadora tras las elecciones europeas de mayo de 2014, la dirección de Podemos intentó evitar quedar encasillada en un eje tradicional de izquierda-derecha para ocupar lo que ellos llamaron “la centralidad del tablero”. Pero fueron más bien trucos imperitos de mercadotecnia bisoña, que nadie ha parecido tomarse muy en serio, me temo que ni siquiera ellos mismos... Si ves las encuestas, el electorado los ubica muy a la izquierda, a la izquierda incluso de Izquierda Unida.

Podemos pudo hacerse la ilusión de que sus inocentes trucos mercadotécnicos con la “centralidad del tablero” y todo eso le servían de algo, hasta que apareció una fuerza de derecha liberal como Ciudadanos, el “Podemos de derecha” que reclamó famosamente un gran empresario. Se trata de un partido que, nacido en Cataluña hace 10 años, tiene cosas de extrema derecha españolista en la “cuestión territorial”, pero que ofrece ahora, en su reciente extensión al resto de España, una especie de discurso centrista y regeneracionista.

Fracasó relativamente en las elecciones municipales de 2015 en la medida en que, contra muchos pronósticos, ni siquiera consiguió absorber toda la abstención con que un electorado de derecha asqueado del sinnúmero de escándalos de corrupción castigó al PP. Y se ha visto que va a funcionar sobre todo como una muletilla de la derecha corrupta del PP. Sea ello como fuere, su aparición como partido “ni de derecha ni de izquierda”, sino regeneracionista y muy cool, cortó en seco las efusiones “podemitas” con la “centralidad del tablero”. El electorado lo tiene claro: Ciudadanos es de derecha y Podemos, de izquierda. Y lo que se dirime en las próximas elecciones generales no es la ocupación del centro de ningún “tablero”, sino seguramente algo mucho más profundo y delicado: el curso y la orientación que tomará en los próximos años la peligrosa crisis del régimen de la Segunda Restauración borbónica, incluida su fracasada economía de capitalismo de amiguetes políticamente promiscuos.

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La encrucijada española. Del 15-M a la disputa por el poder. Pedro Briege. Capital intelectual.

Notas:

1. El chorizo refiere aquí a un ladrón, y cuando se utiliza esta expresión se juega con el doble sentido: no hay suficiente que robar para tanto ladrón. [N. del E.]

 

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Pedro Brieger

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