Crónicas hiperbóreas
Manolo el del Bombo y la tortilla gigante de Carcacía
El problema es que Manolo se ha clonado en miles de Manolos, que también participan del nacionalismo y entienden la política como un enfrentamiento futbolístico, sin tener en cuenta que los partidos acaban a los 90 minutos, y la vida no
Xosé Manuel Pereiro 29/09/2017
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Estamos en el tiempo del descuento de la cosa catalana, antes de la prórroga-bucle que se avecina y a la que es duda que logremos sobrevivir. Antes de perder la cordura (la mía) o como primer síntoma de ese proceso (también me refiero al mío), quiero confesar que a mí todo esto me recuerda dos cosas: a Manolo el del Bombo y a la tortilla gigante de Carcacía.
Manolo el del Bombo (en la vida civil Manuel Cáceres Artesero, San Carlos del Valle, Ciudad Real, 1949), alicatado él y el instrumento que lo caracteriza con los colores nacionales, ha estado en nueve Mundiales, siete Eurocopas y lleva animando desde los 33 años unos cuatrocientos partidos de la selección de la Federación Española de Fútbol, aka España o La Roja. Manolo ha hecho de su afición su oficio y su vida. Literalmente, porque el andar de grada en grada, cual mirlo patriótico, le costó su primer matrimonio y cuatro hijos ―se encontró la casa vacía al volver de un partido― y también el segundo.
La tortilla gigante de Carcacía es una de esas celebraciones que sirvieron de inspiración al anuncio del lavavajillas que enfrentaba a los de Villarriba y Villabajo. En 1987, en esta parroquia de poco más de 700 habitantes, perteneciente al ayuntamiento coruñés de Padrón, decidieron ocupar el tiempo libre, retarse a sí mismos y atraer la atención ajena perpetrando una tortilla en una sartén de tres metros de diámetro, en la que utilizaron unos 5.000 huevos y una tonelada de patatas. Conseguidos los tres objetivos, continuaron desde entonces.
Nótese que Manolo empezó a tocar el bombo cuando la Constitución no había cumplido los cinco años, y a su vez los de Carcacía no esperaron después más de otro lustro para comenzar a aterrorizar a las gallinas de la comarca y echar mano de una grúa para darle la vuelta a su obra. Es decir, las tres epifanías se sucedieron sin conexión aparente, pero con periodicidad regular, y las tres con esfuerzo y no pocos sacrificios. “Lo que llamamos casualidad no es ni puede ser sino la causa ignorada de un efecto desconocido”. Voltaire no creía en ella y yo tampoco. Ambos fenómenos, el bombo y la tortilla, son productos perfectos de la Transición. Manolo, su bombo y su afición son, más que la metáfora, la cara amable, contenida y pública, aunque inevitablemente casposa, de la dosis de nacionalismo español que se consideraba políticamente correcta después del empacho franquista (tirantes de Fraga aparte, pero eso era política). Los constructores de tortillas eran el ejemplo perfecto de la sociedad que se autoorganiza, ante la ineficacia de las instituciones, para conseguir objetivos comunes, aunque raquíticos en el fondo.
El españolismo empezó a ser promovido modernamente, para sustituir a la vieja fidelidad a la Corona, por la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Primo Senior, a la sazón capitán general de Cataluña (sic), declaró el Estado de Guerra el 14 de septiembre de 1923. El día 15 se constituyó el Directorio Militar (el gobierno). El 18 se disolvieron las Cortes y se dictó un decreto que prohibía cualquier otra lengua que la castellana y otra bandera que la española. Las prioridades las tenían claras. Mi parte preferida del Manifiesto golpista: “Este movimiento es de hombres: el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada que espere en un rincón, sin perturbar los días buenos que para la patria preparamos”. Me parece que aquí cuadra perfectamente eso de “con un par de pelotas”, y también creo que estaba claro que la cosa se reencarnaría, en forma de comedia, en lo futbolístico. Incluso en el reciente videoclip aleccionador del PP se puede comprobar que las manifestaciones de españolía son consecuencia, mayoritariamente, del tino de unos mozos en manejar un balón.
El españolismo empezó a ser promovido modernamente, para sustituir a la vieja fidelidad a la Corona, por la dictadura de Miguel Primo de Rivera
Por su parte, la tortilla de Carcacía, que llegó a ser récord Guinness, era una más, y desde luego no la más apetecible, de las 476 fiestas gastronómicas registradas en Galicia (lo que no quiere decir que en las otras mil y pico se pase precisamente hambre). También una más de las muchas liturgias culinarias del exceso ―las paellas gigantes, los bocadillos kilométricos― que se prodigaron por toda la geografía y la sociología españolas en pleno “enriqueceos” felipista. La versión popular de la vida dorada de la beautiful people, una celebración de la abundancia y una demostración de que la ancestral penuria estaba muerta y enterrada. Pero sobre todo era un canto de orgullo local, un “yo la cocino más grande”.
El problema es que Manolo, un hincha que prefiere la selección a la familia, se ha clonado en miles de Manolos, vestidos más o menos como él, con o sin bombo, que también participan del nacionalismo que bebe de las fuentes intelectuales de la Enciclopedia Álvarez y entienden la política como un enfrentamiento futbolístico, sin tener en cuenta que los partidos acaban a los 90 minutos, y la vida no. Y que las sociedades civiles ya son mayorcitas para seguir soportando la miopía y la ineficacia de sus clases dirigentes ―a las que por cierto eligen, eso sí, convenientemente pastoreadas― y quizás el problema sea que el sistema político vigente se ha quedado varias tallas pequeño y aprieta por donde no debe. Pero de momento lo que se transmite urbi et orbi son los Manolos y la tortilla.
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Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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