Tribuna
Crónica de una chimenea
¿Cómo sería nuestra vida en Madrid o Barcelona? ¿Cuáles serían allí nuestras palabras? Porque al contrario de lo que se dice, la palabra tiene la virtud de distanciar
Toni Ramoneda 11/10/2017
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Hace ya mucho tiempo que vivo en una ciudad que no está en España ni tampoco en Catalunya. Estamos exactamente a 637 kilómetros de Barcelona en dirección noreste y a 1224 de Madrid. Dicen que esta distancia se ha ido acortando con los vuelos diarios de las compañías de bajo coste, con el tren de alta velocidad, con las redes sociales, con los medios de comunicación, y que seguirá así, reduciéndose. Por algo lo dirán, pero yo creo que mientras haya palabras seguirá habiendo distancias. Yo soy de Barcelona y mi compañera es de Madrid y de Belgrado ¿Te imaginas que te encuentres de repente con que tus dos países de nacimiento ya no existen? Le pregunto. Vivimos en la distancia y de vez en cuando nos preguntamos también si sabríamos vivir sin ella. ¿Cómo sería nuestra vida en Madrid o Barcelona? ¿Cuáles serían allí nuestras palabras? Porque al contrario de lo que se dice, la palabra tiene la virtud de distanciar. Suspende las caricias y también los golpes: es difícil amar hablando así, como es difícil pegar charlando.
Por eso me fijé en la chimenea del edificio de enfrente. Por las palabras.
Vivimos en un segundo piso con techos tan altos que parece un cuarto así que por el salón hasta nos entra el cielo. Y sí, a veces le entran a uno ganas de asaltarlo. Aquí, en este barrio, en estos pisos que ahora están remodelados, vivían en el siglo XIX muchos obreros textiles de la seda que necesitaban techos altos para sus telares. Se rebelaron contra sus patronos cuando éstos se negaron, en virtud de los principios constitucionales de la república francesa, a aplicar una ley de fijación de precios. Claro, decían los fabricantes y empresarios de la seda, ¿a quién se le ocurre hacer una ley contraria a los principios revolucionarios de no intervención del Estado en las relaciones de trabajo? Los obreros, estos que antes de serlo habían escrito en mármol la no intervención del Estado, sólo que donde decía Estado querían decir aristocracia, pero claro, escribieron Estado, que quedaba más moderno y así también pudieron ser ciudadanos y luego convertirse en obreros y vivir en edificios como el mío, de tejado rojo y chimeneas de ladrillo. Estos obreros, otrora ciudadanos y antes populacho, olvidaban que su ley fundacional les protegía y les unía. De recordárselo se encargaría el ejército, que para eso está, claro.
La chimenea que vemos desde el salón es más bien pequeña.
Decidí fijarme en ella el 11 de septiembre de 2017 a las nueve y cuarto de la mañana. El cielo era blanco y de un gris oscuro. Dos antenas, una analógica y otra parabólica enganchadas al conducto enladrillado parecían escaparse como en otros tiempos lo haría el humo. Ninguna de las dos llegaba sin embargo a rasgar las nubes. Diría que avanzaban hacia el este, las nubes, claro, porque las antenas no se mueven, una erguida como un mástil y la otra orientada hacia el sur este. Tanto relucía sobre ellas el negro como el blanco. Las persianas en los pisos altos del edificio permanecían bajadas, recuerdos del verano caluroso que cierra puertas y ventanas. Los colores de la ciudad tamizaban la fachada. Ningún pájaro en el cielo. Barcelona iba a llenarse de gente esa misma tarde. Todos tan organizados como siempre, tan obedientes en la desobediencia. Maravillosa servidumbre voluntaria a las exigencias de la imagen planetaria.
Pero esta vez decían que iban a votar.
Al día siguiente la chimenea es roja, el cielo azul, dos nubes ligeras y delgadas. Pequeños rasguños grises mezclados a reflejos blancos y algunos puntos azul marino. Me doy cuenta de que la nube (de hecho es sólo una) desaparece y se precipita en la noche. Son ya las 7h25. La pared que sostiene la chimenea es de un ocre ennegrecido, cuelgan por ella los cables blancos de la antena. A las doce y cuarto de la noche no se ve la chimenea pero se intuyen las antenas. Una línea clara sobre el cielo azul acharolado. La pared parece grisácea por la parte que toca a la fachada y más bien negra al fondo. Se diluye así la perspectiva. De la calle sube la luz naranja de las farolas y del cielo sólo queda la negrura.
A las once y veintitrés de la noche, con la luz del salón encendida, la chimenea es la sombra de un recuerdo y el cielo una intuición. Sólo los marcos blancos de las ventanas parecen surgir de la fachada oscura. A las siete y cuarto de la tarde, una línea trazada por el sol parte en diagonal la cabecera de la chimenea y parece que la empuja hacia el cielo, de un azul mate, sin brillo, por el que circulan con cierta rapidez los restos de unas nubes que transportan los colores de alguna contaminación no tan lejana. El frío que entra por la ventana, abierta porque todavía estamos en verano, me hace pensar en que la chimenea que el sol ha enrojecido es cálida y acogedora. Azul como una chimenea naranja está el cielo a las cinco y treinta y seis de la tarde. Blanco y gris, una bóveda sobre la chimenea casi roja. A las 4:57 el cielo se ha vuelto de un gris claro iluminado por el sol. La chimenea brilla. Parece mentira todo lo que ocurre en un cielo en apenas diez minutos. Y luego todo deja de ocurrir. Son las 21:27, la pared es negra y la chimenea también, allí en su parte izquierda y a las once el mismo cielo la cubre con manto negro. Los jueces españoles han mandado detener a algunos miembros del gobierno catalán. No por ser del gobierno catalán son menos españoles, claro, sino no podrían detenerles, pero es lo que ocurre cuando uno se salta la ley, dicen.
Nos acercamos a las urnas. Preparen a los mártires.
Ha llegado el otoño. La lámpara se refleja en los cristales. Chimenea de Edison que la noche esconde detrás de las cortinas. Una ventana aparece abierta. El cielo lechoso está más lejos que los otros días. Son las cinco y media de la tarde. Me doy cuenta de que la chimenea parece algo achatada. Una paloma se posa sobre la antena. Oigo el motor de un coche que acelera y la melodía de un piano que atraviesa las paredes. Qué radical inmovilidad la chimenea, hoy roja, bajo un cielo añil, a las siete y siete de la tarde. Desaparece detrás de las luces de la casa cuando oscurece fuera. Una señora muere en Belgrado y nace el recuerdo de una niña que jugaba a depilarle las cejas. Las nueve y media. Perlas negras sobre cielo blanco. Recuerdos de un humo que llenaba de hollín las piedras. Entonces la lluvia debía de ser algo muy serio y los obreros lograron rebelarse y tomar el poder en la ciudad. Luego llegaría el ejército y con la legalidad restablecida se mantuvo el principio revolucionario del comercio libre.
El Estado español manda la guardia civil a Catalunya, de crucero, eso sí.
Un camión enorme, de color rojo y extraños instrumentos, amenaza con obras demenciales. La chimenea en cambio se esconde bajo la noche cálida. Por la mañana, mientras al camión le ha crecido un tubo metálico de cuya boca sale una llama para quemar el gas de las canalizaciones que se reparan, la antena parabólica produce una sombra circular sobre la cara más estrecha de la chimenea que contemplo cada día, y que ahora, a las dos y diez del mediodía (y de la tarde de este país) es de color naranja bajo un cielo azul y acogedor. Vuelve a ser de noche. Las doce. Negra la chimenea roja bajo el cielo. ¿Roja? No sé, porque el color es luz.
Y de noche la luz esconde los colores.
A las siete y diez de la tarde la chimenea vuelve a ser roja e inequívoca. El cielo de un azul difuminado y a ratos blanquecino. Son ya las doce y veintiocho de la noche. Percibo una mancha blanca en el lugar en el que debe estar la chimenea. Sigo lejos de Barcelona y de Madrid y de Belgrado. Tal vez debía haber ido a votar “no” para pedir el voto, la voz y la palabra, pero eso ya no importa.
La chimenea es de un rojo metálico y frío a las cinco y veintisiete, bajo un cielo gris y punteado de azules agujeros.
Es domingo.
Han votado y han pegado.
Y siguen. Y seguirán.
Pero seguirá también la chimenea, allí, al otro lado de las ventanas.
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Toni Ramoneda es Doctor en CC. de la Comunicación y miembro del equipo de investigación Adcost de la Universidad de Besançon.
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