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¿A qué sabe la guitarra de Pepe Habichuela?
Sus pulsaciones tienen un espectro grueso, hondo y liberado, exactamente como el cielo de Granada, que está muy alejado del suelo. Esta sensación la respaldan sus rasgueos trepidantes, con el índice y el anular batiéndose por tangos como caballos enojados
Esteban Ordóñez 25/10/2017
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Para hablar de Pepe Habichuela (Granada, 1944) hay que encontrar la puerta de acceso a una gruta de 60 años de historia flamenca, y a partir de ahí recorrerla con los sentidos bien lavados. El reto, aquí, es descifrar el olor de su toque, el sabor, el tacto; porque lo relevante de la música casi nunca es lo que se oye sino la sinestesia que enciende: esa pirotecnia neuronal que convierte los trémolos en especias o los alzapúas en humaredas. Damos una vuelta a su discografía y encontramos la entrada en los primeros veinte segundos de El Dron. Es una de las falsetas más flamencas que se han tocado nunca. Escuchadlo, veréis cómo se abre: es un portón hecho de maderos claveteados y tiene un aldabón cubierto de polvo de siembra. No da a ninguna estancia: está en medio del campo y conduce al campo, pero te cambia la forma de mirar. Al fondo, dicen, está Granada.
Los artistas flamencos viven de pleno derecho al otro lado de esa puerta, e insisten en que la idea de que la ciudad mora habita dentro de la caja de resonancia del Habichuela. Estrella Morente, que ha estado siempre cerca del genio, lo afirma: “El toque del tío Pepe sabe a Graná, a habichuelas con hinojos, a miel de la sierra, al agua fresquita que baja de la fuente del Avellano y a paseo por los bosques de la Alhambra”. Su guitarra, hoy todavía, resucita letras de Enrique Morente: “Yo canto para que me se vayan las fatiguillas y las penas”. Despegando es uno de los grandes monumentos de la discografía del Ronco del Albaicín, y no habría sonado igual sin las cuerdas de un Pepe Habichuela que no acompaña al cante sino que le responde. El jerezano Manuel Valencia, un tocaor elástico, encuentra un gusto parecido: “El toque de los Habichuela en general, y el del tío Pepe en particular, huele y sabe a Granada, al Generalife, a ese embrujo que tiene la acera del Darro cuando miras hacia arriba y ves esa maravilla del mundo que es la Alhambra; está impregnado de ese aroma a historia viva”. Por su parte, Curro de María, que suele entrar en las malagueñas como si Antonio Chacón le pusiera una mano en el hombro, se expresa con más concisión: “Me sabe a pan y me huele a tahona”.
Es la Granada donde un Pepe Habichuela niño aprendió la taracea junto a su tío hasta un día en que se hirió en un dedo con el punzón y se escapó a tocar la guitarra --al poco, aparecería en la capital sin equipaje, con un traje echado al hombro, unos zapatos y una tortilla de patatas--. Es la Granada donde en los años 20 y 30 su abuelo Ico (Habichuela el Viejo) se ganaba las habas junto a su tía Marina.
Pepe posee un toque muy identitario y pegado a la tierra, es cierto, y por eso a los foráneos nos trastorna igual que una especie que se cuela en otro ecosistema y se expande sin pausa; por eso, nos desata alucinaciones y delirios… Madrid tiene playa si se la pasea con Habichuela en los auriculares; y a Alicante, ese secarral, le nace río y hierbabuena; y a las llanuras de la Mancha, se le abren cuevas.
Sus picados especialmente prietos tienen dos orígenes posibles: o gasta un nailon más duro que el del resto de guitarristas o sus yemas, en vez de carne, están compuestas de cerámica
¿Dónde se esconde el secreto de esa personalidad tan marcada? Como nos dice su hijo, Josemi Carmona, “tiene unas características en su sonido, su rasgueado, su forma de tocar por seguiriyas y por soleá; enseguida sabes que es él, no lo confundes con otros, y eso es una cosa muy bonita y muy difícil de conseguir”. Hay que haber visto y oído horas de canciones y de vídeos para, poco a poco, detectar las claves y los patrones de su misterio. Aunque lleve cejilla, la guitarra de Pepe se siente siempre como si la tocara al aire. Sus pulsaciones tienen un espectro grueso, hondo y liberado, exactamente como el cielo de Granada, que está muy alejado del suelo y deja un espacio enorme para que corra el viento y oxigene las torres y la cal de las fachadas. Esta sensación la respaldan sus rasgueos trepidantes --el índice y el anular batiéndose por tangos como caballos enojados--. Sus picados especialmente prietos tienen dos orígenes posibles: o gasta un nailon más duro que el del resto de guitarristas o sus yemas, en vez de carne, están compuestas de cerámica.
Josemi Carmona se recuerda sentado jugando al scalextric en el estudio de su padre mientras, de fondo, sonaba Chick Corea, John Williams, Marchena, Sabicas, Niño Ricardo, las Grecas... “Ese era el fondo mío, muy variado. Yo creo que él tiene la culpa de que yo esté abierto a otras músicas. Él tiene la culpa del sonido Ketama, nos inyectó la inquietud a Juan, a Antonio y a mí. Él es el responsable de que empezáramos a meternos en líos”. A Carmona le entusiasma pasear por Granada con él: “Es volver a su punto de partida, se ve cómo le cambia el gesto, cómo se siente orgulloso de su tierra”. “Es mi maestro en todo --continúa--, mi maestro en la vida. Nunca me ha impuesto nada, me ha motivado de una manera indirecta a fuerza de ponerme cosas y tener mucho sentido del humor. Empecé a tocar con tres años y todo lo que he aprendido se lo debo a él”.
A Mandeli, Habichuela en Rama, Yerbagüena (una mixtura con música india) o Hands (con el bajista Dave Holland)… Habichuela ha publicado una obra concisa como solista en la que no ha pretendido mostrar más de lo que siente. No se encuentran artificios ni presunciones. Su discreción y su respeto al arte lo convierten en un flamenco taoísta: no gasta en balde, solo dice lo que merece la pena decir. Sobre su sello, Curro de María cuenta que quedó impregnado por su flamencura: “Esas falsetas tan cantadas, tan entendibles al oído”. Para Manuel Valencia, “sin perder un ápice de preciosismo y de virtuosismo, es un toque reposado, con gusto y con una sabiduría de la que hay que aprender”. “El toque del Tío Pepe --explica Valencia-- hay que tenerlo muy en cuenta a la hora de acompañar al cante; en particular, me quedo con su toque personalísimo por soleá”.
Habichuela tiene 73 años. La edad en los guitarristas hay que captarla también con los ojos cerrados. Es una vejez discreta: un aflojamiento en algunas notas, algunas pulsaciones rozadas en el bordón y poco más. Hay belleza en ello. Esa es la huella de la edad, la arruga del toque tras la que vuela todavía el eco de los jóvenes años 70 de Madrid. El maestro es uno de los últimos representantes de una época dorada del género en la que él, en palabras de Estrella Morente, “contribuyó a la libertad de expresión y de la propia fantasía de la guitarra”. Abrió camino y los jóvenes lo reconocen. Manuel Valencia habla de un legado: “Gracias a gente como él, el flamenco está hoy en día en los mejores teatros del mundo. La gente de mi generación se ha beneficiado del camino que han recorrido estos pedazos de artistas que casi nos lo han puesto en bandeja”. Consiguió ni más ni menos que multiplicar el pan para los artistas que estaban por llegar.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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