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No me gusta el futbol. Preferiría que sí, pero es lo que hay: me aburre. Si quedo para verlo con amigos, básicamente, yo voy a beber y a comer cacahuetes, y acabo con la boca en salazón, muerta como una mojama, y mientras tanto paso dos horas rascándome cosas, desorientado como un mono en un zoo o un ministro. Pero esto me aporta distancia al valorar la cultura futbolera y advertir, ahora con el potingue catalán sobre la mesa, que cada hinchada es una nación y viceversa.
La primera conclusión es que hay aspectos absurdos. No el juego en sí, que está bien: los jugadores corren, se divierten, se abrazan; el balón es bonito, suele tener un diseño bastante majo; el césped es una maravilla; y el banderín de córner parece un accesorio de algún pack de Playmobil, cosa que a muchos nos llena de nostalgia infantil. Lo absurdo está, más bien, en la construcción social, mediática y sentimental de la cosa.
La gente es de un equipo, y lo es hasta la muerte. Pero a lo largo de una vida cambian todos los jugadores varias veces, los entrenadores, los directivos. El campo se mantiene más tiempo, pero si el equipo se mueve, el fervor se va con él. ¿De qué se es entonces? ¿Cuál es el valor supremo, el asidero que justifica que cada semana uno se tome a lo personal las derrotas y los éxitos? Probablemente ninguno. Por eso hace falta una bandera y unos colores, para aportar materialidad a lo que no existe.
Por eso, también, no se respeta a los chaqueteros (la propia palabra es peyorativa, como ahora equidistante), se les considera futboleros de baja intensidad: un chaquetero entiende que es solo un juego, y eso resulta intolerable. Un sistema entero, una industria, depende de que se crea en inconsistencias. Sin esa traducción amorosa del asunto, el seguimiento caería.
Para construirlo en su inmensidad actual hacen falta medios que inventen mitología y sobredimensionen, por ejemplo, el papel de los aficionados. Al final, ocurren cosas tal que estas: una oleada de indignación cuando se pilla a algún jugador de fiesta (lo que implica reír, disfrutar, bailar) después de la derrota de su equipo. Parece que el sentido trascendente está más desarrollado en los hinchas que en los propios futbolistas: ellos están dentro y saben que, en el fondo, solo se trata de un oficio (millonario, eso sí).
Los aficionados van muchas veces a la salida del autobús a quejarse en caso de derrotas continuadas. Si les enchufan la alcachofa se oyen cosas como “están ahí por nosotros”. ¿Seguro? ¿Es la hinchada la que levantó el imperio o el imperio el que se inventó la masa al nivel que existe hoy? Un contenido simbólico a tan gran escala y tan sostenido requiere recursos, marketing. ¿Y las naciones?, ¿las crea el pueblo o los poderes? A lo mejor convendría recordar que el tamaño de los países dependía de con quién se encamara el rey, es decir, el propietario.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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