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Parece que hay cosas que son de reloj y calendario. Que ya a ciertas edades los escritores se tienen que enfrentar con esas casas grandes, ahora un poco sobrantes, con esas bibliotecas en las que han invertido trabajo, dinero y tiempo, con todo ese arte en el que han creído y del que una muestra cuelga en las paredes. Y no te digo nada de los papeles. Los papeles. Quiero decir fotos, cartas, diarios, agendas, recortes de prensa… hasta viejas facturas, billetes de aviones ya volados, entradas de teatro, programas de cine. Cierta edad, digo. Y toda la vida ahí.
Me impresiona de Alberto Manguel la meticulosidad con la que prepara la maldita mudanza. ¡Envuelve cada libro!!! Y no son uno ni tres…. No, el mimo de su mudanza no tiene mucho que ver con la mía, y me admira
Digo que debe ser cosa de calendario porque me vienen a las manos dos libros de dos de mi generación, escritos, sentidos, referidos a sendas mudanzas. Mientras embalo mi biblioteca, de Alberto Manguel, traducido por Eduardo Hojman (Alberto escribe en inglés aunque su castellano de porteño es perfecto: cosas de una biografía nómada, la del actual director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires) y El joven sin alma, subtitulado Novela romántica, de Vicente Molina Foix. Y los devoro, los dos, cuando estoy sobreviviendo a una doble mudanza, a sus flecos y vanidades, y ando tan revuelta como ellos, y quizá de las dos maneras distintas en que han reaccionado, por decirlo así, a la terrible circunstancia de ese desenvolverse de tu vida delante de tus ojos curiosos y agobiados a partes no sé si iguales.
Mientras embalo mi biblioteca (Alianza Editorial) consta de nueve de lo que Manguel llama digresiones. Se trata de comentarios a partir del encuentro con esos libros, esos tesoros que vuelven desde el olvido de los años en los anaqueles. Todo el sentido de la biblioteca propia se revela en una mezcla de sorpresa y memoria, donde cada libro, unos más privilegiados que otros, pero todos desvelando ese valor añadido que les otorga aquel papel que tuvieron en tu biografía. Porque los libros nunca llegan ni pasan en vano. Yo solía decir que por las noches, mientras dormimos los humanos, ellos hacen cositas, y se reproducen silenciosamente. Si no, cómo explicas las pilas y las pilas….Hacen cositas y charlan. Y creo que Alberto Manguel ha pillado algunas de esas silentes conversaciones, esas relaciones inauditas entre unos libros y otros. A veces porque resultan estar juntos en la estantería, otras muchas porque se tropiezan en tu memoria. Es ese cúmulo de referencias en las que unos libros contienen tantos otros y a la vez son germinales de otros nuevos. Y de eso va, además del golpe autobiográfico muy sutil, casi oculto, Cuando embalo mi biblioteca.
Me impresiona de Alberto Manguel la meticulosidad con la que prepara la maldita mudanza. ¡Envuelve cada libro!!! Y no son uno ni tres…. No, el mimo de su mudanza no tiene mucho que ver con la mía, y me admira. Pero si me reconozco en esa revisión de los títulos, en esa presencia poderosa de los maestros. Y me emociona cómo de esas impresiones, a veces comentadas, mientras embalas la biblioteca, surge un libro delicioso. Pero claro, ese es el fruto de una escritura jugosa, cultísima sin agobiar, con golpes de humor cuando hacen falta. Y deliciosa. Y de ese amor a los libros que Manguel ha demostrado sobradamente.
El enamoramiento apasionado de Terenci no nos extraña a quienes tuvimos la suerte de disfrutar de su amistad. Terenci era, además de divertido y lleno de recursos, además de arrollador, un hombre de una generosidad en sus afectos muy poco común
Y, además de libros –y de objetos, y de muebles y de ropa- en las mudanzas hay papeles. En El joven sin alma (Anagrama), Vicente Molina Foix se ha encontrado, en su mudanza, con dos carpetas germinales que ocupan la última parte del libro, y que, de ser “realidad” (las comillas son de Cabrera Infante) y no ficción, que después de todo el niño desalmado se presenta como una novela, serían el desencadenante de la escritura, el abrememorias, y el elemento aclarador de toda la historia. Pero no se les ocurra leerlas antes de todo lo demás, porque no entenderían nada. Y en este libro hay mucho que entender. Porque propone muchas lecturas, además de esa novela romántica que también es. Por ejemplo, hace una lectura de su generación, y de ese momento digamos prenovísimo, de justo cuando se fragua la célebre antología de Castellet. Pero no le interesan a Vicente Molina las maniobras literarias, que las hubo, sino esos movimientos del alma, esos amores y amistades particulares que cruzaron a un pequeño grupo de escritores todavía en ciernes en Barcelona y en Madrid. En concreto el que formaban, en torno a Film Ideal, la revista de cine, Terenci Moix (entonces Ramón), Pere Gimferrer (todavía Pedro) Ana María Moix, y el propio Vicente, y luego Guillermo Carnero y Leopoldo María Panero.
El enamoramiento apasionado de Terenci no nos extraña a quienes tuvimos la suerte de disfrutar de su amistad. Terenci era, además de divertido y lleno de recursos, además de arrollador y muy muy fascinante, un hombre de una generosidad en sus afectos muy poco común. Esa historia amorosa disimétrica, la que mantuvieron Terenci y Vicente, es el núcleo del libro. O uno de ellos. Porque la especial amistad de todo la “banda que no existió” pero que sí existió; el rol de la Única Chica, la Nena, de la que todos estaban enamorados pero que no se sentía deseada; esas ganas de vivir a tope y de investigar sin red los laberintos de la sexualidad, de la escritura y del compromiso político, y, sobre todo, esa intensa voluntad literaria, además de conmovedores son muy aclaradores de lo que fueron aquellos años. Desde mediados los sesenta hasta recién empezada la década de los setenta. Franco imperante, y se nota.
Hay otras historias amorosas, por así decir, de Vicente, que Vicente cuenta. Con mujeres y con varones. Curiosamente, parecería que él se deja querer en las más importantes y en las otras. Y hay un cierto desgarro, patente en el propio título, patente en el subtítulo, hay un desgarro terrible en la distancia que el que narra finalmente un capítulo iniciático de su vida, y desde la edad madura, pone entre él y el que fue.
Naturalmente, hay personajes que quedan un poquito así, por ejemplo, Gimferrer, el gran manipulador, el Bretón de ese grupo, y no es algo que se me haya ocurrido a mí. Hay algunos anacronismos, por ejemplo, cuando se refiere a cierto abrigo de zorros. Me pregunto, a partir de mi propia biografía y sin que me sorprenda la crudeza de estas memorias que serían una novela si no fuera por las cartas y porque conocemos (hemos conocido) al autor y a los protagonistas, y sin que me sorprenda esa crudeza que ya probó en El invitado amargo, el libro al alimón con Luis Cremades, en el que cuentan su historia mutua y varias más, me pregunto, digo, qué se esconde detrás de Vicente Molina Foix. Porque el que yo conozco no es un hombre sin alma.
Pero todo esto venía a cuento de las mudanzas, y de dos maneras de enfrentarse con ellas. Una, levantando literatura y referencias literarias al hilo de los libros literalmente empaquetados. La otra, dejando que libros y cosas, y papeles, abran cortinas en la propia vida, en la memoria del que se cambia de casa. Con las dos me estoy enfrentando. Ojalá la mudanza me resultara tan fértil.
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Autora >
Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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