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TRIBUNA

Los costes de la unilateralidad, la persistencia del independentismo

Nos acercamos a una situación en la que Europa vuelve a aparecer como remedio a la falta de inteligencia política del gobierno central y los poderes que lo sostienen

Ander Errasti 15/11/2017

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Dada la aceleración y multiplicación de elementos en juego a la que estamos asistiendo, resulta difícil plantear un análisis sereno que no deje al margen aspectos relevantes o plantee una interpretación parcialmente sesgada de los acontecimientos. Sin duda este artículo no escapa de esos defectos. Sin embargo, las circunstancias hacen más necesarias que nunca dos cuestiones: la defensa tanto de matices o dudas, como de planteamientos que, por más comprometidos que puedan ser, mantengan las formas necesarias para una deliberación cívica. Este artículo aspira, sin pretensión de exhaustividad, a contribuir a ese debate y tratar de entender mejor una parte de lo que pueda estar ocurriendo en Catalunya y en el conjunto del estado. Es extenso, sin embargo, porque aun incluyendo visiones marcadas por la ideología, su objetivo no es defender una idea/opinión, sino contribuir a que la ciudadanía se forme la propia (de ahí la inclusión de múltiples hipervínculos). Lo hace partiendo de un hecho: desde el 27 de septiembre del 2015, cuando las fuerzas políticas partidarias de la independencia perdieron el plebiscito, pero ganaron la mayoría parlamentaria, el independentismo ha centrado su estrategia en explorar la vía de la unilateralidad. Lo ha hecho, además, cargándose de razones que pudieran amparar la legitimidad democrática de esta vía, fijando el referéndum del 1 de octubre como hito fundamental de su estrategia. Esta opción promovida por la mayoría parlamentaria partidaria de la independencia se justificaba en tres pilares frecuentemente olvidados en el debate público: 

(1) Las múltiples crisis (económica, cultural, política) que vivimos desde el 2008 han llevado a la politización acelerada de una parte sustancial de la sociedad catalana. Una transformación que, además, venía fraguándose desde la década de los 90. Esa politización ha llevado a la parte más activa de la ciudadanía catalana a desarrollar y reivindicar un modelo social y democrático que a todas luces requiere de una profunda transformación institucional. Prueba de ello serían las nuevas dinámicas de interacción público-privadas; la porosidad de las instituciones públicas a la hora de implementar la innovación y el conocimiento basado en evidencia proveniente de la esfera académica; el impacto y capacidad transformadora de multiplicidad de movimientos asociativos horizontales y heterogéneos; la radicalidad de la distribución pluralista del poder político entre los distintos ámbitos institucionales en la comunidad (con especial énfasis en el auge del municipalismo); o una aspiración de consensuar un estándar democrático más elevado que el promovido desde la transición (en términos de hospitalidad, rendición de cuentas, tolerancia/civismo, participación ciudadana, igualdad de género, derechos de los animales o memoria histórica). No todos los actores que participan de ese proceso de cambio son partidarios de la independencia, ni siquiera están restringidos al ámbito territorial catalán. Sin embargo, parece razonable pensar que en el caso de la ciudadanía catalana quienes promueven la transformación sí que son partidarios – de forma más o menos explícita – de reclamar la autonomía necesaria para dar cauce a sus aspiraciones. Se trata, en definitiva, de una transformación que, si bien no debe llevar a ignorar la existencia en paralelo de dinámicas, actores y estructuras resistentes al cambio, así como de dudas y objeciones teóricas razonables, no debiera obviarse en un contexto democrático.

(2) El reclamo de esa transformación ha llevado a la reconfiguración del sistema de partidos, que posiblemente continúa en proceso de definición. En una sociedad que históricamente ha mostrado un profundo pluralismo ideológico, con el consiguiente reflejo en la pluralidad de partidos políticos, resulta particularmente destacable, por su trayectoria y relevancia históricas, la erosión de dos de las corrientes fundamentales en la estructuración política catalana: el nacionalismo/comunitarismo y el catalanismo. El primero está viéndose forzado a replantear los fundamentos para la cohesión de una comunidad política eminentemente cosmopolita o cosmopolitizada. Las referencias históricas, lingüísticas o culturales, pudiendo tener bases tan verosímiles como controvertidas y siendo relevantes para explicar el actual contexto político catalán, ya no sirven para definir la nación o comunidad política catalana. Por el contrario, parece imperar la idea del carácter instrumental y pragmático al que debe aspirar el nacionalismo del Siglo XXI, alejado de cualquier pretensión esencialista, excluyente u homogeneizadora. Una transformación que está en marcha ya sea por convicción, por oportunidad o como consecuencia de la pérdida de credibilidad del nacionalismo tradicional resultante de los casos de corrupción en los que se ha visto implicado. En el caso del catalanismo, teóricamente partidario de un acomode federal de Catalunya en el estado, la incapacidad de dotar a sus discursos federalistas de un poso de viabilidad práctica/instrumental les ha llevado a posicionamientos difícilmente coherentes con su trayectoria. No en vano, refleja al menos dos paradojas: (1) enarbolar la bandera de la defensa de la democracia legalista justificando actuaciones que, además de estar lideradas por un gobierno que ellos mismos cuestionaban por las sospechas delictivas que les rodean, parecen atentar contra el correcto funcionamiento del sistema democrático y (2) plantear el conflicto en términos (casi) estrictamente identitarios, sumándose a un nacionalismo estatal que no solo ignora o rechaza las transformaciones que observamos en la sociedad catalana (probando, una vez más, que continúa anclado en planteamientos más propios del Siglo XX) sino que, además, parece primar la unidad de destino nacional (española) frente a cualquier otra consideración.

(3) En lo que respecta a la independencia, la convicción profunda (épica, por momentos) de estar amparados por la legitimidad democrática de su reivindicación, así como de la bondad de los medios que pretendían utilizar para tales fines, ha marcado el devenir de los acontecimientos. Más allá de los graves, y en algunos casos políticamente reprobables (como el procedimiento parlamentario del 6 y 7 de septiembre o la votación de la república del 27 de octubre), errores estratégicos, la reivindicación de la independencia no es ilegítima en sí misma. Tampoco lo es querer alcanzar ese objetivo a través de un referéndum. Se puede considerar que ni el fin (independencia) ni el medio (referéndum) son óptimos, incluso que no proceden, pero no que sean ilegítimos. Amparándose en esta convicción, el independentismo ha pretendido enfrentarse a un Estado y estructura de estados-nación que negaban la legitimidad de ese fin y, por tanto, el propio medio. He ahí el principal error de la posición independentista: haber considerado que la vía unilateral podía materializarse sin una confrontación directa con el estado en la que se ponderan costes, no principios o legitimidades. Si los costes de la confrontación se vuelven inasumibles para la comunidad internacional (como sería el caso de una escalada violenta por parte del estado con riesgo de víctimas mortales), efectivamente el derecho de causa justa podría terminar amparando la secesión unilateral. Sin embargo, por más que nos podamos oponer a la cerrazón ejercida por los poderes del estado (que trascienden al Partido Popular) desde el 2006, resulta razonable afirmar que el nivel de bienestar actual de Catalunya difícilmente justificaría forzar esa vía: sin restar valor a la reivindicación, el sacrificio sería demasiado elevado. A lo largo del mes de octubre, con la reiterada vulneración de derechos y las pulsiones autoritarias por parte del estado, pareciera que esa balanza empezaba a no estar tan clara. Sin embargo, incluso en tal caso sería pertinente preguntarse si era inevitable continuar en la dinámica de confrontación hasta llegar a comprobarlo. En cualquier caso, tras el último gesto simbólico de dignidad realizado por las fuerzas independentistas en defensa de sus planteamientos, insisto legítimos, parece constatado que la vía de hechos o unilateral no es ni deseable ni sostenible. Ni siquiera en el caso de que ésta fuera apoyada por una amplísima mayoría de la sociedad.

Este último punto ha llevado a la situación actual, a la necesidad de configurar tanto nuevas mayorías como nuevos cauces para la resolución del conflicto. Aparentemente, con la convocatoria de elecciones la confluencia perversa que se había generado en torno a la vía unilateral quedaba superada. Es decir, se abandonaba el marco de conflicto en el que la confrontación democrática sobre el estatus de Catalunya y la confrontación jurídico-institucional confluían en un único debate. Una confluencia que ha dejado agravios (como las muestras de autoritarismo del estado, con especial énfasis en la actuación del 1-0) y víctimas (destacando la privación injustificada de libertad de los líderes de Omnium y la ANC, Jordi Cuixart y Jordi Sánchez), lo que sin duda dificulta considerar la situación actual como idónea para la resolución ordenada del conflicto. La convocatoria de elecciones por parte del Gobierno Central, previa aplicación de dudosa constitucionalidad del artículo 155, no se ha dado en circunstancias que podamos considerar neutras. Sin embargo, la aspiración de mantener la resolución de la dimensión jurídico-institucional del conflicto lo más separada posible de la resolución democrática del mismo continúa siendo deseable. De lo contrario, volveremos a una lógica del cuanto peor, mejor, en la que lamentablemente no ganan aquellos a los que asisten principios o legitimidades más sólidas, sino quienes dispongan de más poder o estén dispuestos a sacrificar más. Una lógica en la que siempre acaban perjudicados los ciudadanos más vulnerables y afecta al conjunto de la ciudadanía estatal.

La cuestión central, por lo tanto, es ver cómo se resuelve la confrontación democrática una vez la vía unilateral parece intransitable. En este aspecto, habrá al menos dos elementos clave por resolver: la cuestión de fondo y la cuestión de los procedimientos. En lo que respecta al fondo, habrá que dilucidar cuál es la posición mayoritaria de la ciudadanía catalana. Todo apunta a que esa transformación sociopolítica que viene desarrollándose en la sociedad catalana no sólo no ha menguado, sino que sigue ampliándose. No obstante, es igualmente cierto que es una transformación que continúa definiéndose. Estas elecciones serían una excelente oportunidad para continuar avanzando en ese proceso y cuantificar dos cuestiones: el número de ciudadanas catalanas que apoya la necesidad de constituirse como sujeto político para dar cauce a esa transformación sociopolítica y, no menos importante, el sentido específico en el que cada uno de estas ciudadanas conciben la transformación. Cabe la posibilidad, en definitiva, de que nos encontremos con una amplia mayoría que defienda la existencia de Catalunya como sujeto político, pero, a su vez, esa amplia mayoría deba iniciar un proceso transversal (que incluya a la minoría) y a veces contradictorio para definir las características de ese sujeto político.

En lo que respecta al medio, una vez superada la unilateralidad, como afirma Daniel Innerarity, únicamente queda la vía del pacto. Sin embargo, hay un matiz que considero necesario incorporar a su propuesta: si bien es cierto que no podemos definir el estatus relativo del demos catalán y estatal ex-ante, esto no significa negar la existencia de estos demos como tales. Más bien al contrario, precisamente porque existen dos demos ex-ante (hechos políticos o naciones que, por más contingentes, reflexivos y porosos que puedan ser, no dejan de ser), debemos exigir el pacto para que puedan definir su estatus relativo. Es decir, el mayor déficit normativo de la vía unilateral era obviar que la independencia no es una decisión que afecta únicamente a la ciudadanía del demos catalán, sino también a la del demos español (y, aunque en menor medida, al europeo). Siendo así, si somos coherentes con el reclamo de una concepción transnacional de la autodeterminación, una concepción que obligue a cada demos a tener en consideración los intereses de aquellas ciudadanas que no pertenecen al propio demos, lo que se sigue es exigir que una potencial independencia tenga en consideración los intereses de la ciudadanía más allá del demos catalán. Esto no significa que se deba decidir por voto directo de toda la ciudadanía estatal o europea, puesto que no sólo no resolvería el conflicto, sino que promovería la dictadura de la mayoría. Significa que el procedimiento para la toma de decisión, pudiendo ser original, así como la distribución de los costes/beneficios de la decisión que se adopte deben haber sido necesariamente acordados. Una opción que quedaba descartada de facto en la unilateralidad, pero que con la convocatoria de elecciones parece volver a ser viable. Al menos si se asume que requerirá un largo proceso de negociación difícilmente compatible con el cortoplacismo observado estos últimos meses.

A día de hoy el demos catalán comparte con el estatal una estructura institucional, cultural, social, económica y jurídica. En ausencia de pacto, la lógica es de confrontación y la defensa de los intereses se plantea en términos de victoria o derrota, impidiendo construir de forma ordenada un nuevo marco institucional que gestione esos ámbitos que seguiremos compartiendo. Como se suele afirmar, sea cual sea el estatus de Catalunya respecto a España y la Unión Europea, estas últimas seguirán existiendo. Ello hace imprescindible que sea cual sea el resultado de la transformación en marcha, deba encontrar cauces para mantener una interacción razonable con su entorno. El movimiento independentista, al menos en boca de sus representantes más relevantes, no parece negar ese debate: lo ha hecho en la cuestión identitaria (aceptando la radical multiculturalidad y plurinacionalidad de la sociedad catalana), en la cuestión distributiva (aceptando la importancia de mantener flujos de solidaridad con el conjunto de ciudadanos del estado y europeos) e incluso en la cuestión institucional (aceptando no sólo medidas como la doble nacionalidad sino, incluso, una posible libre adhesión al Estado que permita promover la cooperación e incluso el enriquecimiento mutuo del proceso de transformación democrática en marcha). Sin embargo, esta disposición aparentemente positiva (pese a la ya común falacia del muñeco de paja) debe concretarse tanto internamente en Catalunya como a través de un proceso de pacto con el estado, donde necesariamente habrá cesiones por ambas partes.

Las elecciones del 21D son una excelente oportunidad para profundizar en ese debate en Catalunya, abandonado durante los últimos meses por la confrontación inherente a la vía unilateral. Parece difícil negar que la vía unilateral ha probado sus limitaciones y fracaso (por principios, pero, sobre todo, por sus consecuencias). No obstante, al mantener un abrumador respeto por los derechos humanos, libertades cívicas y defensa de la movilización pacífica, el proyecto independentista como tal y, sobre todo, la transformación democrática que en buena medida pretende canalizar, mantienen intacta su legitimidad. La duda, por lo tanto, está en saber si los interlocutores estatales están por la labor de abordar ese debate sin dar nada por sentado, ni siquiera el demos estatal (que no la nación española, que como tantas otras veces puede re-definir su estatus relativo sin por ello desaparecer, aunque ello requerirá más inteligencia política que la mostrada hasta la fecha). Las previsiones electorales estatales, los términos en los que en la esfera pública estatal se continúa abordando la cuestión y la persistencia en la estrategia judicial por parte de los partidos Estatales generan dudas razonables, si bien signos en sentido contrario serían honestamente bienvenidos por quienes defendemos la necesidad de un pacto para cualquier salida ordenada al conflicto. Las actuaciones de la fiscalía y la decisión adoptada al respecto por la Audiencia Nacional resultan, en ese sentido, no solo jurídicamente cuestionables y políticamente disparatadas en una democracia liberal, sino posiblemente alentadoras para quienes pretendan dar continuidad a una vía unilateral que ya ha probado sus elevados costes. Porque España podrá continuar siendo un estado democrático homologable, pero no así algunas de las derivas que está tomando en relación al conflicto catalán. En esta encrucijada nos acercamos, como sostuvo el Lehendakari Urkullu en su artículo en el The Guardian, a una situación en la que Europa vuelve a aparecer como remedio a la falta de inteligencia política del gobierno central y los poderes que lo sostienen. No para legitimar la vía unilateral, que ya se asume descartada por otros motivos, sino para garantizar la posibilidad del pacto. Para ello, será determinante el proceso que lleve al independentismo hasta el 21D y el resultado que obtengan las fuerzas partidarias de dar cauce a la transformación democrática, sean independentistas o no.

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Ander Errasti Lopez  es Doctor en Ética y Filosofía Política. Investigador del Instituto de Gobernanza Democrática de San Sebastián (http://globernance.org/)

Investigador de la Universitat de Barcelona y de la Universitat Pompeu Fabra

@ander_errasti

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