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La huelga general del 88 y el proyecto de ‘modernización’ socialista
El estudio del conflicto laboral debe servir de contrapeso frente a tanta interpretación “políticamente correcta”, amable y bendecidora del actual statu quo
Sergio Gálvez Biesca 12/12/2017
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El de los Gobiernos socialistas de Felipe González no fue un camino fácil. Estuvo repleto de obstáculos, momentos de incertidumbre y sonadas derrotas. Este reverso de la historia de la primera época socialista es el que habitualmente se ha ocultado ya no solo a la ciudadanía, sino a los investigadores y demás interesados por aquel tiempo. Echar mano a los escasos libros o artículos, a las mínimas investigaciones sobre el periodo, exige un alto grado de atención para no dejarse arrastrar por el relato mitificado de un periodo fundamental para la comprensión del proceso de “consolidación”de la democracia.
“También se puede morir de éxito”, proclamó con su habitual tono populista Felipe González en su discurso inaugural del 32.º Congreso socialista en 1991. Ni exitoso ni victorioso fue el proyecto de “modernización” socialista si nos atenemos a los datos, a las realidades políticas, sociales y económicas, y a la propia información contenida en los archivos. Al contrario, se nos presenta un panorama repleto de zonas grises frente a aquellas interpretaciones dulcificadoras de unos acontecimientos que se resisten a pasar al terreno de los historiadores.
Es como asistir a una segunda parte, mala, del mitificado discurso sobre el origen del Régimen del 78. El oficialismo mantiene con total y perversa naturalidad que el destino político-electoral de la España de los ochenta se adecuaba a la “misión histórica” de “modernización” socialista. El futuro de España y el cometido del PSOE eran uno y el mismo, a saber, la consolidación de la democracia, la europeización del país y el posicionamiento de la nación en la primera línea internacional. Casi un insulto a la inteligencia.
Pero ¿qué se escondía tras esa misión ineludible para el PSOE? ¿Eran tan oscuras las sombras de su “modernización”? Detrás del proyecto, si se busca bien, es fácil encontrar realidades que casan mal con la historia mil veces divulgada e interiorizada. En primer lugar, esta “modernización” fue un proceso macroeconómico con el que se reestructuró el “modelo capitalista español”. Segundo, justificó la salida neoliberal-progresista a la crisis de acumulación de la economía procedente de la mitad de los setenta. Y, tercero, supuso la aceptación de una pobre vía de crecimiento sustentada en el sector terciario que entrañaba un brutal proceso de desindustrialización y la privatización de las empresas públicas.
Todos estos objetivos se harían realidad gracias a un conjunto de reformas y cambios en el mercado laboral que conllevaron la introducción de radicales legislaciones flexibilizadoras que implicaba la precarización de las condiciones de trabajo. Sus resultados inmediatos fueron el paro estructural, la composición de una nueva ejército de reserva de trabajadores constituida por gran parte de la generación del baby boom, y gravosos procesos de exclusión social. En suma, se persiguió un cambio radical en la correlación de las fuerzas entre capital y trabajo a favor del primero.
Es difícil explicar la longevidad de cualquier gobierno socialista cuando realiza políticas neoliberales, pero si hay un factor fundamental para entender el caso que nos ocupa, este no puede ser otro que el “realismo mágico socialista”. Este es capaz de convertir las peores realidades en datos a su favor y de construir una nueva hegemonía consensual. Para este objetivo, los gobiernos socialistas de Felipe González no escatimaron fuerzas, energías ni recursos: se combinó una especie de neopopulismo europeo con una descarada manipulación e instrumentalización de los medios de comunicación social a su alcance. Los resultados pronto se empezaron a sentir, y el incipiente relato tendente al conservadurismo acabó siendo dominante y muy alejado del aquel cambio socialista. Sí o sí, había que mirar hacia adelante.
En este terreno de dicotomías imperantes, de realidades e intereses electorales, quienes se opusieron al proyecto de “modernización” socialista fueron tildados de peligrosos. Este fue el caso del movimiento obrero y de las fuerzas sindicales. En un momento histórico en que la legitimación del sistema democrático todavía estaba en el aire, cualquier disidencia, oposición o visión distante fue perseguida y criminalizada.
Los gobiernos socialistas, ante la amenaza sindical y obrera, procedieron de un modo que evoca, en más de un sentido, a nuestro pasado franquista. El Ejecutivo, haciendo alarde de su poder, no solo hizo labores de espionaje e infiltración en sindicatos (incluido el empleo de todo tipo de recursos policiales o militares) para acabar con los principales conflictos obreros, sino que se ejerció violencia directa sobre la ciudadanía, con centenares de heridos del movimiento obrero y estudiantil, detenciones, enjuiciamientos, encarcelamientos e incluso muertos. ¿Qué podían hacer los sindicatos?
Por otra parte, aquella idea del progresismo ochentero tuvo por anexo un permanente cuestionamiento del sindicalismo. “¿Para qué sirven los sindicatos?” fue la pregunta que, en tiempos de exaltación de la figura del empresario y de la cultura del pelotazo, cuestionaba la pervivencia de la acción sindical y obrera. La idea-fuerza que se intentaba implantar en la sociedad fue que el sindicalismo español sería útil siempre que estuviera por la labor de apoyar, sostener y bendecir la “misión histórica” de los socialistas. Pero el movimiento sindical y obrero no cedió a la presión.
El detonante de la jornada de huelga del 14 de diciembre de 1988 fue la presentación, desarrollo y aprobación del llamado Plan de Empleo Juvenil, un proyecto siempre referenciado, pero nunca analizado ni historiado. Este Plan, en resumidas cuentas, se constituyó como el último eslabón de una agenda no pública para desregularizar y liberalizar el mercado, y que tuvo a los jóvenes como las principales cobayas del “laboratorio de pruebas” en el contexto de los proyectos neoliberales al calor de las políticas implantadas por Reagan o Thatcher. Y aunque el 14 de diciembre no se puede entender sin el Plan de Empleo Juvenil, la huelga general no debe desligarse del conjunto global de las políticas asociadas a la “modernización” socialista, tampoco del errático “modelo español de concertación social”, ni del conjunto de conflictos obreros que, desde que los socialistas se hicieron con el Ejecutivo, supusieron la mayor oposición a las políticas liberales del PSOE.
Todo o casi todo se perdonó en aquellos años, desde la cada vez más palpable corrupción generalizada, hasta los crímenes de Estado y otros desmanes, pero oponerse al Plan de Empleo Juvenil y al proyecto de “modernización” socialista situó a las fuerzas convocantes y a los 8.000.000 de trabajadores que pararon en el margen del régimen. Dio literalmente igual que la UGT y las CC.OO. en su manifiesto de convocatoria, titulado Juntos Podemos, expusieran todo un conjunto de medidas política y económicamente viables. No obstante, dicho documento suponía cuestionar lo único a lo que el socialismo español no admitía enmiendas, a saber, su política económica. De haber aceptado esta propuesta sindical, los políticos socialistas habrían defenestrado su “misión histórica”. Con una fe política inalterable aplicaron la máxima comúnmente atribuida a Fidel Castro: “Ni un paso atrás, ni para tomar impulso”.
Casi tres décadas después, la potencialidad que encierra la huelga general del 14 de diciembre de 1988 hace necesaria la reivindicación y la práctica de una historia social y obrerista donde el estudio del conflicto laboral sirva de contrapeso frente a tanta interpretación “políticamente correcta”, amable y bendecidora del actual statu quo. Tres grandes retos se presentan por delante. En primer lugar, es preciso adentrarse en el secreto mejor guardado de la época socialista, es decir, es imprescindible analizar los costes sociales y humanos de su proyecto de “modernización” y, por supuesto, sus consecuencias. Segundo, hay que resituar en la futurible agenda investigadora la necesidad no solo de abarcar la década de los ochenta, sino de construir ese reverso del relato de la Transición así como influir en las políticas públicas de la memoria ad hoc. Y, finalmente, centrarse en el antes, el durante y el después del 14 de diciembre de 1988 obliga a reivindicar el papel desempeñado por el movimiento obrero como sujeto político activo y determinante capaz de cuestionar y evidenciar al Ejecutivo socialista.
El miércoles 14 de diciembre de 1988 todo pudo cambiar. La producción paró. Entre el 80 y el 90% de la población activa secundó la huelga. La huelga general puso contra las cuerdas la “modernización” socialista. Toda España quedó paralizada a pesar de la inédita y atroz campaña de criminalización sindical por parte del Gobierno del PSOE y de todos los medios de comunicación, con la instrumentalización total de los recursos de la Administración Pública. Todos y cada uno de los personajes de la escena política quedaron retratados en un momento único y excepcional de nuestra historia reciente. Aquel gélido miércoles, el proyecto de “modernización” socialista fue impugnado a través de la más potente herramienta de lucha y solidaridad en la historia del movimiento obrero: la huelga general.
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Sergio Gálvez Biesca, doctor en Historia Contemporánea. Acaba de publicar en Siglo XXI de España La gran huelga general. El sindicalismo contra la «modernización socialista. @segalvez1
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