Tribuna
Ritos desfondados en el choque de los nacionalismos
El traspaso de pretensiones de absoluto o las tentaciones para incurrir en planteamientos fundamentalistas son fuentes de catastróficas recaídas en la antipolítica
José Antonio Pérez Tapias 31/12/2017
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Hasta los ritos han fallado. En verdad, hemos fallado nosotros, como se reconoce al decir que ha sido un fracaso colectivo que el conflicto entre Catalunya y el Estado español haya llegado al punto en que está, incluso tras las elecciones del 21 de diciembre pasado. No es sólo cuestión de estrategias y discursos, de reivindicaciones y cálculos, de leyes y legitimidades… El fracaso es más hondo, y a ello se apunta cuando a él se vincula la fractura abierta en el seno de la realidad social catalana. Con ese fracaso tiene que ver un vaciamiento de los rituales políticos que, siendo señal de una grave impotencia, es “la señal del fracaso de una política”, como dice el antropólogo Marc Augé al constatar lo que hay de fondo en la incapacidad para que los rituales cumplan su función. Porque si el déficit ritual es síntoma de que va mal algo más que “la política” en su normal desenvolvimiento, el vaciamiento de los rituales es el síndrome de que ha colapsado “lo político” como medio por el que se asegura el sostenimiento del orden social. Motivo añadido de preocupación, en el caso que nos ocupa, es que ese agrietamiento del orden social, afectando a Catalunya, se extiende al Estado español como tal. No debe extrañar que así sea, toda vez que el ritualismo político es el propio de una actividad extendida hasta alcanzar al conjunto de la sociedad de que se trate. Por ello podemos anticipar que no habrá solución para el conflicto de Catalunya si, además de articular las necesarias vías legales para una salida y las imprescindibles medidas políticas para avanzar hacia una resolución del mismo, no hay también una recomposición de los rituales que permita reconstruir todo lo dañado en el orden simbólico.
Conviene advertir que al reflexionar sobre ritos no estamos hablando de lo superfluo. Si no sólo de pan vive el hombre es porque, además y entre otras cosas, necesita ritos. Es a través de los ritos como se vehicula simbólica y colectivamente el sentido de la vida social –hablando de los rituales políticos que en nuestras sociedades secularizadas, aunque no estén del todo ni bien secularizadas. Con los ritos, acción institucionalmente pautada a través de cuya recurrencia, conmemorando o anticipando hechos, quedan investidos de sentido los acontecimientos a través de los cuales la comunidad se constituye. Sin los ritos, la vida social se hunde en el marasmo anómico del sinsentido. El sociólogo Emile Durkheim insistió en ello machaconamente. Hay que tener en cuenta que todo ritual tiene un componente religioso, sea el de las religiones explícitamente vividas como tales, sea el de una política que al solaparse con lo social presenta en sus rituales fuertes analogías con los que la religión ofrece. La articulación simbólica del sentido es lo que siempre está en juego.
Con los ritos quedan investidos de sentido los acontecimientos a través de los cuales la comunidad se constituye
No obstante, si hay que ser conscientes de que en lo político opera un resto de dimensión religiosa de lo social, no menos ha de tenerse en cuenta lo peligroso que es vivir religiosamente la política. El traspaso de pretensiones de absoluto o las tentaciones para incurrir en planteamientos fundamentalistas son fuentes de catastróficas recaídas en la antipolítica, incluso en lo totalitario. Ello es así porque al confundirse política y religión en sociedades donde quedó atrás la indiferenciación del pasado, se rompe el equilibrio que debe guardar el rito entre la lógica de la identidad que lo mueve y la lógica de la alteridad que requiere. Cuando, por ejemplo, los nacionalismos se exacerban ocurre precisamente que ese equilibrio se pierde, exagerándose lo identitario y perdiéndose de vista la alteridad a través de la cual la misma identidad ha de medirse necesariamente como relativa. Pero como nunca hay de hecho un nosotros sin otros, lo que sucede es que la presencia ineliminable de otros activa la reacción hipertrofiada del nosotros. Ocurriendo eso, tanto por el lado de unos como de otros, ello da lugar al choque de los nacionalismos que se disputan la hegemonía sobre una comunidad que, quebrada en su unidad, se ve arrojada a la escisión.
Cuando chocan nacionalismos debido a la desmesura de sus respectivas y desequilibradas pretensiones, el rito, puesto al unilateral servicio de cada parte, deja de funcionar en lo que habría de ser su tarea simbólica de mediación. Dado que dicha tarea no se desempeña en un plano supraestructural alejado de la facticidad de lo social, sino en medio de un entramado de tupidas relaciones, organizaciones sociales e instituciones políticas, cuando su función se ve bloqueada es porque esos espacios de mediación a través de los cuales se teje el orden simbólico se ven muy alterados. Se puede apreciar así como, en Catalunya, cuando a la extrema polarización de los partidos políticos le acompaña el decaimiento de organizaciones sociales como los sindicatos o la ocupación por cada parte de espacios que se monopolizan, sea un parlamento o sea la calle, la mediación simbólica que las instituciones están llamadas a cubrir se hace imposible. Tal impotencia llegó, en Catalunya, a su propio Govern y al mismo Parlament, y, por el otro lado, al propio Estado y a su gobierno central. Y cuando se rompen los cauces de la mediación simbólica, los caminos del reconocimiento resultan cegados y el diálogo, por tanto, es imposible. No hace falta insistir mucho en cómo va con todo eso la construcción de relatos de significado inverso, con lo cual ese mínimo de mito –en su mejor sentido de referencia simbólica compartida- que se articula con todo rito queda igualmente destrozado. Su papel queda reemplazado por las mitificaciones de cada parte para exaltación de lo propio en detrimento de lo ajeno, movilizando cada cual parcialmente a los suyos sea en torno a ideas sobrecargadas de contenidos insostenibles –por ejemplo, las relativas a la soberanía-, sea en torno a objetos saturados de significado –como las banderas-, con la acentuada finalidad de mover emociones, aunque se dejen atrás las razones.
No es fácil recomponer un cuadro social y político tan maltrecho. Cada parte por sí sola no podrá hacerlo, pues el mero hecho de buscarlo así, ahuyentando toda mediación efectiva, conduciría a la profundización del fracaso inutilizando los mismos rituales que se seguirían desplegando. Ha de saberse que los símbolos no se inventan sin más; son material sensible de la herencia cultural que llega hasta nosotros. Igualmente, los rituales no se improvisan, so pena de condenarlos a la falsedad de lo vanamente impostado. Y los relatos, cuando se dejan en manos de emociones primarias ajenas a la elaboración que las transmutarían en positiva pasión política, sólo sirven para calentar la demagogia de los peores populismos.
Para abrir cauces de diálogo efectivo, que no es mero intercambio de limitados argumentos en torno a intereses según correlación de fuerzas, es imprescindible, por tanto, rescatar los ritos políticos en su potencial de sentido, conjugando afirmación de la identidad y reconocimiento de la alteridad. Quizá muchos puedan reconocer que tal cobertura simbólica es la que no han tenido, con todo lo que se les supone como ritual político, las elecciones recientemente celebradas, con su resultado de reproducción a cara de perro de la situación previamente dada –como era previsible-. Y puede que no sean menos los que vislumbren que aún queda una oportunidad inmediata para rescatar los ritos requeridos por una vida social en común articulada en torno a instituciones políticas compartidas. Tal oportunidad es la constitución del Parlament recién elegido por la ciudadanía catalana para proceder a la necesaria investidura de quien haya de presidir el Govern de la Generalitat. Ello es crucial para el porvenir de Catalunya –dejando atrás el nefasto 155, por más que se haya considerado imprescindible-, y no lo es menos para el Estado español, pues no en poca medida le va también en ello su futuro.
La constitución del Parlament recién elegido por la ciudadanía catalana para proceder a la necesaria investidura es crucial para el porvenir de Catalunya
Diré, para concluir, que el invento de Tabarnia, como esa hipotética comunidad autónoma que podría escindirse de Catalunya aduciendo motivos supuestamente similares a los esgrimidos por el independentismo para separarse de España, me parece, aun con sus pretensiones satíricas y con la intención de ser espejo en que los secesionistas vean su caricatura, un mal truco. Su puesta en circulación no oculta su origen en el resentimiento de un nacionalismo españolista que se ve además impotente para ofrecer una alternativa al soberanismo que sea consistente y creíble. En este caso, los significados que se articulan a través de la fantaseada Tabarnia no corren a favor de la reconstrucción de la mediación simbólica que el conflicto de Catalunya reclama, sino en dirección contraria. La parodia, en este contexto, es broma de mal gusto que redunda en la reafirmación identitaria unilateral, alejando posibilidades de reconocimiento de la alteridad.
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José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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